Posiblemente sea el Lucifer más asustado de la historia. Está aterrorizado ante el valor, la tranquilidad y la audacia del san Miguel arcángel, que lo tiene atrapado bajo sus pie izquierdo y atado con unas cadenas en sus muñecas.

“¿Dónde va esta cadena tan larga? ¿A las muñecas o en un tobillo?”. Ana Loureiro es la restauradora que durante más de dos años se ha encargado de devolver a la vida esta joya barroca, que figura en el inventario de los bienes del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Pero Patrimonio Nacional decidió restaurarla para que entrara a formar parte, como hito artístico del recorrido, de la Galería de las Colecciones Reales, pendiente de inauguración el próximo verano, después de casi una década de retraso. Al final, la restauradora ha colocado la cadena en las muñecas de Lucifer.

¿Lucifer? “Bueno, ya sabes, se dice que el rostro de san Miguel es, en realidad, el de Luisa Roldán y que el del demonio es su marido, Luis Antonio de los Arcos”, cuenta Loureiro. “Es una imagen muy femenina”, añade la restauradora. De hecho, Patrimonio Nacional ha decidido convocar a los medios de comunicación un día antes del Día Internacional de la Mujer, para presentar la talla en una sala de la Galería de las Colecciones Reales.

La celebración de Luisa Roldán el 8M se ha convertido en tradición, porque fue la primera mujer en lograr el título de Escultora de Cámara, máximo reconocimiento que un artista podía alcanzar a finales del siglo XVII, con Carlos II y lo mantuvo con Felipe V. “La Roldana es que es mucho”, sentencia Loureiro, que ha estado trabajando en este habitáculo en el que la visitamos. Tiene unas espectaculares vistas a la Capilla Real de Palacio. Desde aquí arriba los grandiosos frescos de Corrado Giaquinto casi pueden tocarse. Es una perspectiva inversa a la del visitante. “Ella tenía un carácter muy fuerte, por eso llegó tan lejos. Porque nunca fue ama de casa y se dedicó a su creación. A las mujeres no se les permitía salvo si eras hija de artista, como este caso”, cuenta la restauradora.

En su trabajo minucioso y delicado, Loureiro ha entablado una conversación con la escultora, con más de tres siglos de retraso. “Yo quiero encontrar lo que estoy viendo y no siempre lo encuentro. Tengo a la química desesperada con tantas pruebas”. Loureiro está muy sorprendida con el color de las carnaciones que se ha usado. Dice que no es típica del siglo XVII. “No es tan fina. Es rugosa y eso es raro”. Cuenta que el yelmo con el que lo disfrazó “a la romana” hoy lo vemos gris, pero en realidad tapa a un azul zurita. Luisa no se encargó de la pintura, sino el hermano de su marido, Tomás de los Arcos.

Lo más espectacular de la escena que nos encontramos en el taller de Loureiro son las alas desmontadas y tumbadas sobre una mesa. Gigantes y de una pieza. Van encajadas en la espalda de Luisa Roldán, perdón, del arcángel. Rodeamos la figura y encontramos sendos vaciados de forma rectangular en los que se acoplan las alas. Van ancladas con tornillos. La profundidad del hueco desvela las marcas de los golpes sobre la madera, con la gubia de la escultora. Están ahí, como las pinceladas del pintor sobre el lienzo. Loureiro insiste en el material: es madera de cedro, que solo se usaba para obras importantes. Era una de las más caras. “Y es muy olorosa”. Además, los xilófagos no la atacan, por eso los mejores arcones son de esta conífera. Por eso ha llegado esta talla así hasta nuestros días.

Las esculturas son elementos muy vulnerables y, a pesar de su debilidad, están muy expuestas a sufrir todo tipo de intervenciones. Alteraciones, desencoladuras, grietas, repintes, incendios, pérdidas de partes sensibles como los dedos de las manos, suciedad (polvo, humo, barnices alterados) que oculta la policromía original… Incluso los ataques de buena voluntad acortan la vida de las tallas de madera. Loureiro cuenta la historia de una monja que para limpiar la escultura le daba “una manita”. Cuenta que han limpiado la capa con bayetas húmedas y se han llevado por delante el oro del dibujo del manto rojo. También ha desaparecido el tono lapislázuli de la coraza, que recreaba un reflejo metálico. A pesar de todo, “está en muy buen estado de conservación”.

El manto es otro elemento único. Tan delicado y con tanto movimiento. Es tela encolada. Y tan repleto de clavos, que no vemos salvo con una radiografía. Los rayos X ofrecen una visión espectacular sobre la meticulosa construcción de una figura de este tamaño, con más de dos metros de altura. La imagen es fantasmal, con los clavos distribuidos a lo largo de la talla, como si fuera un cuerpo de carne y hueso, operado para unir las fracturas. Este exceso de elementos metálicos se debe, habitualmente, a restauraciones poco afortunadas.

Es una imagen tan humana y poco habitual, que en 2019 varias cofradías sevillanas reclamaron al Ministerio de Cultura que retirara los informes de restauración, publicados en el archivo accesible desde la web del Instituto del Patrimonio Cultural de España (IPCE). Varias hermandades consideraron “escabrosas”, “desasosegares” e “hirientes” esos recursos científicos. No podían circular “libremente” dado su “componente devocional”, argumentaron. Les hirió que se invadiera la intimidad de una pieza de madera. A las pocas horas, el Ministerio, con José Guirao al frente, ordenó que se eliminaran de la web del IPCE estos informes, impidiendo el acceso a todo aquel que quisiera consultarlos.

La restauradora también le ha quitado el rabo. “Parece un rabo de cordero. Es otro añadido. Yo creo que el original era un rabo mucho más largo. Pero no tenemos documentos que lo confirmen”, informa la restauradora gallega. El demonio ha vuelto a crecer en humanidad. Y nos llama la atención sobre otros detalles que solo se pueden apreciar si la pieza está a ras de público: el oro sobre las hombreras con forma de cabeza de león. Dice que no es oro al agua porque no tiene tanto brillo. “Pero es un oro bellísimo, muy puro. Soporta mejor las inclemencias del paso del tiempo”, dice Ana Loureiro.

Ahora nos lleva hacia otra parte. La firma de la artista. Está en la suela de la sandalia: Luisa Roldán. “Por mandado de nuestro señor Carlos II”. Estamos ante el primer encargo que recibió del monarca, que terminó el 19 de mayo de 1692 y que le sirvió para obtener el reconocimiento de Escultora de Cámara. La fecha la ha grabado en la cadena. Es una talla que no se acaba nunca, llena de secretos a la vista que pasan desapercibidos para una mirada con urgencia. El fuego trabajado, los pliegues de la piel del demonio, los gestos exagerados de sus pies, las plumas de las alas de águila… Parece mentira que esta artista tuviera prohibido firmar sus contratos por ser mujer o que se viera obligada a trabajar en el anonimato de los obradores familiares.

Es la talla policromada más grande que han restaurado los tres técnicos de escultura del taller de Patrimonio Nacional. Tan grande que Ana Loureiro se lesionó limpiándola. Tendinitis por mover el isopo sobre la superficie, para apartar a la Roldana de la mugre. Así enfermó, repasando las virtudes escultóricas que le permitieron superar a su padre, Pedro Roldán, rápidamente. El talento no le libró de la miseria. En enero de 1706, firmó una declaración de pobreza. Era Escultora de Cámara y desconocida, estaba enferma y no tenía bienes. Había dado a luz a seis hijos, de los que solo sobrevivieron dos. No tenía nada, porque con los 100 ducados de salario anual no le daba para sobrevivir. Esta documentación es la única que se ha encontrado de ella, junto con su partida de defunción, fechada cinco días después de esa declaración. También se conservan las cartas con la reina para que agilice los pagos que se demoran, vive sin llegar a fin de mes y le ruega una habitación para ella y sus hijos porque su situación económica es desesperada.

El mismo día de su fallecimiento, a los 54 años, la Accademia di San Luca, en Roma, nombró a Luisa Roldán “Accademica di Merito”. Muy pocos lograron la soltura expresiva con la que iluminó a sus personajes o el movimiento con el que zarandeó sus ropajes de madera. Nadie se atrevió a imaginar y crear una alegoría sobre la soberanía femenina en las artes. Qué bueno que el arcángel Luisa haya sobrevivido más de tres siglos.