La literatura, como también el cine desde el siglo pasado, tiene la enorme virtud de tender puentes entre la habitación propia que habitamos y esos otros espacios en los que viven seres con los que, pese a las distancias, compartimos la misma fragilidad. La de los cuerpos nómadas, la de los destinos en construcción, la de sabernos y sentirnos necesitados de cuidados.

Para mí es justamente ese criterio, es decir, la capacidad para despertar en mí lo que Hunt llama empatía imaginada, el que me lleva a distinguir entre las novelas que se quedan conmigo para siempre y aquellas otras que se diluyen como ese olor fugaz a tierra mojada tras una lluvia de primavera. La mala costumbre, de Alana S. Portero, es una de las primeras, supongo que porque gracias a ella no solo he sido capaz de sentir como propias las alas quebradas de un ángel caído sino también porque en ella he descubierto mucho de mí. De lo que supone vivir en un precipicio constante de preguntas y miedos, de soledades y de palabras que no nos sirven. En fin, las heridas que supone saberse nómada pero también los senderos siempre abiertos que nos permite la autonomía. Nuestra capacidad de autodeterminación.

Leer la primera novela de Portero ha sido además un ejercicio de pacificación, de reconciliación con renglones que me han devuelto la confianza en todo lo que suma, de superación de ese inevitable fango que en estos años de iras y pulsos nos ha acabado por salpicar a todas. A todas las personas a las que tal vez nos falten vocales para escribir quiénes somos. Con una prosa que tiene mucho de fábula, al tiempo que de cirujano que deja abiertos los órganos del cuerpo social, La mala costumbre nos sitúa dentro y fuera, en la protagonista que se está (re)haciendo y en quienes alrededor son también parte de su itinerario. El contexto de un determinado momento de nuestro país, salpicado de referencias pop y de situaciones que se nos transmiten con ternura pero sin nostalgia, nos permite además darle un vuelo colectivo al relato. De alguna manera, Portero consigue encajar una pieza más en ese puzle siempre incompleto que es la historia reciente de una democracia a la que tanto le ha costado, y le cuesta, asumir que la diferencia es el sustrato último de la igualdad. Los ochenta con tantas víctimas, los noventa con tantas puertas a medio abrir. Ese Madrid de belleza disfórica y que mira hacia abajo, retorcida y acogedora, donde habita el demonio en un rincón del Retiro. La autora lo hace con una saludable perspectiva de clase, sin la que sería imposible vivir lo que nos cuenta desde las entrañas del barrio, de las miserias y de las solidaridades que se respiran abajo y de los seres que nos demuestran que eso de la igualdad de oportunidades no es sino una patraña a beneficio de los poderosos. Una perspectiva de clase que también es feminista, o sea, emancipadora. La emancipación de todos y de todas, y también la de quienes rebasan los estrechos límites de la “o” y de la “a”, tan acostumbradas a encerrar en los armarios al resto de vocales. El feminismo como batalla contra las violencias que mantienen las jerarquías construidas en torno a la masculinidad. El adiós definitivo a un mundo de machotes instruidos en la virilidad: ser y parecer (yo tampoco quise ser como El Cordobés) A la ejemplaridad femenina convertida en sumisión. La bendición de una sororidad salada y dulce. En cascada. Abejas en busca de múltiples néctares que multiplican. Todas las mujeres al ritmo de Rafaella Carrá. 

La mala costumbre, que es uno de esos libros que te abren pequeñas heridas como cuando te cortas la yema de un dedo con el filo de un papel, le pone carne y ojos, vientre y pecho, a quienes desde los márgenes no dejan de decirnos que ya está bien de paradigmas hechos a la medida de quienes estuvieron siempre a cobijo de la norma. La novela de Alana S. Portero, que he leído como una celebración de la euforia, es, debería ser, una lectura recomendable para quienes se burlan de ella y de tantas como ella cuando hablan de las dificultades de habitar un cuerpo. Quienes se empeñan en alimentar la maldición en lugar de reconocer el don. Algo muy fácil de entender si nos situamos en ese plano de extrema vulnerabilidad que supone reconocernos como seres siempre en tránsito. Tan necesitados de una revolución ética, epistemológica y política que al fin nos libere de un mundo dividido en dos. Que se lleve para siempre la culpabilidad de los espejos y nos permita habitar la bella y diversa imperfección de nuestros cuerpos vivientes.