Hay momentos en que todo está en calma, cada uno en su puesto, cada una en su mostrador, despacho o consulta, felices en sus tareas. Hasta que de pronto, como si un golpe de silbato reanudase el baile, se lanzan de nuevo a las calles, con los pocos billetes del último sueldo en la mano, casi sin tiempo a quitarse uniformes y soltar herramientas, metiendo codos para adelantar. ¡Danzad, danzad, malditos! Gira la rueda de la fortuna y les asigna nuevos destinos, no siempre deseados: el empleado de banco perdió el puesto y tal vez acabe de reponedor, la mensajera asciende a directora de periódico, el policía entrega la placa y el arma y, con la misma energía con que antes protegía la ciudad, ahora cuida recién nacidos en la maternidad; los auxiliares de vuelo en paro acuden a la academia para conseguir otra titulación que les abra nuevas puertas, quizás prueben suerte en el crucero, o en la pasarela de modelos. Una docena de demandantes de empleo hace cola a la puerta del supermercado esperando a que quede una plaza libre. Corren, cambian, prueban, disfrutan o se aburren, los echan o se van en busca de algo mejor. Se cruzan en las calles, se reconocen por haber coincidido en puestos anteriores, se aconsejan sobre los mejores lugares para trabajar, donde siempre hay vacantes, se engañan unos a otros para despejar el camino de competidores, crean alianzas para aguantar en un puesto hasta que llegue su cómplice y lo herede.
Al final del día están agotadas, sudorosos, de tanto correr, de tanto adelantarse y empujarse para llegar antes, de tanto trabajar y cambiar de oficio y conseguir nuevas titulaciones y aguantar colas y lograr un puesto para perderlo en seguida y vuelta a correr. Agotadas, sudorosos, pero felices, divertidos, afónicos, comparten anécdotas, cuentan el dinero que les queda en los bolsillos, se sientan en un bordillo, tienen hambre, tienen sueño, trabajar cansa, pero hacen recuento eufórico de sus logros, sus breves e intensas vidas laborales: ¡Conseguí ser presentador de televisión! ¡Yo, profesora de autoescuela! Yo, modelo. Yo, enfermero. Reponedor. Mensajera. Policía. Banquero. Piloto.
¿Podemos quedarnos un poco más?, me pregunta Asier, que no ha tenido bastante, que no quiere que nos vayamos a casa sin antes tirarse por la barra del parque de bomberos, probar el simulador de vuelo, pasar productos por el lector de códigos de la caja del súper, gastarse los últimos billetes en el circuito de ‘quads’. ¿Quedarnos un poco más? Miro el reloj, echo cuentas, resto minutos, horas: llegar al barrio, encontrar aparcamiento tan tarde, ponerle el pijama, una pizza al microondas, conseguir que cene estando cansado, la llamada a su madre que se alargará por contarle todo lo del día, le costará dormir con la mezcla de excitación y agotamiento. No podré sentarme al ordenador antes de las doce. Toca trasnochar otra vez. Pero es su día, no voy a ser siempre el padre que suspende los planes por una llamada apremiante, así que hoy concedo: venga, una vuelta más y nos vamos, que es tarde.
Allí va otra vez, lo pierdo de vista cuando gira la esquina del hospital. Voy tras él, cruzo sin mirar y ¡crash!, me atropella un descapotable. Sonrío al conductor, disimulo el dolor en el tobillo. Un policía corre hacia mí, sopla con fuerza su silbato, detiene el tráfico y me observa con expresión grave: ¿Está bien, señor? ¿Necesita que lo llevemos al hospital? ¡Me encanta cómo se meten en el papel! También Asier, hace un rato: había que verlo recorriendo a toda velocidad los pasillos del supermercado, empujando un carrito, vestido con un peto verde, colocando paquetes de arroz y botellas de aceite con una diligencia que nunca le hemos visto en casa. Le mandé una foto a su madre: mira cómo ha acabado nuestro niño, tanto estudiar para esto, y una carita con un guiño. No me contestó. Sé que leyó mi mensaje, la vi en línea, pero nada.
Estoy bien, no tengo ningún hueso roto, tranquilizo al pequeño policía; ha sido culpa mía por cruzar en rojo. Subo a la acera, el semáforo es de mi altura, todo a escala infantil pero todo muy conseguido: farolas, bancos, adoquines, coches, así como la sucursal bancaria, el hospital, el ayuntamiento o el supermercado que parece auténtico, el patrocinador ha reproducido con exactitud uno de sus establecimientos, frente al que hay varios padres como yo, haciendo fotos divertidas a sus pequeños cajeros y reponedores.
Lo dije al principio y me reafirmo: fabuloso, delicioso, divertidísimo. ¿A quién se le ocurrió esta genialidad? En la web no dan mucha información: “Micropolix es una ciudad infantil orientada al ocio educativo dirigida principalmente a niñ@s de cuatro a catorce años, ubicada en un recinto cubierto de 12.000 metros cuadrados... Una ciudad a escala, a la medida de vuestros hijos... Aprenden el valor del trabajo a través del juego... Durante unas horas, tus hijos se convertirán en bomberos, periodistas, arquitectos, médicos, reponedores y un largo etcétera… Adult@s por un día...”.
Deberían hacer también un día para adultos. Solo adultos. En vez de ir detrás de nuestros hijos retratándolos en sus oficios, jugar nosotros también. Me imagino a mí mismo corriendo, llegando el primero al banco para coger despacho, deslizarme por la barra del parque de bomberos, pasar consulta en el hospital, y en todos los casos recibir un fajito de billetes para seguir corriendo, metiendo codos a otros adultos, llegar antes al estudio de televisión, al simulador de vuelo, a la academia. Dije genialidad, ¡es diabólico! ¿A quién se le ocurrió algo tan cachondo?
Ojo, que aquí hay tema. Un artículo. Uno bueno. Lo veo. Un día en la ciudad de los niños. Una crónica humorística. Contarlo desde el punto de vista de un crío. O mejor, un padre cansado de correr detrás de su hijo de trabajo en trabajo. Añadir una pizca de crítica social. Unas pocas citas de sociólogos, corta y pega de Wikipedia. Colocarle un buen titular, un anzuelo infalible. Algo provocador, ambiguo: “¡Viva el trabajo infantil!”. Clic. Clic. Clic. Ya estará escrito, supongo. No seré yo el primer periodista que trae a su hijo aquí y ve que hay tema. O igual sí. Tres años he tardado en venir con Asier, desde que nos lo contó una madre del cole. No es la nuestra una profesión compatible con pasar el sábado en un parque de juegos. Como ese padre que vi hace un rato, sentado en un banco de la plaza. Se había traído el portátil y aprovechaba para trabajar mientras su niño ‘trabajaba’. Todo era mentira, todo imitación, cartón piedra, decorado: la plaza, los adoquines, las farolas, las fachadas, los coches, el banco donde estaba sentado y que era tan pequeño que parecía en cuclillas. Todo mentira menos él, ahí sentado, tecleando, concentrado. Yo mismo, hace unos minutos, no saqué el portátil pero me puse a contestar correos con el móvil, sentado en un taburete de la oficina de empleo, la oficina de empleo de juguete.
¿Qué tal si lo escribo en primera persona? Siempre funcionan mejor las experiencias reales, el yo, la autenticidad mezclada con ficción dudosa, reírse de uno mismo, dar pena, jugar a gonzo. Puedo contar mi propia visita. Cargando las tintas, claro, un poco de efectismo, hacer que Asier protagonice alguna situación que he visto en otros niños: dos que se pelearon a empujones por ser pilotos y no azafatos, y sus padres que acabaron también discutiendo entre ellos, de malas maneras, ¡mi hijo llegó primero!, ¡el tuyo ya ha sido piloto antes! O aquel niño que lloraba a la puerta del supermercado porque el monitor le dijo que ahora le tocaba ser cliente, ya había suficientes trabajadores pero faltaban clientes, no llores, chico, será solo un ratito, tomas la cesta, entras, coges unos cuantos productos, pasas por caja, y cuando salgas te prometo que serás reponedor, pero entiende que hacen falta también clientes para que funcione el súper, no podéis ser todos trabajadores. O ese otro abuelo que alecciona a su nieto para que haga bien su trabajo y no se limite a hacer el paripé medio minuto, cobrar y largarse a otro puesto; el buen anciano que aprovecha el parque de juegos para transmitir una oxidada ética del trabajo a su nieto, y hasta puedo poner en su boca algunos refranes, que siempre dan colorcito entrañable al texto: se tarda lo mismo en hacerlo bien que mal, el trabajo bien hecho da alegría en el pecho, bien cena quien bien trabaja. Me puedo inventar alguna situación más descacharrante, que no he visto pero que suena verosímil y añade un plus de denuncia: un crío que usa su dinero, sus billetitos de juguete, para sobornar a otros niños y que le cedan su sitio en la cola del circuito de ‘quads’. Otro que subcontrata a los más pequeños para que hagan su tarea. Un banquerito que aprovecha su paso por la sucursal para hacer préstamos a quienes solo buscan dinero fácil para las atracciones de pago.
Lo tengo. Se me agolpan las ideas, frases enteras. Lo tengo, se escribe solo, está ya escrito. Con este salvo la semana y, si además funciona bien, que va a funcionar, me facilitará próximas colaboraciones. Puedo especializarme en parques infantiles. Una serie de artículos de padre e hijo en distintos lugares infantiles. Pero primero hay que escribir este, así que corro hasta la plaza, el banquito está libre, el padre trabajador ya se marchó y yo ocupo su lugar, encogido y con las rodillas altas. Saco el móvil, tecleo deprisa, los buenos textos llegan así, inspirados, epifánicos, hay que atraparlos:
Es fabuloso, es delicioso, es tan divertido ver cómo corren todos de un lado a otro, cómo se adelantan y casi se empujan por conseguir el mejor puesto: director de sucursal bancaria, con despacho propio, mucho mejor que simple empleado que...
Puedo jugar al malentendido en los primeros párrafos. Que el lector crea que se trata de trabajadores de verdad, hasta que se desvela que todo es un parque infantil. ¿Y si cuento el atareado día de un niño como si fuera toda una vida laboral? El mismo Asier, así de paso lo hago protagonista, con su propio nombre, y cuando se publique se lo enseño y él lo lee despacio, palabra a palabra, orgulloso de su padre que lo ha vuelto famoso, ¿puede mamá hacer algo similar? Contar la historia de Asier, su vida laboral en un solo día que vale por décadas: llegó esta mañana con grandes expectativas, ilusionado, como quien en efecto se asoma por primera vez al mercado de trabajo. Pasó primero por la academia, le hicieron un paripé de cursillo y lo mandaron al estudio de televisión. Los niños mayores no le dejaron tocar cámara, le hicieron sujetar el cartel de APLAUSOS que debía levantar hacia los padres que hacíamos de público. Pese a la simpleza de la tarea, mantuvo el entusiasmo, y de allí corrió a otros sitios, fue probando todo, siempre breve, otros niños llegaban y le quitaban el puesto apenas empezado, a veces de malas maneras, pero él acepta que así son las reglas, como perder el columpio en el parque, hay que ser más espabilado, más rápido, más agresivo.
A mediodía estaba cansado y algo aburrido, pensé que nos iríamos pronto a casa. Comimos en el burger, el de verdad, y le di ánimos, le aseguré que todavía le quedaban muchos oficios por probar, el día no ha hecho más que comenzar. Dijo que se lo estaba pasando muy bien, trabajar es genial y quería ser médico, como mamá. Un rato después consiguió ser enfermero, cambió el pañal a un muñeco en la maternidad y me pidió que le mandase a su madre una foto con la bata blanca. A partir de ahí su carrera laboral fue cuesta abajo: de la maternidad pasó a la mensajería, y de ahí al supermercado, reponedor. ¿En qué acabará?
¡Papá, papá!, viene corriendo hacía mí, trae un bloc en la mano, parece contento: ¡Papá, papá, soy como tú, mírame! Me enseña el bloc y un bolígrafo en la otra mano: ¡Soy periodista, como tú!
Zas. En toda la frente. O quizás es el giro que necesito para mi reportaje. Mi hijo es periodista. Reportero, me precisa. En el periódico infantil le han pedido que salga a la calle y haga algunas preguntas, entrevistas a padres y madres sobre sus profesiones. Nos sentamos en un banco, soy su primer entrevistado. ¿A qué se dedica usted? Soy periodista. ¿Le gusta su trabajo? Me encanta, es el mejor oficio del mundo. ¿Qué es lo que más le gusta de su trabajo? Contar historias. ¿Qué es lo que menos le gusta? No hay nada que no me guste, todo es bueno. ¿Cómo se llama su empresa? Bueno, trabajo para varios medios, soy colaborador, ‘freelance’, te lo deletreo, espera. ¿Y eso es bueno? Claro, es muy bueno, soy mi propio jefe, no tengo a nadie que me mande. Estoy a punto de añadir: no como mamá, que tiene por encima jefes de área, jefes de planta, directores de administración, directores generales, y horarios que cumplir, órdenes que obedecer, guardias en fin de semana, no está siempre disponible como papá.
Lo acompaño de vuelta a la redacción, por curiosidad. Así que esto es un periódico. Qué cabrones. Varias mesas de oficina, una docena de niñas y niños sentados. Los más pequeños escriben a mano o colorean dibujitos que luego cuelgan en un mural, noticias cotidianas, imaginarias, ingenuas, estúpidas. Los mayores usan ordenadores, hacen búsquedas en Google, manejan un sencillo programa de maquetación, diseñan una portada. La directora se mueve entre las mesas, da órdenes, envía reporteros a la calle. Una monitora reparte billetes a los que ya han terminado de trabajar. Imagino a otros niños en sus casas, escribiendo a cualquier hora artículos por los que recibirán unos pocos billetitos. ¿Así es tu periódico, papá?, me pregunta Asier con los brazos abiertos para abarcar el espacio. Así es, le digo, intento sonreír: me siento como si estuviese en la redacción de “mi periódico”, ¡es idéntico! Podías llevarme un día, dice, no sé si con ganas sinceras o en respuesta a mi boca torcida. Te llevé cuando eras pequeño, no te acuerdas. ¿Me llevas mañana? Mañana no podrá ser, pero te llevo un día, prometido.
Me asomo al ventanal del periódico de mentira. Se ve la calle, la calle de mentira por la que corren trabajadores de mentira hacia empresas de mentira donde harán tareas de mentira para cobrar dinero de mentira. ¿A quién se le ocurrió este disparate? ¿De qué mente perversa salió? ¿Es un experimento de ingeniería social? ¿Dónde está la puta cámara oculta? ¿Se están riendo de nosotros? ¿Y encima traemos a nuestros hijos, pagamos entrada, hacemos fotos, los recomendamos a otros padres amigos?
“... Los niñ@s se acercarán a las normas de convivencia, valores sociales, la toma de decisiones y la gestión de sus propios recursos... Aprenden divirtiéndose... Se fomentan valores como la independencia y el esfuerzo, que se verán recompensados con recursos económicos que podrán gastar en actividades de ocio...”.
Asier ya se ha cansado de jugar a periodista. Cuelga en el mural su noticia. Titular: Entrevista a mi padre. ¿A qué se dedica usted? Soy periodista. ¿Le gusta su trabajo? Me encanta, es el mejor oficio del mundo. ¿Qué es lo que más le gusta de su trabajo? Contar historias. ¿Qué es lo que menos le gusta? Todo es bueno. ¿Cómo se llama su empresa? Soy ‘frilan’, yo soy mi jefe.
¿Vamos a otro trabajo, papá? A ver si ahora hay menos niños en la escuela de aviación, o en la clínica veterinaria. Ve tú, hijo, ahora te alcanzo. Me quedo un rato más en el periódico. Cuántos años sin pisar una redacción. No digo que me dé nostalgia esta oficina de juguete, qué tontería. Me acabo sentando en una sillita baja, al final de una larga mesa de reuniones llena de miniperiodistas que colorean con ceras. Saco el móvil, releo el texto:
Es fabuloso, es delicioso, es tan divertido ver cómo corren todos de un lado a otro, cómo se adelantan y casi se empujan por conseguir el mejor puesto...
Borro todo. Veo un ordenador libre, y de dos zancadas me adelanto a un niño, que me mira sorprendido, un adulto le disputa el puesto. Escribo directamente en la maqueta de periódico que encuentro abierta en la pantalla:
Es espantoso, es insultante, es tan repugnante ver cómo corren todos de un lado a otro, cómo se adelantan y casi se empujan por conseguir el mejor puesto: director de sucursal bancaria, con despacho propio, mucho mejor que simple empleado que cuenta billetes y atiende en ventanilla. Piloto de avión antes que auxiliar de vuelo. Presentadora de televisión es preferible a operadora de cámara. Cajero de supermercado está un escalón por encima de reponedor. Bombera o policía, recorrer la ciudad en un coche con sirena y que se aparten a tu paso, y no en la bicicleta de mensajería repartiendo paquetes urgentes. Y si no puede ser el mejor, al menos un trabajo, y para eso también hay que correr más que otros: la mayoría se conformará con contar billetes mecánicamente, repetir las instrucciones de aterrizaje de emergencia a los pasajeros, mover la cámara, recorrer los pasillos del súper colocando cartones de leche, entregar envíos por toda la ciudad. Porque siempre puede ser peor: llegar el último y encontrarte que ya no quedan plazas, que tienes que esperar a que quede una vacante, volver a la oficina de empleo, a la academia para conseguir otro título con el que probar suerte en el hospital, el estudio de arquitectura, el crucero.
Hay un momento en que todo está en calma, cada uno en su puesto, cada una en su mostrador, despacho o consulta. Hasta que de pronto se oyen gritos al fondo de la calle, y no son chillidos infantiles y graciosos, sino graves voces adultas. Vienen del edificio acristalado que acoge el periódico. Tras el ventanal se ve a un hombre que discute airadamente con una monitora de actividades. Sentado en una silla baja frente a un ordenador, empequeñecido al lado de la monitora que está de pie. Discuten a voces, no se entiende bien lo que hablan tras el ventanal pero llega el estruendo de sus voces, otros padres se acercan por la plaza, los niños han dejado de correr. Aparecen dos pequeños policías, llamados por el tumulto, pero se apartan al ver llegar a un guardia de seguridad que no es un niño disfrazado sino un cincuentón corpulento. Ante su presencia, el padre alborotador accede a levantarse y sale de la redacción, acompañado por el guardia, las madres y padres les abren pasillo, algunos hacen fotos.
El tipo coge de la mano a un menor que debe de ser su hijo, y camino de la puerta alza mucho la voz, grita en todas direcciones, a los niños, a los padres, a las fachadas del ayuntamiento o del hospital: ¡Es todo mentira! ¡Todo mentira!, y zarandea una farola para probar su denuncia, lo que causa un nuevo agarrón con el guardia. ¡No os creáis nada!, sigue gritando camino de la salida, ¡trabajar no es un juego! ¡No es divertido! ¡No podréis elegir tan fácilmente, no habrá para todos, y por supuesto no ganaréis todos lo mismo, el banquero igual que el mensajero, el bombero que el reponedor, el periodista que...! ¡El periodista, el periodista!, grita riendo a carcajadas mientras es empujado hacia la puerta, nadie juega ya, todos pendientes de ese tipo que debe de estar alterado, un enfermo, comentan unos padres con otros, y él les increpa también: ¡Decídselo a vuestros hijos! ¡Decidles la verdad! ¡Estáis a tiempo! ¡Decidles lo que les espera!
Por fin el de seguridad, con ayuda de otro compañero, consigue sacar al saboteador por una salida de emergencia. Al cerrarse, queda todo en calma por un instante. Las madres y padres comentan en voz baja, los niños dudan si es el final de la jornada, nadie se mueve del sitio. Hasta que de pronto, como si un golpe de silbato reanudase el baile, se lanzan de nuevo a la calle, con los pocos billetes del último sueldo en la mano, casi sin tiempo a quitarse uniformes, metiendo codos para adelantar. ¡Danzad, danzad, malditos!