A lo largo de una de las obras mayores del realizador, la célebre Ocho y medio, una joven le dice entre risas al protagonista y álter ego de Fellini: “Mi amiga dice que no sabes hacer una historia de amor”. Partiendo de este dardo del mismo director a su propia obra, se puede plantear si hay historias de amor en el bullicioso cine de Fellini, o si hay una constante exploración de una incapacidad de vivirlas análogo a la supuesta incapacidad de explicarlas.
Porque, por mucho que sus relatos incluyan alegres fanfarrias compuestas por el célebre músico Nino Rota, sus exploraciones sobre romances y seducciones están recorridas por un tono más bien agridulce o abiertamente dramático.
De alguna manera, los primeros filmes de Federico Fellini no se separaban de las narrativas del amor que llevaba a cabo el realismo decimonónico. Aunque pudiesen emerger clowns, tragafuegos, mascletás y bailes diversos, abundaron las mujeres 'malcasadas' o que se dejan llevar por el amor y son castigadas por ello. Guionizado por otro maestro del cine como Michelangelo Antonioni (autor de La aventura o El desierto rojo), un filme como El jeque blanco seguía este esquema: una joven pone en peligro su proyectado matrimonio, tan ordenado como desapasionado, para conocer a un galán de fotonovelas sobre amoríos exóticos. La fuga de ella, y la sacudida del orden patriarcal consiguiente, se resolvía con una vuelta aparente al orden mediante un (triste) pacto de silencio y resignación.
Los retratos femeninos de La strada y Las noches de Cabiria todavía mantenían algo del neorrealismo de posguerra y sus miserias materiales. Las protagonistas de los dos filmes, ambas encarnadas por Massina, son mujeres que sufren en un mundo patriarcal que les exige que ocupen su lugar al lado, o detrás, de un hombre. A ser posible, disponiendo además de un certificado matrimonial.
Cabiria es el seudónimo de una prostituta robada por cada hombre que supone que se le acerca bajo pretextos amorosos. La protagonista parece salir mejor parada de sus intercambios de sexo y dinero que cuando intenta acercarse al espejismo romántico.
Quizá el momento más desolador de la película es uno en el que las esperanzas románticas se visualizan, literalmente, como una ilusión. Un mago convoca al escenario a la protagonista. Hipnotizándola, la traslada a un sueño feliz donde tiene lo que desea: más allá de la estabilidad y autosuficiencia económica, le falta el amar y ser amada. Cabiria se despierta del sueño de un amor entre las carcajadas humillantes del público presente en el teatro.
El retrato femenino puede partir del paternalismo, pero tiene algún componente parcialmente disruptivo (la mujer está mucho mejor sin pareja y con su amiga que acompañada por amantes estafadores) y Massina lo humaniza mediante su trabajo interpretativo. Con todo, Fellini no agota ese camino posible que parece intuir: que el amor romántico es una construcción ilusoria para todos y no solo para esa prostituta estigmatizada que lucha por su soberanía individual pero que la cede (junto con su dinero) cuando entra en liza la posibilidad de lo que entiende como el único final feliz posible: el casamiento.
Por supuesto, los hombres también sufren en los primeros largometrajes de Fellini. Lo hace el angustiado prometido de El jeque blanco, incluso el ridículo actor (interpretado por el cómico Alberto Sordi) cuyo personaje da título a la película. Lo hace, también, el lacónico Moraldo de Los inútiles, que acaba escapando de un entorno viciado poblado por jóvenes desnortados que intentan demorar el salto a la vida adulta… y huir, a través de un cierto escapismo hedonista, de la falta de expectativas real que ofrecía la Italia de posguerra en la que el autor maduró.
En la misma Los inútiles, Fausto es un niño grande y un seductor temerario que es advertido repetidamente de las consecuencias que pueden tener sus flirteos. El hecho de que la película tenga una cierta inspiración autobiográfica facilita que la narración oscile entre lo autocrítico y la apología de sí mismo. Fausto podría ser un sosías del mismo Fellini y un representante de una figura que este abordará repetidamente en su cine de madurez: el seductor insatisfecho cuando no consigue encamarse con las mujeres que desea... e insatisfecho también cuando lo consigue. La capacidad de los hombres para decidir por sí mismos y por sus esposas o familiares en la Italia del momento acababa viéndose como algo por lo que autocompadecerse: personajes como Fausto se lamentan porque su sexualidad-torrente les empuja a decisiones erróneas, sin cuestionar el estado de las cosas ni pensar en compartir su poder.
Ocho y medio podría emplearse como una especie de bisagra. A partir de esa maravillosa metaficción sobre el bloqueo creativo y las angustias del mismo autor, su cine deviene más barroco. A la vez, sus miradas a la seducción están cada vez más saturadas de material onírico que resulta interesante porque difumina fronteras y acentúa contradicciones. El Fellini de mentira interpretado por Marcello Mastroianni en aquel filme tiene sueños vergonzantes donde se entremezcla el dardo autocrítico con el apósito autocompasivo: llega a imaginarse como amo de un harén de amantes que le sirven. El protagonista ya no solo sufre riñas como el Fausto de Los inútiles, sino que está íntimamente atormentado por pesadillas y recuerdos.
No resulta extraño que, ya en los años setenta, el autor erigiese un monumento estético a un libertino polifacético y mitificado. El proceso creativo de Casanova volvió a explorar el ramillete de contradicciones habitual en las miradas fellinianas al amor y la seducción. El proyecto iba a suponer una demolición del personaje. El autor le consideraba pura “fachada” y quería filmar “un retrato de su vacío”. No obstante, Casanova tenía algo del mismo cineasta, que quizá terminó viendo en él algunas de sus propias vergüenzas en forma de traiciones de confianza y seducciones compulsivas. Así que el resultado acabó transmitiendo (con más crudeza) la mezcla de culpas y disculpas que salpimentaba Ocho y medio. Y el protagonista quedó retratado como un adicto a quien compadecer.
La ciudad de las mujeres fue un ejemplo tardío de las fricciones del androcentrismo felliniano con sus intentos de autocrítica compasiva. El proyecto, estéticamente sugerente y artificioso como Casanova, podría entenderse como un furibundo ataque a los cambios sociales, superficialmente asimilable con obras contemporáneas como la pobrísima comedia franquistoide Y al tercer año… resucitó. El italiano parecía representar la segunda ola feminista como un camino de griterío que conduce a una distopía posapocalíptica de mujeres castradoras que apalizan y ametrallan.
En realidad, la lectura de la obra está enrarecida por el habitual juego de espejos, por un dispositivo que hace difícil saber si el machismo implícito es broma o verdad. Fellini volvió a contar de nuevo con Mastroianni, su álter ego en Ocho y medio, y puso en boca de las mujeres de la ficción algunas críticas que aludían a sus propias películas.
El protagonista es una figura más bien autoparódica. Y el filme incluye una feroz ridiculización de los sueños seductores mediante la figura de un hombre que vive entre un museo visual y sonoro de sus miles de conquistas sexuales. En realidad, esta misma ridiculización podía resultar tranquilizadora: ante ese exceso, la deshonestidad de los engaños a pequeña escala podían resultar más asumibles.
Ante la colisión de tantos elementos en fricción y al borde del descarrilamiento, el realizador que parecía desear ser niño de nuevo volvió a optar por una huida onírica de ecos infantiles (y con connotaciones sexuales): elevarse en un globo para escapar de todo ello. De la complicación de sentir deseos que generan culpabilidad, que dificultan la convivencia, que chocan con la doctrina de la religión católica. Ambos, al final, solo eran fragmentos de una pesadilla de conflictividad de la que los hombres podían escapar despertándose y volviendo al (androcéntrico) mundo real. Las mujeres lo tenían más difícil: como se había planteado en Las noches de Cabiria, acercarse al orden socialmente establecido no tiene porqué derivar en un final feliz.