Su trato con el mundo es inestable, en parte por la pubertad y en parte por el mundo. Cuando recibe la atención de Laurie, una pelirroja que se interesa por sus garabatos, responderá con una mezcla de recelo y fascinación en cuyo fiel se templará un tebeo remolón y misterioso, abundante en alegorías gráficas y muy dado a trasegar en el inconsciente como quien se hurga los bolsillos para dar con un resguardo deslavado.

Descrito en la nota de prensa como un “retrato del artista adolescente”, Laberintos es una trilogía de álbumes en marcha que se sucede como un telar de identidades donde cada personaje está averiguando su construcción psíquica. En los casos con mejor pronóstico poniendo en cuarentena las enseñanzas e instrucciones heredadas, pero en general todos ellos, como siempre en la obra de Burns, llevados de una amnesia creciente que va dejando atrás el paraíso infantil, entregándolo en ese sosegado y fastidioso sacrificio previo al olvido absoluto.

Antes de que la novela gráfica convirtiera el cómic en pasto de traumas adolescentes, lloreras y vicisitudes sentimentales de 300 páginas, Charles Burns (Washington D. C., 1955) se curtía en el formato de la historieta breve en las páginas de RAW, la revista de vanguardia fundada por Françoise Mouly y Art Spiegelman, con las aventuras de El Borbah, un expeditivo detective privado de más de cien kilos que ya resumía sus intereses como autor: fritura de géneros chicos, alusiones socarronas al imaginario pop, un dibujo extraído de las sombras y una pulcritud técnica parecida al miedo. Eso ocurría en la década de los 80, cuando el pastiche y el vindicar referencias de derribo no era todavía rutina irónica sino auténtica audacia y, ojo, jurisdicción exclusiva del cómic y del dibujo animado.

Burns mantuvo ese descaro posmo suyo en historietas ya clásicas como Dog Days, Burn Again o Un matrimonio infernal, cámaras de ecos de la paranoia de los 50, la serie B y la pamema del sueño americano, antes de entregar su trabajo más cavilado, una obra extensa donde relataría la irrupción y las consecuencias de una epidemia llegada con la edad del pavo. Agujero negro hacía sitio y daba acústica a la extrañeza, certificando a su autor como primer espada del cómic independiente –y nihilista– de los 90 y proclamándolo maestro albañil de la mutación adolescente, cuyos primeros síntomas, según las enseñanzas de la nueva carne, serían un desasosiego inconveniente, un prurito o comezón merodeando el bajo vientre y un ascenso flechado hasta el encéfalo para allí instalar campamento.

Años después, Laberintos sucede en un lugar semejante. Un entorno subjetivo donde la determinación natural de cada individuo está afectada por una suerte de romanticismo de laboratorio, una sentina emocional en cuyas omisiones laten aquellos tebeos de amor para niñas –y no tan niñas– que estuvieron de moda en los años cincuenta, auténticos thrillers psicológicos donde las turbaciones de la carne se diluían en los tormentos del corazón.

Para Burns, como para William Burroughs, la feminidad siempre fue una manifestación alienígena o tal vez telúrica de extraño cometido, una fuerza aquí representada por el personaje de Laurie, quien se reparte con Brian la responsabilidad de la narración mientras se ve intrigada ante el hecho de que él prefiera pasar más tiempo dentro que fuera de su pecera artística.

Encomendado a las verdades superiores de la ficción (un amor incondicional y elocuente por el cine de miedo vertebra el tebeo), Laberintos sintetiza el romance y lo entrega como un cálculo biliar, casi un residuo estupefacto del que alguien tendrá que hacerse cargo. Y al igual que en La invasión de los ladrones de cuerpos, película que se cita de manera explícita y recurrente en las páginas del cómic, el merecimiento moral queda aquí en suspenso. Porque en los tebeos de Burns no hay culpa individual pero sí pecado original, razón de ser, y así se nos comunica en este trágico informe existencialista y de tintes autobiográficos cuyo contenido simbólico emerge como una boya para señalización de la vida en curso.

Laberintos vuelve a ser esa aleación ya algo debilitada entre la congoja de ser joven y la desdicha de no volver a serlo nunca que Charles Burns ha merodeado siempre. Y, también como de costumbre se sostiene fundamentalmente en ese dibujo tan gobernado y de belleza glacial que le sabemos, aquí algo atenuada la tensión característica de sus tintas por la presencia del color, y si bien la lectura interrumpida en tres álbumes escatima atmósfera y parece responder solo a razones de sostenibilidad (sostenibilidad del artista), el regusto, a la aparición estos días del segundo volumen, vuelve a ser el de metal en tierra húmeda inconfundible para sus lectores.