El acuerdo impositivo del G7 como desencadenante

A veces ocurre que, cuando los más sagaces consejeros de los poderosos ven peligrar el manantial mismo de su lucro, de repente reconocen como sensatos y realizables aquellos propósitos que siempre se habían tachado de ilusorios. Naturalmente, sin excederse en generosidad, sólo cediendo un tanto para evitar que el tinglado entero acabe por desplomarse.

Durante décadas se nos dijo que era imposible alcanzar ni la más elemental coordinación internacional que evitara la alarmante erosión de la imposición corporativa a los grupos multinacionales, y que cualquier empeño que fuera más allá de bienintencionadas recomendaciones se saldaría con dramáticos estrangulamientos de la economía.

Ni siquiera en el interior de una región de la envergadura de la Unión Europea, en la que sí se había logrado armonizar en alto grado la imposición indirecta (IVA e Impuestos Especiales), se ha llegado demasiado lejos. Y resulta que, de buenas a primeras, en el selecto grupo de las principales potencias económicas del mundo, el conocido como G7, apenas tardan unos días en alcanzar un acuerdo que se califica de histórico y revolucionario para frenar una competencia a la baja en el gravamen de las grandes empresas que acumula décadas de recorrido.

Lo cierto es que el contenido concreto del acuerdo, a la vista sobre todo de las expectativas de la víspera, no parece justificar los entusiastas ditirambos de prensa y políticos. Ni tan histórico ni tan revolucionario. Pero sería necio también negar que encierre un llamativo cambio de rumbo, o un principio de cambio al menos. De modo que siquiera la esperanza sí podría estar justificada.

El economista Gabriel Zucman, director del recientemente creado Observatorio Fiscal europeo, ha explicado el alcance concreto. No se trata de que se vaya a obligar a todos los Estados a fijar un tipo mínimo del 15% de Impuesto sobre Sociedades en sus sistemas tributarios nacionales, sino de que los grandes grupos contribuyan al menos con una tasa global efectiva del 15%, que se aplicaría país a país. Lo cual supondría que, si una multinacional radicada en el territorio de un Estado obtuviera un beneficio gravado con el 7% en el territorio de otro Estado, el primer Estado podría someter a la empresa a un gravamen adicional por la diferencia de ocho puntos hasta el 15%. De otra parte, se establece que determinadas empresas multinacionales cuyo margen de beneficio supere el 10% tributen al menos por el 20% de cuanto exceda a ese margen en los territorios en los que lleven a cabo sus ventas. Se persigue eliminar la ventaja comparativa de la fijación de tasas tributarias por debajo del mínimo acordado, en primer lugar, y evitar en segundo lugar, cierto que sólo en una porción de los beneficios, que éstos se trasladen arbitrariamente por las corporaciones a donde les resulte fiscalmente más conveniente.

Ya han sido señaladas las más notables deficiencias de que adolece la iniciativa. La primera es su vaguedad. Habrá que ver cómo se desarrolla en las reuniones correspondientes del G20 y la OCDE. Pero, en el escaso tiempo transcurrido desde el anuncio, ya Irlanda y Hungría urden la forma de bloquearlo, el Reino Unido –donde se ubica el principal distrito financiero del planeta- reclama que las entidades financieras queden al margen y se nos confirma que, como contrapartida, aquellos países que hubieran creado algún tributo sobre servicios digitales (la conocida como tasa Google), deberían renunciar a él. Entre ellos, el nuestro, cuyo gobierno preveía recaudar unos 968 millones de euros con el nuevo impuesto mientras el Observatorio Europeo le atribuye un incremento de ingresos de 700 millones si se confirmara la tasa global del 15%, lo que no nos promete gran provecho con el cambio, salvo que el acuerdo final mejore sustancialmente la propuesta original. No olvidemos que en estos mismos foros, allá por el 2008, se habló nada menos que de “refundar el capitalismo sobre bases éticas”, ni lo que vino después. El porcentaje del 15%, cuando el mismo Biden había hablado del 21% y la UE pensaba en el 25%, se antoja muy decepcionante.

Resulta exagerado, a mi juicio, hablar del principio del fin de los paraísos fiscales y de las tramas de elusión en las que cooperan multinacionales y gobiernos. Los paraísos fiscales más efectivos para el ahorro de las grandes empresas, catalogados o no oficialmente como tales, no son ni mucho menos territorios sin ley. Por el contrario, cuentan con complejas regulaciones tributarias, sofisticados grupos de consultoría profesional y elaboradas facilidades de establecimiento y opacidad de cuentas e titularidades. En suma, de una muy meditada política de atracción de capitales. Estados Unidos alberga en Delaware un magnífico ejemplo.

Sin duda, el mero hecho de que se apruebe una tributación mínima, sea la que fuere, implica un avance. Pero las estrategias de localización por ventaja fiscal y de precios de transferencia forman parte tan indisoluble del funcionamiento actual del capitalismo, que se requeriría una transformación mucho más extensa y profunda para acabar con ellas.

Desde finales de siglo XIX se reconoce la existencia en el patrimonio de las empresas de activos inmateriales –marca, patentes, propiedad intelectual-, y las actuales normas contables posibilitan que éstos se valoren de modo ficticio como si se estuvieran vendiendo y comprando en un mercado real. “Precios de modelo, precios de fábula”, ha dicho el financiero Warren Buffett. En operaciones constantes entre componentes de los mismos grupos cabe distribuir costes y beneficios, rentas y deducciones, de manera muy difícilmente controlable. Incluso sin considerar la extraterritorialidad y en tamaños más modestos. Ya no es infrecuente que un grupo de profesionales constituya varias sociedades mercantiles para facturarse y refacturarse servicios reales o figurados con el fin de aminorar bases imponibles y acrecentar desgravaciones. Y la prueba de que así se hace, que compete a los servicios de inspección, no es nada sencilla. Imagínense pues esa misma posibilidad abarcando casi al mundo entero, aprovechando las diferencias entre regulaciones estatales y pudiendo negociar de tú a tú con los gobiernos.

El modelo teórico de Brennan y Buchanan que atribuye a la competencia fiscal el efecto beneficioso de estimular la eficiencia en la gestión presupuestaria de las Administraciones no se sostiene en la realidad. Porque únicamente las grandes fortunas y las multinacionales pueden mover sus activos para aprovechar las condiciones de esa competencia, en tanto que trabajadores, pensionistas y pequeñas empresas, precisamente quienes más necesitan de los servicios comunitarios, carecen de tal opción. Al contrario, para las grandes corporaciones, la competencia fiscal es el instrumento idóneo con el que arruinar a las empresas locales, lo que tiene consecuencias devastadoras para el mercado y el desarrollo social.

Fijar un suelo impositivo global del 15% está muy lejos de ser la reforma integral del sistema tributario internacional que con tanta pompa se ha pregonado. Se debe armonizar el propio cómputo de bases imponibles, recuperar la imposición patrimonial, coordinar de verdad internacionalmente el control del fraude, reformular las reglas contables, y mucho más. Pero es una excelente noticia que se reconozca que la reforma integral es imprescindible. Aunque sea ahora porque las grandes potencias hayan visto destruidas sus economías por la pandemia y a pesar de que en su ánimo esté, naturalmente, seguir ganando con la mudanza. Una vez abierta la puerta, por estrecha que sea, y removidas las viejas coartadas argumentales, dependerá de la capacidad de presión de la ciudadanía que se avance o no a mayores cotas de justicia fiscal.

Para nuestro país, en el que el debate político y mediático sobre tributos ha caído en un atroz delirio que promueve la idea inapelablemente estúpida de que todo lo que hay que hacer es decidir qué impuestos eliminar y cuándo para que la prosperidad renazca por sí sola, que del exterior nos venga una discusión medianamente sobria sobre esta materia supone un oxigenante soplo de aire.

La lucha contra los más complejos mecanismos de elusión fiscal tampoco es de anteayer. Thierry Godefroy y Pierre Lascoumes hicieron en 2004 un desalentador relato, desde los comités financieros de la Sociedad de Naciones en los años veinte a las listas menguantes de paraísos fiscales de la OCDE.

Ésta podría ser una nueva oportunidad. Intentemos no volver a dejarla escapar.