Little Island, el nuevo oasis flotante de Nueva York tras años de obras, disputas entre magnates y donaciones millonarias

A medida que atardece en el cielo de Nueva York, los cientos de asistentes que disfrutan de Little Island, la isla formada por un centenar de tulipanes de cemento que ha acaba de inaugurar sobre el río Hudson de Nueva York, eligen el mejor lugar para ver cómo el sol desaparece detrás de Nueva Jersey. Los lugares más populares son los diversos montículos desde los que se pueden ver también cómo los coloridos rayos del sol tiñen los rascacielos de Manhattan, así como el valle, donde los espectadores se sientan en los bancos de madera que rodean el anfiteatro.

El denominador común entre los visitantes es que durante este lapso de tiempo las cámaras no paran de tomar fotos y los teléfonos se llenan de historias en Instagram y posts en todos los idiomas. “Abraza a tu hermano y haz como que os queréis mucho”, le dice una madre a su hija desde una de las muchas escaleras del islote. “Sácame una foto en la que salga de espaldas, se vea bien mi peto y el bajo Manhattan de fondo”, le anota un veinteañero a un amigo.

Para Chuck Edwards pasear por los distintos niveles del parque público tiene un sabor agridulce. Por un lado le relaja caminar por los “intercalados, que no laberínticos” caminos de este montículo flotante de una hectárea situado al lado del barrio Chelsea, pero por otro le enfurece que para su construcción hayan cortado un árbol de acacia.

“Estas son las dos semanas en las que este tipo de árbol florece”, señala el neoyorquino que vive en el West Village y que suele recorrer en bicicleta los seis kilómetros del parque público en la orilla del Hudson. Pese a que encontró “algunos sustitutos” entre las 350 especies de flores, árboles y arbustos que recubren la isla, Edwards dice que no es lo mismo, porque lo especial de este árbol "era su nacimiento natural al lado del río Hudson y que cuando la gente pasaba por su lado decía: ‘Oh, Dios mío, qué es lo que huele tan bien’”. 

Además de pasear e inspeccionar la nueva flora del lugar, Edwards y una amiga que se identifica como Hopkins hicieron un picnic, con una botella de cava español, para celebrar el cumpleaños de un amigo. La comida y la bebida son aspectos clave de este peculiar parque. En la plaza principal de la isla hay varios carritos que venden comida rodeados de decenas de mesas.

“Es genial la mezcla de personas que hay, algunos con mascarillas y otros sin”, anota Edwards. Él no lleva mascarilla, pero su amiga, que es cirujana y está vacunada, prefiere conservar la mascarilla, ya que “no se fía” de las posibles nuevas variantes de la COVID-19.

Hace años que los neoyorquinos contemplan las obras de esta mini isla. “Recuerdo cuando hubo una guerra de magnates -entre Barry Diller y Douglas Durst- que peleaban sobre si este proyecto tendría que suceder o no. Y luego vi como la construcción del parque tardaba años”, señala Edwards en referencia a los problemas legales a los que se enfrentó el proyecto por su impacto ambiental sobre el ecosistema acuático y por una supuesta falta de transparencia.

El parque ha sido financiado en su mayoría por la fundación del multimillonario Barry Diller y su esposa, la diseñadora Diane von Furstenberg. En una entrevista para The Wall Street Journal Diller dijo que su fundación donó 260 millones de dólares para construir el montículo verde y que se ha comprometido a dar otros 120 millones de en los próximos 10 años para el mantenimiento y las producciones teatrales. Por su parte, la ciudad contribuyó con 17 millones y el Estado con cuatro millones.

“Es un hermoso regalo para Manhattan. Pero no se hace mucho por El Bronx, Brooklyn y Queens... Sería bueno si la ciudad exigiera que si un filántropo quiere donar 300 millones, que también tenga que donar 300 millones a otras zonas de la ciudad”, destaca Hopkins, que vive en Chelsea.

Tre Gray y Simone Hayes ven el atardecer desde las gradas del anfiteatro. “Vi que el parque estaba abierto en Instagram, Y pensé: ‘Oh, Dios mío, tengo que ir’. Y reservé entradas para varios días”, comenta esta joven afroamericana que vive al otro lado del río, en Nueva Jersey.

Al adquirir los pases, Hayes, que estaba dispuesta a pagar entre 10 y 15 dólares por pasar la tarde en este montículo verde, se llevó una grata sorpresa al ver que era gratis y que solo se necesitaba reserva si la visita era más tarde del mediodía.

“Estoy seguro de que durante el verano van a tener muchas actividades. Pues Nueva York está tratando de hacer muchos conciertos gratuitos en el parque, como solían hacer antes, y este anfiteatro es el lugar perfecto”, recalca en referencia al enorme escenario con capacidad para más de 800 espectadores. Hayes no se equivoca, alrededor de 500 eventos están programados entre el 15 de junio y finales de septiembre.

Una vez que el sol se pone, los faros de Nueva York se encienden, desde este remodelado embarcadero -que en 2012 fue destrozado por el huracán Sandy- se ve el sur de Manhattan coronado por el One World Trade Center o Torre de la Libertad, así como otros rascacielos icónicos como The Empire State Building o el 30 Hudson Yards y su observatorio, The Edge (el filo, en español), a 345 metros de altura.

“Increíble, no hay palabras. De verdad que está hermoso”, dice Marisol Delgado, una turista ecuatoriana que dice que ha venido a este muelle a despedirse de Nueva York tras un mes de visita a familiares.