Celso Giménez presentaba por primera vez un trabajo en solitario desde que hace más de 15 años estrenó su primera obra con La Tristura. Corría 2007 y en aquel oasis madrileño que era el teatro El Canto de la Cabra, cuatro veinteañeros presentaron La velocidad del padre, la velocidad de la madre. Una obra que ya hablaba de esa herencia, de cómo las historias de nuestros padres nos conforman como si fueran un primer molde al que no podemos renunciar. En esta ocasión, si bien la obra tiene todos los mimbres reconocibles del colectivo —visión generacional, tendencia a lo poético-político y un modo compositivo filocinéfilo—, Celso Giménez ha decidido dar un paso a un lado apoyado en una historia personal, una escritura más destilada y una concepción propia de la escena.

La obra tiene varios planos, pero quizá, dos centrales. El plano narrativo y el teatral. La historia que se cuenta y el cómo se decide tratar en escena. "La historia es la que contaba mi abuela a sus hijas y yo fui oyendo y memorizando”, explica Celso Giménez a este periódico. En un monte entre Valencia y Tarragona, en 1939, un huido perdedor de la guerra se enrola, por circunstancias y sin convencimiento, en los grupos de resistencia que siguieron batallando tras la victoria franquista. En una refriega se queda aislado y da con el cadáver de un enemigo muerto, Ángel Dubois. Durante 40 años suplanta su identidad por pura supervivencia. Mantendrá una familia antigua, con un hijo, a la que verá esporádicamente; y una nueva, con la que tendrá otros dos hijos.

Llegada la democracia, recuperará su nombre y las familias se conocerán. La historia que fue secreta no llegará a explicarse bien a los hijos, todo se quedará en un terreno donde se mezclan silencios y medias verdades. “Mi abuela contaba una historia que a mí me parecía de película, se juntaba lo icónico con datos verdaderos, incluso había partes del relato que claramente no podían ser verdad. De esa idea de cómo se va convirtiendo todo en un mito con sus fantasías y sus iconos, surgió la decisión de trabajar con el monstruo”, explica Giménez. “A mí la reconstrucción histórica no me interesaba tanto. De ahí que eligiese desde el principio otras semánticas, como la del zombi, que creo que es el monstruo más humano que hemos creado. Además, el zombi es un monstruo perdedor, mientras que el vampiro es más aristócrata”, sigue argumentando este creador valenciano sobre esta figura nacida de la sociedad esclavista haitiana y que en la obra tiene dos planos: la vida de ese republicano que en cierto modo murió en el 39 y siguió años viviendo como un no muerto, y la vida de esas nietas que no solo han heredado genes sino también incapacidades, soledades que, aunque no sean suyas, son al mismo tiempo propias.

La acción de la obra comienza en la actualidad, con ese republicano, tío abuelo del propio Celso Giménez que además tenía el mismo nombre, ya muerto. Sus hijos han quedado para hablar sobre la herencia. En escena vemos a sus nietas en una casa en el monte de arriba del pueblo donde están sus padres intentando llegar a un acuerdo. Antes, el propio Celso, en un acto coherente, saldrá a escena y hablará al público: “Leí: la primera generación de exiliados, los mayores, ni siquiera hablan de lo que les ocurrió, no tienen un lenguaje porque han embotellado el trauma en su interior. La segunda, tampoco. Están muy ocupados: tienen que construir una vida. Pero la tercera generación, los más jóvenes, son los que excavan en la memoria de sus mayores (…) Desde que lo leí no se me va de la cabeza”.

En el espacio reina una caja donde habitan las nietas, una casa que está separada del público por un cristal. Las nietas se reencuentran, toman vino, bailan, hablan de amores, de sus padres y de la historia que tan mal les han contado. El teatro es aparentemente realista, pero algo falla, no funciona. “Queríamos fabricar un espacio cerrado, al que el público no podía acceder, que puedes ver pero no tocar”, explica Giménez sobre la escenografía y puesta en escena de la obra que ha creado junto a Marcos Morau, compañero desde la juventud de Celso y director de la compañía de danza de más renombre en la actualidad de España, La Veronal.

A esas tres nietas, Natalia Fernandes, Teresa Garzón y Belén Martí Lluch, las oímos altamente microfonadas, nos llega antes su sonido mediado por la técnica que sus gestos e interpretaciones veladas por el cristal y la distancia entre la casa y los espectadores. Hablan con naturalidad, ríen, viven, pero esa vida llega hasta el público tras un velo de sordina no acústica. Quizá este es uno de los puntos teatralmente más interesantes del montaje. El espectador no puede llegar a identificarse con esas tres chicas de hoy en día. El montaje se asienta en una extrañeza no explícita que deja el acto teatral en suspenso. Se podría argumentar que la escena se aleja, se enfría, se formaliza. También podría esgrimirse que se reformula. Toda esta parte de la obra se tratará con referentes y maneras de componer propias del audiovisual y que recuerdan una obra anterior de La Tristura, Cine (2016).

Otro de los puntos fuertes de esta parte de la obra es el cuidado de la dramaturgia del espacio, desde la luz o el movimiento de los actores hasta los objetos. La obra está producida por el propio Conde Duque, el Festival Grec, el Grand Theatre de Groningen, el Noorderzon Festival y el MA Scène Nationale de Montbéliard. Hasta esta última ciudad francesa hicieron que se trasladase la escenografía fabricada en Barcelona para poder ensayar durante dos semanas. Algo quizá presupuestariamente suicida, pero que se nota. La colocación de los objetos, los pequeños detalles, la incidencia de las luces, la utilización del afuera y el adentro… Todo está medido y pensado para habilitar fuera de campos teatrales, a partes, aires, claustrofobias y ambientes. Se notan influencias de la dramaturgia alemana de Frank Castorf, del último montaje de Milo Rau, Familie, visto en el mismo escenario de Conde Duque esta temporada. Pero tampoco importa, Giménez demuestra saber apropiarse de influencias y se erige como un director que ha sabido destilar años de trabajo y reflexión propia.

La primera parte acaba en una escena emotiva, con una enorme Teresa Garzón cantando guitarra en ristre, sola y libre. Como en un plano de cine realizado con dron, la casa se aleja en el escenario para luego girar sobre si misma y mostrar el detrás del artefacto. Aquí aprovecha el director para crear un espacio de la imaginación hecho de bruma y reflejos. Verdadero oxímoron estético con respecto a la primera parte de la obra que recuerda al mejor Romeo Castellucci de Purgatorio. Todo se llena de humo, de una bruma espesa que dibuja un espacio cerebral habilitado para la especulación. Un espacio para imaginar en colectivo qué pudo pasar con ese abuelo: ¿mató él al joven al que robó la identidad?

Las tres nietas imaginan un pasado que salva a su abuelo, piensan un pasado que no mancha la figura del abuelo, que las tranquiliza. Algo que extraña, que repele un tanto por buenista y por ser un camino demasiado trillado por la izquierda de este país hasta hace bien poco. No en balde obras en la literatura como Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, o en el cine como Pa negre, han enseñado a esa generación de nietos que la idealización es yerma.

Pero el asunto es otro. “Sobre esto hemos hablado mucho en los ensayos. La decisión era contar la historia que me contó mi abuela, aunque fuese inverosímil, insisto en que no quería hacer una reconstrucción de los hechos reales, saber cuál fue la verdad de lo que pasó, sino jugar con esa ficción que nos llegó, que yo escuché de labios de mi abuela”, explica un Giménez que éticamente no ha querido representar lo que pasó y crear en escena ese espacio de imaginación colectiva para repensar lo que nos conforma.

Celso Giménez ha dado a luz una obra propia del 'pensamiento débil' de Gianni Vattimo, el filósofo italiano injustamente tildado de retrógrado y que dinamitó sin remisión el concepto de verdad en la sociedad de los noventa. La historia no está para tirársela a la cara al contrario parapetándose en hechos, parece decir en la obra Giménez, sino para indagar en lo que somos y podemos ser. Giménez no quiere llegar a una verdad, restaurar una injusticia, sino utilizar el espacio teatral como un encuentro comunitario donde imaginar una ficción, débil, pero compartida y que pueda ayudar a entendernos y caminar. Y aun a pesar de ciertos momentos de trascendencia forzada propias del universo de La Tristura y de este creador, Las niñas zombi consigue salirse de ese ring, abrir otro espacio donde una nueva generación pueda afrontar el pasado sin querer tener razón, sin verdades arrojadizas.

A la pregunta de este periódico de si esta obra es sobre la memoria histórica, Giménez responde rápido: “Sí, claramente lo es. Lo fue desde el principio. Otra cosa es que lo intente trabajar desde otras semánticas. Justo el día del estreno, cuando quedaba el último ensayo, decidí no ensayar y nos pusimos todos a ver la película del chileno Patricio Gúzman, Nostalgia de luz. Ahí estuvimos, en el desierto de Atacama con astrónomos buscando vida en las estrellas y mujeres buscando a los desaparecidos en la dictadura. Al final, volvimos al principio, a lo que importa. Y les dije a las actrices: chicas, lo que estamos haciendo tiene que ver con esto”, explica con emoción Giménez. “Una de las cosas que más me importaba era conseguir hacer patente la conexión de las personas entre los tiempos, acortar una distancia que nos han dicho que es abismal. 80 años no es nada, está ahí al lado. Hasta antes de ayer yo estaba comiendo con mi abuela y con mi tío Celso. Hay que acortar los tiempos, más en estos tiempos donde todo se acaba el mismo día que nace y en los que vivimos con cotas de soledad altísimas. Esto es lo que más me emociona, me importa y me guía para hacer esta obra”, concluye.