Fuego fatuo parece la respuesta adulta, provocadora y lúbrica a los cuentos de princesas. Lo que hace João Pedro Rodrigues, uno de los cineastas más interesantes de los últimos años, es construir una distopía para crear una versión adulta de las historias que se cuentan a los niños. Esta no es para los más pequeños. Como en todo el cine del portugués hay mucho erotismo, mucho sexo, alguna escena explícita y mucho dardo político al racismo, al colonialismo, a las monarquías y a las políticas negacionistas del cambio climático.
Una deliciosa fantasía musical queer que coloca su acción en 2069, cuando el rey de Portugal (que en la vida real no tiene monarquía desde hace más de 100 años) muere y recuerda cómo en 2011 desafió al orden establecido en la casa real diciendo que quería ser bombero. El joven heredero acude a formarse a la academia y allí surge el amor con un bombero negro y provocador. Un heredero real teniendo sexo en un bosque, a ritmo de un fado racista y poniendo patas arriba el sistema. Como le dicen en un momento al personaje, “suena muy republicano”. Si las películas de princesas Disney tienen números musicales aquí también los hay, y entre la pareja de amantes hay un número de baile sensual en medio de la academia de bomberos que saca todo lo homoerótico de una profesión asociada a la masculinidad, que el director convierte en símbolo gay.
João Pedro Rodrigues cuenta que la idea de imaginar un futuro donde la monarquía siguiera presente en su país llegó en la sala de espera de un dentista. Allí estaban apiladas todas las revistas del corazón y los nietos y bisnietos de los últimos reyes seguían en sus páginas. “Me pareció interesante y pensé, '¿pero por qué la gente está interesada en esto, por qué nos hace ilusión mirar estas cosas, ver vidas que son como una ficción?'. No quería que fuera una película contra ellos, pero sí me hizo pensar en cómo la gente quiere mostrarse a los demás. Cómo las personas crean sus propias ficciones para poder conectar con los otros. La gente crea sus propios personajes, que son una mezcla entre lo real y la fantasía. En aquellas revistas era todo fantasía, así que me puse a imaginar una hipotética familia real”.
No son solo ellos los que crean una máscara, sino que para el director “todos tenemos que crear un personaje de alguna forma para vivir en esta sociedad”. Algo que se ha “intensificado con toda la tecnología, que ha cambiado por completo la forma en cómo nos relacionamos los unos con los otros”. La Familia Real de esta monarquía es consciente de que les miran, todo es un teatrillo que hacen para la audiencia. Hablan al espectador, cierran las puertas como si fuera un telón y despliegan un clasismo y un racismo que se acentúa con los cuadros que cuelgan detrás, herencia de un pasado colonial del país que Rodrigues ha querido subrayar: “Todo el pasado colonial fue hecho por esta gente, eran quien gobernaba, y ese cuadro representa todo ello. Es un cuadro real y lo reproducimos a tamaño real. Es una especie símbolo de ese pasado colonial portugués”.
Portugal es un país vinculado al fuego. Su historia está marcada por los incendios. El de 1988 en Lisboa sigue presente en la memoria de sus ciudadanos y sus heridas se ven en la ciudad. Por eso no es una casualidad que João Pedro Rodrigues escriba un protagonista que sea un príncipe iconoclasta con deseos de bombero. Su fantasía distópica tiene un mensaje ecologista, pero también una crítica hacia un país que, a pesar de estar marcado por la tragedia de los incendios, sigue descuidando las políticas forestales: “Sí que es una forma de flagelar a Portugal, pero sobre todo por la política de deforestación que está completamente abandonada. Hay muchos incendios en el país, pero sigue abandonada. Los bosques solo los cuida la gente que se dedica a ellos con sus propios medios”. Su película, dentro de su ironía y mala leche, quiere también gritar que las cosas tienen que cambiar: “No podemos continuar haciendo lo mismo que hicimos después de la revolución industrial. El mundo se va a terminar si no cambian las cosas. Yo creo que nosotros estamos viviendo cosas que han hecho que cambie la conciencia”.
El cine de Rodrigues siempre tiene algo en común, y es que el deseo está presente en todo. Para él, “el deseo de contar historias ya tiene algo que ver con el deseo de dos personas que se encuentran”. “Nosotros socializamos deseándonos. Ahora nos deseamos de una forma un poco rara y distinta, a través de cosas que no son físicas que yo no entiendo porque me hace falta ese contacto”, dice y subraya que nunca tuvo un interés de rodar desnudos o escenas de sexo. “Nunca quise hacer un cine polémico, sino ser honesto conmigo mismo y contar historias que me son cercanas en ese momento de mi vida y hacer siempre unas películas distintas unas de las otras, no enfermar en una especie de manera confortable de hacer cine. Cuestionarme”.
Rechaza la figura del coordinador de intimidad. Nunca lo ha tenido y explica que la clave es que él siempre ha entendido esas escenas como algo “coreografiado” donde todo está hablado con los actores previamente. “Yo la forma que tengo de dirigir es muy precisa, los gestos son importantes para mí. Hay un erotismo en el propio gesto. El erotismo no es solo mostrar un pene o una vagina, el erotismo está en una mano, eso puede ser la cosa más erótica”, zanja.
Siempre se le coloca la etiqueta de referente del cine queer, y recuerda que cuando empezó no pensó en hacer lo que “entonces se llamaba cine gay y lésbico”, pero sus historias son las que están cerca de su experiencia. “Yo soy homosexual, así que me parece natural contar historias que me son cercanas y cada película mía representa la forma en la que miraba al mundo en ese momento de mi vida, así que por eso no rechazo esa etiqueta, porque además voy a festivales de cine queer, pero sí que creo que el cine es una cosa más general y que es torpe poner etiquetas”, opina.
En esta película libérrima todo vale, hasta desafiar a la duración habitual de las películas de autor del cine reciente, donde bajar de las dos horas parece una afrenta. Rodrigues ha parado el reloj de Fuego fatuo en 67 minutos, y aunque no lo pensó como “acto político” sí que lo hizo como “acto importante” para tirar de las orejas “a un cine de autor que muchas veces es demasiado largo”. Una duración que cree que tienen un motivo claro: “Creo que se perdió la autocrítica, y aunque me salió de forma natural sí que quería hacer una película corta, que fuera como un fuego fatuo, pero también hacerla un poco en contra de esa complacencia de algún tipo de cine ya no solo de autor, sino de Hollywood”.