Aquel septiembre del 36, los milicianos registraron durante cuatro horas la última casa del generalísimo y se llevaron un juego de ajedrez, libros, planos, correspondencia, dos baúles con espadas, fajines del entonces comandante, cascos de metal, varios retratos (entre ellos uno de Franco como director de la Academia Militar de Zaragoza), una máscara antigás, un tren eléctrico y varios budas de porcelana, entre otros enseres. La mayoría de estos fueron trasladados a la Dirección General de Seguridad de la República, en la calle de Víctor Hugo. Durante el saqueo llegó otra camioneta, que traía otros milicianos de la “Brigada del Amanecer”, las milicias populares de investigación dirigidas por Agapito García Atadell. Estos se hicieron con unos “siete u ocho” colchones y la ropa de cama para el hospital de campaña que habían montado en una iglesia del paseo de las Delicias.
Años después, a los pocos días de invadir Madrid las fuerzas rebeldes, al menos tres funcionarios de la franquista Comisaría Central del Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional (SDPAN) se centraron durante cuatro meses en una tarea mayúscula: encontrar la cama de Francisco Franco. Había desaparecido junto con el resto de muebles que formaban parte del domicilio. En ningún caso los agentes de este servicio realizaron una operación tan ambiciosa para encontrar a los propietarios de los bienes de los republicanos represaliados, que repartieron entre quienes juraron por su honor y por Dios que eran sus legítimos dueños.
Las pesquisas protagonizadas por Javier Gómez Acebo arrancaron en mayo de 1939 y terminaron en agosto de ese mismo año. Se conservan casi treinta expedientes en los que los agentes franquistas cuentan los avances de su investigación. La lectura de estos informes recuerda al trasunto de una novela de intriga, en la que no faltan interrogatorios, delaciones y también torturas. Se suceden encuentros con condenados a muerte, presos políticos en campos de concentración y cárceles urbanas, preguntas a porteras y porteros, panaderos, directores de escuela, embajadores, empleados de banca... Gómez Acebo y sus compañeros fueron minuciosos en seguir hasta el final las pistas y rumores de portal que los hacían cruzar la ciudad varias veces al día.
No descartaron ni una fuente ni una información. A finales de marzo, la portera del número 16 de Jorge Juan cuenta a Gómez Acebo que escuchó una conversación entre un tal Litman y la marquesa de Arévalo. Él aseguraba conocer dónde estaba la vajilla de Franco. Se encontraba depositada en un banco, pero no dijo cuál. “A este señor le he dejado una nota encareciéndole mucho me llame esta noche a mi domicilio, para aclarar este punto”, informa en su versión más amable. No fue hasta finales de junio cuando logró entrar en contacto con Carlos Litman, representante de los Países Bajos en Madrid.
Litman le contó a Gómez Acebo que se enteró de la existencia de la vajilla en una reunión con amigos. Uno de ellos trabajaba en el Banco Anglo Sudamericano, un tal Wisme, y en aquel almuerzo se hizo notar con la ubicación de la plata del golpista. “Pero no precisó más”. Al día siguiente, el agente se presentó en la oficina del banco y preguntó por el empleado. Wisme mostró a Gómez Acebo los registros: el 16 de marzo de 1936, Franco entregó en dicho banco un baúl de mimbre con la vajilla de plata y una escribanía. El entonces comandante ponía a salvo algunos bienes antes de llevar a España a la guerra. Las fechas no coinciden con la llegada del general a Canarias, donde se supone que estaba desde el 13 de marzo.
El 30 de julio, a los pocos días del comienzo de la contienda, llegaron al banco varios militares republicanos para investigar si había documentos en el banco de “algunos de los principales jefes del Movimiento Nacional y entre ellos, naturalmente, el generalísimo”, escribió Gómez Acebo en el informe. Revisaron el baúl, no encontraron nada y lo dejaron en el banco. Allí seguía. Ni después de la entrada de las tropas rebeldes en Madrid los Franco se habían preocupado por los objetos que desde hacía meses buscaba el funcionario.
En los primeros informes de la persecución, los agentes se mostraban satisfechos por sus labores cuando hallaron unos budas de porcelana y un trenecito eléctrico. Otra jornada entran en un local de la calle Serrano, donde había varias dependencias repletas de objetos incautados. Una de las habitaciones estaba abarrotada de máquinas de escribir, “procedentes de robos hechos por los rojos”, escribió en el informe Gómez Acebo que preguntó al encargado por la máquina de escribir del generalísimo. El responsable de aquel almacén debió de reclamarles la marca y el número de bastidor para buscarla. “No pudimos contestar por desconocer este detalle, que en su día nos podrá aclarar un miembro de la familia”, apuntó el agente, que no dejó escapar ni una pista.
Para reconocer los bienes saqueados y dispersados mientras peinaban la ciudad, de arriba abajo, recurrieron a las trabajadoras que habían atendido en el pasado a la familia. Así llegaron a un hotel ubicado en la calle José Abascal 47 y 49, donde al parecer llegaron varios enseres. Lo averigua porque interroga a un detenido en una de las cárceles de la ciudad, condenado a muerte. Entre ellos, los cuadros. “La doncella del generalísimo los reconoció como propiedad de los señores de Franco”, escribió el funcionario Félix Martín Sánchez, que retiró ocho pinturas. En la decoración de la casa del dictador había, según la descripción de los agentes, lienzos con una santa Teresa, un santo con una calavera, un niño Jesús, un par de batallas con caballos y un retrato de la Reina Victoria. Con la doncella también visitaron el Jai-Alai para comprobar si estaban los muebles del generalísimo. El frontón se usó como almacén y expositor de los bienes incautados, que perdió la población republicana. Pero allí la mujer “no reconoció nada como propiedad del mencionado señor”.
Al hotelito regresaron varias veces hasta que descubrieron un armario y la biblioteca del caudillo. Una de sus aficiones era visitar el Rastro en busca de antigüedades, como cuenta Paul Preston en Franco, caudillo de España (2002). Pero seguían sin encontrar el mobiliario y, sobre todo, el lecho donde yacía el matrimonio.
El relato salta de cárcel en cárcel en busca de información. A veces llegaban tarde a sus testigos. Ya habían sido fusilados. Uno de los presos interrogados fue el vecino de enfrente de los Franco, el doctor Miguel Aranda Guijarro. Se encontraba detenido en la cárcel de san Antón porque fue acusado de ser “un antiguo socio de izquierda republicana y que, por tanto, tuvo vara alta durante la guerra”... El doctor declaró que recordaba cómo en el momento en que los milicianos retiraban los enseres del piso, una mujer que pasaba por la calle se fijó en un álbum de fotografías que portaba uno de ellos. Este, al notarlo, le preguntó: “¿Te gusta? Pues quédatelo. Sin dejar rastro de aquella mujer, que tenía aspecto artesano”, contó Javier Gómez Acebo en el informe. Aprovechó su investigación para sospechar del resto del vecindario: “La criada de los señores Golfín, muy pintada, y de costumbres muy libres, tuvo relación íntima con muchos de los milicianos y requiere una investigación cerca de ella”.
Un día los vemos en el Museo Arqueológico Nacional, donde Félix acudió acompañado con el señor Crossa, “que conoce bien los muebles del generalísimo”. Acceden a las salas y describe un museo colmado de objetos incautados. Hay tal cantidad que no pueden reconocer nada y se marchan. Por la tarde interroga a un detenido en la prisión de la calle Hortaleza, que le dice que varios camiones cargados de muebles y la mayoría muy buenos, marcharon para Valencia y Barcelona. “Puede ser que entre ellos fuera la cama”, avanza como hipótesis Félix Martínez. “Por lo que parece, sería necesario hacer un viaje a Valencia para poner en claro lo de la cama del generalísimo”, escriben. No pusieron reparos ni escatimaron recursos en la búsqueda interminable de la cama perdida.
En la cárcel de Conde de Torneo interrogaron a Jesús Luque López, de la brigada de Atadell. “He encontrado una resistencia pasiva bastante acentuada y sólo he podido conseguir algunos datos de los cuales haré uso seguidamente y me propongo pasado mañana continuar el interrogatorio hasta agotar las medidas de su habilidad y, a continuación, si estas fallan, las de fuerza”. Es la primera vez que Javier Gómez Acebo reconoce que usará las torturas para descubrir la información que necesita, a pesar de que este hombre le aseguró que él no tomó parte en el saqueo. Unos días más tarde, a mediados de junio de 1936, volvió a la cárcel: “Tengo absoluta convicción de que este preso oculta en sus declaraciones mucho de lo que sabe y será preciso la semana que viene recurrir a procedimientos más duros hasta que se decida a hablar”, señaló el funcionario.
Entrevistó a otro preso y repitió la conclusión: “Este elemento necesita que se le aplique sistema de investigación más hábiles o más contundente” [SIC]. Entonces Gómez Acebo recurrió a la Policía Militar para que sometieran a sus fuentes. Le presentaron al teniente Revuelta, “especializado en interrogatorios difíciles”. El tal Revuelta se iba a encargar del trabajo sucio para averiguar dónde estaba la cama de Franco.
Entonces descubren a Herminio Fernández y Fernández, capitán del Servicio de Información Militar (SIM), que estuvo al frente de la camioneta que llegó primero al piso franco. Herminio se encontraba prisionero en el campo de concentración de Orihuela (Alicante), ubicado en el seminario de San Miguel, y hasta allí se desplazaron para interrogarle. Del interrogatorio sacó la “impresión absolutamente comprobada de la culpabilidad de este sujeto”. Habló con Revuelta para que usara sus métodos. Revuelta se entregó a fondo en su cometido de torturador y en el amplio informe que redacta tras la paliza al preso le explicó a Gómez Acebo que el interrogado ya había dicho todo lo que tenía que decir. “Y que cuanto ha dicho parece ser verdad”, le señaló Revuelta al investigador de rumores.
¿Qué dijo en su declaración Herminio? Que llevaron los objetos a la Dirección General de Seguridad, que mientras realizaban su registro llegó la otra camioneta, se llevaron los colchones y uno de ellos agarró una chilaba verde, se la caló y dijo: “Ahora presumirás de que has matado a un moro en el frente”. Pero los muebles se quedaron en la casa.
El verano de 1939 iba a terminar y no tenían la dichosa cama. Nunca los agentes del Servicio de Protección del Patrimonio se habían empeñado de aquella manera en restituir a los legítimos dueños de las piezas. Durante años consintieron y permitieron que falsos propietarios se llevaran los bienes incautados durante la República, para preservarlos de su destrucción. Hubo quienes como Luis Ortiz, mano derecha del Ministro de Educación, tuvieron el permiso de cargar los camiones con bienes que no les pertenecían para decorar el Instituto Ramíro de Maeztu y su residencia.
Gómez Acebo decidió una mañana que debía arrestar a la portera de la casa en la que vivió el generalísimo. Cometió el delito de quedarse con una cuna con un niño Jesús y un candelabro de cerámica de Talavera, con un contador de electricidad. Ambos propiedad de Franco. “Es culpable de haber tenido esos objetos sin entregar a la autoridad, lo que prueba su mala fe o actuación dudosa. Es por tanto preciso aplicarla un correctivo y someterla a un interrogatorio concienzudo, pues debe saber mucho del asunto que se trata”. Gómez Acebo estaba alterado. Y llega el 28 de agosto y redacta el último informe que se conserva de este asunto. No se da por derrotado, pero dejamos de tener noticias de la búsqueda que nunca terminó.
Porque a los Franco ya no parecía interesarles su vida anterior a la Guerra Civil. En octubre abandonan Burgos para alojarse en el Castillo de Viñuelas (en el parque regional de la Cuenca Alta del Manzanares, en Madrid), donde estuvieron hasta marzo de 1940, mientras finalizaban las reformas en el Palacio de El Pardo. Los Franco decidieron decorar sus nuevas viviendas con obras depositadas en los almacenes que controla el Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional: entre el 10 y el 18 de octubre de 1939, este servicio procedió a la entrega de un importante lote de muebles, cubertería y objetos de todo tipo. No faltaron obras de arte y 123 piezas salieron en camiones desde el Museo del Prado con destino a Viñuelas.
Cuando los Franco se trasladan al Pardo, nueva operación de decoración con bienes artísticos de las colecciones reales de todos los españoles. Las joyas de Patrimonio Nacional, que estaban depositadas en el frontón Jai-Alai, en el Museo de Arte Moderno y en el Museo Arqueológico Nacional, vuelan hacia El Pardo. Centenares de obras artísticas y decorativas cruzaron la ciudad en su camino hacia las afueras, en El Pardo, de donde una parte había salido durante la Guerra Civil. La otra parte pertenecía al Palacio Real y, también, al Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Hay una amplia documentación de este trasiego de obras de arte por las carreteras madrileñas, pero no existen documentos que acrediten la entrega de piezas en el Pazo de Meirás (La Coruña, Galicia), ni en el Canto del Pico, en Torrelodones (Madrid).
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