Han pasado siete años desde El renacido y, en este tiempo, Iñárritu ha echado la vista atrás y le ha entrado cargo de conciencia por abandonar su país e irse a aquel que los mira por encima del hombro. Se siente un director en tierra de nadie, ya no es 100% mexicano y nunca será 100% estadounidense. Ha decidido plasmar todo ese dolor en su película más personal, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, su primer filme en México desde Amores perros. Lo ha producido con Netflix, e intenta hablar de su relación con un país que más que un lugar físico es, para él, un estado mental. Este viernes llega a salas y estará en ellas de forma exclusiva 45 días hasta que se cargue en la plataforma, un récord que no había logrado ni Scorsese con El irlandés.
El director define su película como “autoparódica” y tiene claro que el origen de todo fue pensar en esos 21 años que ha estado fuera de su país. “Se me empezaron a revolver una serie de reflexiones, sentimientos, sueños, miedos, preguntas y me pareció algo importante para mí el poder poner en orden y poder analizar cosas que nunca me había parado a reflexionar y que son para mí importantes. Compartirlas desde una especie de rescate de la memoria personal y de la memoria colectiva de un país al que dejé. Sí que fue un acto necesario para mí, catártico”, explica el director sobre el origen del filme que se presentó con reacciones polarizadas en el pasado Festival de Venecia.
Recurre, como muchos compañeros recientemente, a la autoficción. En este caso, su alter ego se llama Silverio —un excelente Daniel Giménez Cacho—, un periodista que saltó a la dirección de documentales y que vuelve a México para recibir un premio décadas después de emigrar a EEUU. Las conexiones no acaban ahí: igual que el propio Iñárritu, su personaje vive marcado por la muerte de un hijo recién nacido. No cree que el recurso de la autoficción sea algo masculino, y pone el ejemplo de Joanna Hogg, aunque sea la única mujer que se le viene a la mente en una lista en la que rápidamente salen los nombres de Paolo Sorrentino, Kenneth Branagh, Steven Spielberg, Pedro Almodóvar o su compatriota Alfonso Cuarón.
Para él, el cine es el único arte en el que hablar de uno mismo está mal visto. “Creo que en la literatura está muy celebrado, se celebran mucho las memorias. En la pintura la tradición casi obliga a hacerte un autorretrato, pero en el cine creo que se acusa. Me parece que es importante no censurar, no desacreditar esa parte, porque me parece que el mejor regalo que puedes brindar cuando haces algo es hablar de lo que te ha pasado, ahí puedes ser mucho más honesto. Si tú cuentas tu vida, esa mirada es única. Y eso es lo que realmente creo que puedes regalar al mundo desde el conocimiento, desde la experiencia, desde lo personal. Censurar o desacreditar eso me parece peligroso para las nuevas generaciones”, opina.
Un tipo de cine que también llega “con una edad” y que tiene que ver con “una sensación de poner las cosas en orden”, una sensación que el director cree que se ha acentuado con la pandemia. No se acuerda de su niñez, pero sí de las “sensaciones y dudas” que tenía, y esas las ha usado para reconstruir una etapa de su vida que es importante para él, que quiere entender y que le ha dado pistas para entender su “manera de pensar y de ver el mundo”. Uno de los temas importantes para Iñárritu era “el desplazamiento, la identidad rota”, y recuerda que se le ha acusado de “hacerlo desde el privilegio". “Más allá del éxito y el fracaso de la aventura, todos los que emigramos compartimos esta sensación de desasosiego, y haberlo tratado de poner en cine con imágenes, que es lo único que sé hacer en mi vida, me llena de satisfacción. Esa es la verdad”, zanja.
Su descripción de México se basa en sensaciones y sentimientos, más que en recreaciones fidedignas. Quiere así describir “ese prisma de locura, de guacamole que es el país. México es un mosaico de contradicciones, de belleza, de comida, de música, de vitalidad, de color, y de muerte y de impunidad. De violencia y de narcotráfico. De invasión ideológica colonial. Un país complejo, conquistado, mestizo, clasista, gastronómico, artístico, vital… México es un estado mental muy cabrón. Es uno de los países más ricos y complejos. Un país que no lo puedes abordar fácilmente, no hay una conclusión y además está en total transformación. Es un país con mucha juventud y que está en un cambio constante, una evolución e involución casi al mismo tiempo. Es como una tuerca que está rozándose todo el rato. Entonces eso me encanta y me asusta mucho. Es casi indescriptible. Creo que trato de exponerlo de alguna forma en la película, en donde hay ese retrato de una ciudad en donde todo puede pasar y todo convive, desde una fiesta como la del California Dancing Club, hasta la desolación y lo que se siente en las sombras, que las sientes en las calles. Eso es un poco lo que quise plasmar, como sueño o pesadilla, lo que siento por mi país”.
Tras su paso por Venecia, las críticas estuvieron divididas entre los que consideraban que era una obra maestra y los que creían que era un ejercicio ególatra más pendiente de la forma que del fondo. Algunos comentarios atacaron de forma personal al director, que contraatacó diciendo que eran manifestaciones racistas. Iñárritu no se posiciona contra la crítica, la califica como “importante” y cree que debe existir. Considera, además, que “la indiferencia para un cineasta es el peor de los castigos y una película que gusta a todo el mundo es sospechosa”, pero también tiene claro que lo que no comparte es “la desacreditación o el ataque personal”. “¿Desde dónde puedes construir un argumento?, ¿desde la autoridad con un ataque personal o suponiendo la intención de la obra?”, se pregunta el mexicano.
Esos ataques personales pueden, considera, “crear la posibilidad a los jóvenes cineastas de que tengan un miedo de poder expresar personalmente lo que sienten”. “Esta película no reafirma las convenciones, las rompe, y eso siempre incomoda e irrita, y lo entiendo. Está bien que sea provocador, que sea incómodo A veces el cine debe ser así también, no solamente un contenido, un producto de consumo cómodo, entendible. Está bien que sea incómodo, incluso que sea aburrido también. Eso hay que permitírselo al cine”, asegura.
Desde hace cuatro películas no lee las críticas. No hace sus obras para la crítica, sino “por una razón personal y para el público”. Lo hace “por salud mental” y porque es importante para mantener intacto su “espacio de creación”. Las críticas a Bardo creen que son más por una cuestión sobre las intenciones del filme que por la película en sí: “Eso me parece que no tiene cabida y me parece un riesgo en general el ejercicio de la crítica, porque es como una amputación en donde todos podemos salir lisiados culturalmente si no nos atrevemos a hablar desde donde sabemos, desde nuestra persona, porque entonces empezamos a hacer productos de encargo, de adaptaciones, de novelas o de cosas. En lo que hacemos hay un riesgo muy alto implícito, no hay recetas”. Siempre supo que Bardo era un riesgo, y no la hizo para “recibir aplausos”, sino porque necesitaba contar su historia como emigrado que sigue sin encontrar su lugar.