Es la pregunta que se intenta responder en la exposición Vampiros. La evolución del mito, disponible en CaixaForum Madrid hasta el siete de junio. En ella se propone un recorrido a través de más de 360 materiales entre los que se encuentran carteles, vídeos e incluso vestuario de una criatura inicialmente fraguada en la literatura y luego popularizada gracias al cine.
Esa es la razón por la que encontramos documentos tan importantes, como el atrezo empleado para Drácula (1992), la película de Francis Ford Coppola, o el guion de Bram Stoker para la primera adaptación de Drácula al teatro. Pero, si hablamos de bases del universo vampírico, no debemos olvidar el que probablemente sea uno de sus pilares más importantes (y responsable de catapultarlo a los círculos literarios): Lord Byron.
La noche del 17 de junio de 1816, en una casa alquilada a orillas del lago Lemán en Suiza, Byron desafió a sus invitados a escribir una historia de miedo. De ahí salieron relatos que cimentaron el terror contemporáneo como El sueño, de Mary Shelley, que trataba sobre un ente construido a partir de cadáveres y que sería clave para una obra posterior: Frankenstein o el moderno Prometeo. Pero no fue la única historia destacada de esa noche.
Lord Byron esbozó una titulada El entierro, en la que un aristócrata de sangre azul acompaña a un joven durante un viaje a Turquía que no acabó demasiado bien para el burgués: falleció en un cementerio, no sin antes prometer que volvería de entre los muertos. Se sustituyó entonces el vampiro floclórico de las epidemias, normalmente relacionado con la figura de un agricultor de aliento fétido y barba de tres días, por el vampiro aristócrata que además era literario y tenía voz seductora.
Desde entonces, asociamos al vampiro con el cuento del viajero extranjero que se aventuraba con un Grand Tour, un recorrido por Europa popularizado a mediados del siglo XVI entre jóvenes aristócratas. El objetivo era parecido al del Erasmus actual: completar la formación, aprender idiomas y, en definitiva, conocer otras culturas. Sin embargo, aquel inocente turista se encontraba con la presencia de un caballero satánico que le llevaba a su perdición.
El relato de Byron lo tenía todo para revolucionar el género de terror, pero hubo un problema: no lo terminó. Fue su médico de cabecera, el doctor John William Polidori, quien reescribió y completó aquel fragmento en poco más de dos mañanas. Todo ello, por supuesto, sin la autorización del autor original. Así nació El vampiro (1819), el cual, a pesar de no partir de una idea original, se convirtió todo un éxito de ventas llegando a superar al Frankenstein de Mary Shelley.
Desde entonces, se sucedieron varias obras sobre el chupasangre, pero la verdadera revolución del mito no llegaría hasta casi medio siglo después. Drácula (1897) de Bram Stoker sentó las bases del vampiro moderno: las estacas, los ajos, su debilidad a los símbolos religiosos... El escritor irlandés supo sintetizar varios temas vampíricos y crear todo un universo con significación propia dentro del género, mezclando además el vampiro del folclore con el byroniano.
El vuelo a la gran pantallaEl vampiro no solo ha mordido el cuello de la literatura, también el del cine. Su sed de sangre siguió alimentándose en el séptimo arte gracias a la adaptación de Nosferatu. Una sinfonía del horror (1922), de F. W. Murnau. El maestro del expresionismo alemán reinterpretó la novela de Stoker sin contar con la autorización de su autor, lo cual acabó con una demanda interpuesta por Florence Balcombe, la viuda del escritor, por infracción de derechos. Pero Prana Film, la productora, encontró la forma de esquivar la sanción: declarándose en quiebra.
A partir de entonces, el vampiro, originario de los confines de la Europa cristiana y rural, se mundializó. Se convirtió en un subgénero de terror y prácticamente cada país contó con su derivado de Drácula adaptado a sus propias leyendas regionales. Todo cambió a partir de los 70, cuando el chupasangre se empezó a desprender de su capa y títulos hereditarios, para convertirse en psicópatas y románticos atormentados.
Ya fuera a través de series como Buffy, cazavampiros o de fenómenos como Crepúsculo, el vampiro pasó de villano a víctima de un mundo contemporáneo que no tiene en cuenta a las minorías. Es lo que también se plantea en True Blood, cuyo tema principal es la complicada integración de los bebedores de sangre en una sociedad que no les acepta.
El espectador ha acabado identificándose con estas criaturas, ya que el nuevo Drácula busca su lugar en el mundo al mismo tiempo que duda de su identidad. Quiere verse en un espejo que no les refleja y, por eso, al comprender sus frustraciones, con el tiempo hemos comprobado que quizá tenga más de humano que de monstruo.