Sin embargo, lo que Cantando bajo la lluvia no contó es lo que ocurría realmente entre bambalinas en una industria que movía muchísimo dinero y que había convertido a sus protagonistas en auténticas celebridades. No hay ni rastro de droga en aquella película, ni de las condiciones leoninas de los trabajadores de las grandes producciones. Tampoco había inmigrantes en busca del falso sueño americano, explotados mientras creían que habría un hueco para ellos.
Damien Chazelle, especialista en contar la cara perversa de ese sueño y de Hollywood —como hizo en otro musical, La La Land— ofrece ahora el reverso oscuro de Cantando bajo la lluvia con Babylon, un filme que toma la misma excusa argumental, el paso del mudo al sonoro y la adaptación de sus estrellas, para mirar de una forma completamente diferente. Podría decirse que la protagonista de esta película, esa Margot Robbie electrizante, llena de energía y carisma que merece una nominación al Oscar, podría ser la Lina de Cantando bajo la lluvia. Una actriz incapaz de refinarse, solo que aquí no es la villana y esnifa por su nariz kilos y kilos de cocaína.
Babylon es una película salvaje, excesiva —desde su duración de tres horas—, pero personal y divertídisima. Una propuesta que sabe que va a dividir y no le importa. Un despiporre lleno de fiestas, exceso y droga que mira directamente al clásico de Donen —al que referencia de forma directa— y lo completa sin refutarlo. Es una obra tan ambiciosa que es consciente de su propia imperfección y la abraza para ir sin freno. Una fiesta espídica y desenfrenada. Un cine que cuesta ver en una industria dominada por secuelas, franquicias y remakes.
Su propuesta es evidente desde la primera escena. Si en La La Land Damien Chazelle dejaba claro el tono de su musical, aquí hace lo mismo desde un polo radicalmente opuesto. Lo primero que vemos es el culo de un elefante defecando en la cámara y en el protagonista, Manny, un emigrante mexicano que trabaja de chico de los recados de una productora y dispuesto a todo para formar parte de ese Hollywood que comenzaba a configurarse.
La metáfora es fácil y funciona. Hollywood te cubre de mierda, y más cuando eres latino o una minoría, porque aquí todas las minorías étnicas (y sexuales) son pisoteadas. Babylon realiza una critica sin ambages a una industria que pisoteó a latinos, asiáticos y negros para defender a las estrellas blancas como las que interpretan Margot Robbie y un divertidísimo Brad Pitt, al que se le da muy bien reírse de sí mismo y de su estatus de estrella. Lo hace a través de la historia de varios de ellos. La excesiva ambición de Chazelle para trazar un arco para cada uno de ellos hace que sus historias no estén compensadas. Uno quisiera saber más de ese trompetista negro, pero solo la escena en la que le piden que se cubra de betún porque no es lo suficientemente negro compensa el desequilibrio. Lo mismo pasa con la estrella asiática (y lesbiana) que solo sirve para ambientar las fiestas. Entre ellos destaca un Diego Calva que es todo un descubrimiento y al que Chazelle deja espacio para que hable en español, algo que debería ser normal y que sigue sonando arriesgado en una producción que ha costado en torno a 80 millones de dólares.
Lo que Babylon confirma es el talento del director para componer set pieces espectaculares, que dejan con la boca abierta. Cada escena del filme es un derroche de diseño de producción, fotografía y, sobre todo, su virtuosa puesta en escena, llena de nervio y frenética. Planos largos, grúas imposibles, travellings kilométricos… un gusto por el derroche que siempre pega bien en sus películas, y especialmente en esta, una película que parece poseída e impregnada de alguna sustancia ilegal. Un filme lúbrico y juguetón que sabe que siempre está al borde del abismo pero al que le da igual caer. Especial mención a la banda sonora de Justin Hurwitz, habitual colaborador de Chazelle que vuelve a ofrecer una partitura tan omnipresente como llena de sentido.
La presentación de Babylon es fascinante, una fiesta de un Hollywood carente de cualquier moral donde las mujeres y los hombres se pasean desnudos, donde hay un cuarto solo para la cocaína y donde hay hasta un elefante para ambientar la fiesta. Todos los personajes se encuentran allí por primera vez —la presentación de Pitt hablando en italiano es hilarante—, y a partir de ahí desarrolla la historia de auge y caída de sus dos protagonistas, el latino con aspiraciones y la estrella del mudo al que el sonoro no sienta bien. Chazelle consigue varias escenas para el recuerdo, como ese primer rodaje de una película épica en un momento donde todo se realizaba desde la artesanía y donde hay hasta muertos. Todo con una mala leche que hace que el filme se emparente con El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese. O la primera escena que graba Margot Robbie en el cine sonoro, que se las apaña para ser un fiel retrato de esa transición jugando a la comedia loca y física que provoca carcajadas.
Aunque Babylon saque la cara sucia y corrompida de Hollywood, no puede evitar ser también un homenaje al cine, y a un cine que es el que ella misma representa, un cine grande, adulto, fuera de franquicias. Un cine que los estudios producían y la gente consumía. A esas películas les dedica su emocionante final que conviene no desvelar. Solo decir que Chazelle se saca de la manga un torbellino de imágenes que rompen la fidelidad histórica y la cronología de su historia para desplegar su propia carta de amor al cine en un momento mágico, sorprendente y emocionante. Babylon dividirá a la crítica y al público, pero ojalá muchos más cineastas como Damien Chazelle, dispuestos a ir siempre hasta el final con sus propuestas.