Para conseguir lo que hizo Paco en vida sería necesario vivir muchas vidas. Tantas como las que él vivió. Se ha escrito mucho al respecto y se han escrito muchos calificativos acerca de Paco de Lucía; y todos ellos son verdad. Algo así viene a decir el guitarrista John McLaughlin en la nota que acompaña al último disco de Paco de Lucía recientemente publicado por BMG, una recopilación de sus directos en Montreux, restaurados y remasterizados para la ocasión.
En el disco aparece el Paco más íntimo, el de las variaciones levantinas de su minera a palo seco, junto con sus guitarreos en las distintas formaciones que ha ido montando, desde su primer sexteto con Benavent, Pardo y el brujo rítmico de Rubem Dantas, hasta el último grupo con Antonio Serrano haciendo diabluras con la armónica y Alain “Delon” Pérez trasteando su bajo de cinco cuerdas, eso sin olvidarnos del Piraña marcando el ritmo con el cajón, ni de la Tana y Montse Cortés cantando desde las tripas. Porque el flamenco es lo que tiene: o duele o no es flamenco. Ya lo he dicho en repetidas ocasiones: si hay una música que me pellizca esa es la de Paco. Tuve la suerte de haberlo visto en directo infinidad de veces, tantas que perdí la cuenta; con el Sexteto y en su formación de trío con Cañizares y Bandera. También con la Orquesta de Cadaqués uno de los días que interpretó el Concierto de Aranjuez en un teatro de Torrelodones. Grababa su disco en directo y yo me colé haciéndome pasar por uno de los músicos de la orquesta gracias al estuche de violín que me dejó el amigo Bernardo. No sé cómo me lo montaba, pero siempre terminaba con Rubem Dantas y Manuel Soler después de los conciertos, celebrando la vida hasta la mañana siguiente.
Recuerdo una noche en especial, la del Palau Sant Jordi, en Barcelona, cuando la Expo, las Olimpiadas y todo el lío. Después del concierto, a la salida, iba Paco con el estuche de su guitarra en la mano, firmando autógrafos, haciéndose fotos, lluvia de flashes, sonrisas y esas cosas, cuando, entre medias, una voz muy gitana aparece de lejos. Y va y le dice: “Paco, que Camarón está muy malito, que Camarón se está muriendo”.
Y es cuando Paco se queda clavado en el sitio y su rostro envejece por momentos, se arruga y los ojos quedan convertidos en penumbra. Montamos en la camioneta y fuimos todo el camino al hotel envueltos en un silencio que se podía masticar. Paco iba sentado atrás con lágrimas en la palma de la mano. Lo sé porque se la estreché al despedirnos. “Gracias por tu música, maestro”, recuerdo que le dije.