Parece el caso de Emilio Salgari, cuyas novelas disfrutaron Umberto Eco, Juan Marsé y millones de personas a lo largo de las décadas. Quizá haría falta que su popularidad fuese reimpulsada por factores externos. Como aquellas ocasiones en las que ha gozado de adaptaciones audiovisuales: el príncipe destronado Sandokán reforzó y renovó su fama gracias a las adaptaciones audiovisuales que dirigió Sergio Sollima y protagonizó Kabir Bedi.

La reciente publicación de una de las obras más conocidas del escritor italiano, El corsario negro, ofrece una nueva oportunidad de acercarse a la obra de este creador de novelas de acción y aventuras. Emilio de Roccanera vuelve a las librerías en una edición crítica publicada por Editorial Cátedra, introducida y anotada por el académico José Abad.

En su introducción, Abad ofrece varias claves de la obra de ese prolífico escritor que también inventó su vida. Salgari construyó una falsa biografía de aventurero, que afirmaba haber visitado mil y un países como marino (y tener tiempo, a la vez, de escribir a un ritmo frenético). Incluso tuvo la peligrosa iniciativa de defender su falso título de capitán con un duelo, cuando un periodista de la competencia lo puso en duda.

Estamos, además, ante un narrador doblemente popular: no solamente era leído por jóvenes y adultos deseosos de evasión, sino que también era un jornalero de la prosa obligado a sobreproducir para subsistir. No puede extrañarnos, por tanto, que su bibliografía incluyese despistes varios, anacronismos y una considerable tendencia al esquematismo. En una de esas paradojas de la literatura industrial, Salgari firmó obras con pseudónimo para driblar contratos de exclusividad, pero su nombre acabó convirtiéndose en una marca comercial tan poderosa que posteriormente abundaron los Salgari apócrifos escritos por imitadores. Abad explica otra anécdota que raya el humor negro: el crítico Olindo Giacobbe atacaba duramente al autor de Los tigres de Mompracem, cuyas obras comparaba desfavorablemente con las firmadas por Guido Altieri, sin saber que ese era un pseudónimo del mismo Salgari.

Esta carrera literaria frenética incluyó un par de plagios, aparentemente derivados de una inundación doméstica con pérdida de manuscritos que le imposibilitó cumplir los férreos plazos de entrega. Todo terminó de manera prematura: con solo 48 años, profundamente afectado por el trastorno mental de una esposa a la que no podía ofrecer los cuidados adecuados por falta de dinero, el creador de Sandokán ensayó una escapatoria con tintes del romanticismo desesperado y de la fascinación con las costumbres de países lejanos que teñían sus novelas. El final llegó con un suicidio a imitación del seppuku japonés, con carta de reproches incluida a sus editores, "a los que se habían enriquecido con el sudor de mi frente mientras me mantenían a mí mismo y a mi famila en la miseria", escribía.

El protagonista de El corsario negro es un pirata enlutado, silenciosamente melancólico, que experimenta pasiones tan agitadas como las tormentas que afronta el barco que gobierna. Emilio de Roccanera busca vengar el descrédito de su familia. Porque él, como muchos otros héroes de la novela de aventuras, era un aristócrata fuera de la ley: la causa es una misión de venganza contra un hombre holandés que se había convertido en un alto cargo al servicio del imperio español gracias a una traición. Y la traición es algo terrible en esta obra marcada por la búsqueda, a menudo sangrienta, del honor.

A lo largo de la novela, y entre distensiones de humor y camaradería (a veces tabernaria, a veces ceremoniosa), podemos leer sobre persecuciones por mar y por tierra, sobre batallas marítimas y asedios terrestres, sobre duelos a espada e incursiones temerarias en territorios hostiles. Y sobre secuestros que (en un habitual y siniestro tópico del género) devienen oportunidades amorosas condenadas, esta vez, a la fatalidad. Podemos visitar enclaves como la isla de la Tortuga (Haití) o Maracaibo (Venezuela), lugares emblemáticos de la práctica de unos piratas históricos que no se mostraban tan delicados y formales como el protagonista ideado por Salgari.

El novelista italiano muestra simpatías hacia el talante rebelde y hedonista de sus corsarios, calificados como “nómadas del mar” y otras expresiones aduladoras, y blanquea la violenta vida de corsarios (con título de sir) como Henry Morgan. Aún así, no esconde completamente los resultados dramáticos de algunas de esas empresas.

En ocasiones, Salgari va más allá y redacta pasajes que rompen con la idealización de la actividad corsaria. En El corsario negro, relata los destrozos y asesinatos cometidos durante un saqueo: los gritos de desesperación o dolor, los cuerpos lanzados por ventanas... El narrador parece asumir la mirada del protagonista, que acepta esta brutalidad aunque lo haga moderadamente disgustado. El camino de la venganza, en esta ocasión, no resulta nada fácil e incluye algún sacrificio en su final trágico y, de nuevo, romántico.

La trama de El corsario negro se repliega en la lucha personal del protagonista (junto con sus colaboradores) contra su antagonista. En este aspecto, Salgari se abstrae de concretar una visión del mundo marcada por la geoestrategia. Ni el antihéroe ni sus saqueadores muestran una especial ojeriza al imperio español ni se muestran especialmente alineados con ninguna potencia. Forman una especie de hermandad del mar (y de la avaricia, en el caso del grueso de unas tripulaciones sin nombre), deseosa de desafíos y tesoros.

La fantasía de Salgari proyecta una visión del mundo que entremezcla la exaltación de las pasiones, de la acción y el peligro de muerte con el gusto por la divulgación propio de Verne, aunque el italiano fuese más desordenado que el francés. Un siglo después de que el romanticismo británico de Lord Byron, Mary Shelley o Percy Shelley escandalizara con sus amores más o menos libres (sobre todo para ellos), con algunas proclamas políticas o con hechos prácticos como la intervención de Byron en la guerra de la independencia griega, Salgari escribió desde Italia con una cierta admiración por los insurrectos que no era del todo agitadora pero podía considerarse revulsiva. Como en varias obras tardías de Verne, que fue adquiriendo una consciencia crítica del imperialismo a lo largo de los años, Salgari proyectó una cierta simpatía anticolonial en algunos libros.

Salgari parecía defender un deseo de experimentar vivencias y hacer una llamada más o menos genérica (y no necesariamente coherente) a la libertad. Otros autores usarían este tipo de narrativa, de manera más o menos consciente, para defender intereses geoestratégicos y visiones nacionalistas de la historia. A menudo, los corsarios anglosajones serían representados como unos freedom fighters (luchadores por la libertad) que combatían el absolutismo español, como si el imperio británico fuese una fuerza libertadora que no ejercía sus propias opresiones coloniales.

Cuando la mayoría de Hollywood seguía receloso de criticar abiertamente a la Alemania nazi, los estudios Warner estrenaron El halcón de mar, una película de piratas donde un inglés recibía el permiso de la reina para enfrentarse a la monarquía absoluta española a través del saqueo. La representación de no dejaba de ser un lugar común, como ya se ha dicho, pero se entendió como una variante metafórica concebida desde un cierto Hollywood que sería considerado prematuramente antifascista y sería represaliado tras la II Guerra Mundial. Uno de los dos guionistas del filme, Howard Koch, se exiliaría a raiz de la caza de brujas. Porque las ficciones de piratas también pueden resultar peligrosas, a veces.