En uno de aquellos garitos la volví a encontrar. Hacía poco más de dos años que lo dejamos y en cuanto la vi, tras la barra, se me empezó a empañar el estómago. Se había teñido de rubia y había cambiado de nombre. Ahora se hacía llamar Penélope, como la canción de Serrat que tanto le gustaba. Apenas tenía dientes en la boca y sus pupilas eran alfileres que se le clavaban al fondo de los ojos. Sólo conservaba el esqueleto, un bastidor afilado donde tiempo atrás lucía la plenitud de la carne. La belleza siempre fue una cuestión de huesos, pensé. Cuando me sirvió la cerveza me fijé en sus manos, en la picadura y en su recorrido trazado en vena; el estigma de un tiempo. Los 80. El caballo, el jaco, la puta heroína que había roto nuestra relación; una historia de amor que empezó una tarde de verano en un concierto de Serrat en el Parque de Atracciones. Cervezas y canutos en el camino de nuestras bocas, ese fue el principio. Una jeringuilla crujiendo bajo mis suelas, ese fue el final.
Por si quedase alguna duda, me acerqué hasta la gramola. Eché una moneda de cinco pavos y pulsé la de No hago otra cosa que pensar en ti. Entonces ella salió de la barra para bailarla conmigo. Cuando terminó la canción nos besamos, y puedo confesar que besar aquella boca fue lo más parecido a memorizar un poema lleno de erratas. Me pidió subir con ella al reservado y yo le dije que se me había hecho tarde para seguir perdiendo el tiempo en tantos recuerdos. Cuando iba saliendo por la puerta, alguien volvió a echar monedas en la gramola, a repetir aquella canción que habla de musas y de abandono, y también de una niña que iba en bicicleta.
Ahora que Serrat se ha retirado de los escenarios y que yo he conseguido dejar de fumar, me vienen estas cosas a la cabeza. Son como golpes de tos. Historias de cuando perdía mi tiempo haciendo literatura sin ponerme a escribir; historias donde al final acababa perdiéndome en los ojos de una mujer que siempre se llamó Penélope.