Creo que yo acababa de cumplir el año cuando un día vino un camión haciendo un ruido de estruendo, tanto que los seis amigos que conformamos la comunidad lo rodeamos e increpamos por romper la paz de esa manera. Para mi sorpresa, Venaquí Joven salió a saludar al dueño del camión y juntos subieron al refugio de las cabras. Croqueta y yo les seguimos, como es natural, pero enseguida nos dimos cuenta de que no nos necesitaban. Fueron sacando las cabras entre los dos y, con sus varas y sin nuestra ayuda, las subieron al camión. Croqueta y yo enseguida barruntamos que Venaquí estaba triste, no hay nada más reconocible en un humano que la tristeza, viene del fondo. El problema de los humanos es que las tristezas se les acumulan, se van sumando hasta que no se las pueden sacudir de encima. Hay algunos, como Venaquí, que llevan la tristeza muy pegada a la piel. Les huele muy fuerte la tristeza. Cuando todas las cabras estuvieron en el camión y Venaquí las despidió, nos enteramos de lo que había pasado. Salió a la plaza Risas a saludar a Venaquí y hablaron de lo que acababa de ocurrir. Venaquí le contó a Risas que no podía seguir manteniendo el rebaño, que la subvención no llegaba ni para una visita del veterinario si a una cabra se le atravesaba un parto. No sé qué es la subvención, pero imagino que será lo que se necesita para dar el pan y los cariños. Risas, que huele siempre a contento y se ríe cantarín, por eso Croqueta lo nombró así, y es que Croqueta era muy buena para llamar a los humanos con nombres de verdad, con significado, no como ellos, que se ponen nombres que no significan nada o nos ponen a nosotros nombres ridículos, como Croqueta, o como me llaman a mí ahora, Pulgoso, pero a lo que iba: Risas en ese momento se entristeció porque a él, como a Venaquí Joven y a Venaquí Viejo, le gustaban mucho las cabras. A veces se venía con nosotros por el monte y siempre se alegraba cuando las cabras dejaban los pastos bien cortados alrededor del pueblo y repetía eso de que así se evitan los fuegos del verano. Pero lo que más le gustaba a Risas era el queso que Venaquí Viejo hacía con la leche. Siempre se le caía algún trocito para nosotros y es verdad que estaba bien rico. Así que Risas y Venaquí Joven estuvieron un buen rato compartiendo la tristeza de despedir a las cabras, Risas diciendo sin reír que vivir en el pueblo era perder, perder gente, perder cabras, perder cultivos, perder. Croqueta y yo les acompañamos en su tristeza. Desde que se quedó sin cabras, Venaquí dejó de salir a los montes. Y justo después pasó lo de Croqueta.
Nunca supimos quién lo hizo, aunque yo me lo imagino. No entiendo las relaciones complicadas de los humanos, sus mezquindades, envidias y retorcimiento, pero me quedo con muchas de las cosas que se dicen o se gritan y, sobre todo, percibo las cosas que no se dicen. Los de mi especie conocemos eso que se guardan los humanos dentro y que solo sale a través de los ojos o que se esconde en el ruido de las tripas, en el olor de la piel, en el rastro que dejan sobre el suelo que pisan. Eso sí que lo entendemos nosotros bien, mientras que a ellos se les escapa. Era verano y Luna, la morena más salada que uno pueda imaginar, la compañera a la que más he querido, estaba de visita con los humanos. La había echado mucho de menos, se la llevaron cuando entró el frío y no la volvieron a traer hasta que empezaron a salir las flores del campo. El caso es que la misma noche que llegó nos fuimos a dar un paseo hasta el río y allí pasamos felizmente la noche, queriéndonos como perros enamorados que éramos. A primera hora de la mañana la acompañé hasta su casa, para que estuviera ahí antes de que sus humanos se despertaran. Según subíamos la cuesta yo me di cuenta de que algo no estaba bien. De la plaza venía un olor extraño y al mismo tiempo familiar: podía olfatear a Croqueta pero había algo diferente, dulzón e irreconocible en su olor, que hizo que se me erizara el espinazo. Eché a correr y, cuando apenas estaba a dos saltos de su cuerpo, vi que estaba tumbada de lado pero que tenía las patas tiesas, su tripita de lunares blancos estaba quieta, tampoco venteaba el aire ni subía las orejas al escuchar mi voz rota llamándola. Croqueta no se movía. La hembra de Risas salió a la plaza a gritarme que estaba despertando a todo el pueblo, pero al ver a Croqueta dejó de hacerlo, se tapó la boca y fue corriendo a llamar a Risas. Yo me alejé. Mi amiga, mi protectora, mi maestra se había convertido en ese cuerpo tieso, en esos ojos vidriosos. Sentí el rabo entre las piernas y me di cuenta de que estaba temblando. Los humanos de Luna habían salido a la plaza y la acariciaban porque ella, también, se había contagiado del terror que provocaba la pobre Croqueta. Risas se acercó a ella y la acarició. No le dio miedo. Se fue a buscar a Venaquí Joven. Me llamó para que le acompañara, pero no quise separarme de Croqueta. Olí la tristeza de Venaquí desde muy lejos. Llegó a la plaza con un saco negro y, ayudado por Risas, metió a Croqueta en él. Yo me quedé a varios pasos, les seguí de lejos y vi cómo cavaban entre los dos un agujero y la depositaban ahí. Los dos lloraron y maldijeron. Escuché atento por si nombraban a quien había matado a Croqueta, pero ningún nombre salió de su boca, aunque estoy convencido de que los dos sospecharon del mismo que yo, ese al que le huele la maldad a distancia, que solo con la mirada hace daño y al que nunca volví a acercarme. Pasé los siguientes días guardando a Croqueta. No quería que ningún rapiñero la desenterrara. Después la vida continuó para los humanos como si nada hubiera pasado. No para mí, claro.
Y, de repente, un día los humanos se escondieron. Los Venaquí no salían de casa, tampoco los otros. A mí me dejaban algo de comida en una escudilla al lado de la puerta cada puesta de sol. De vez en cuando salían todos a la vez a la calle, cuando venían los camiones de las verduras y del pan y de las carnes y de los quesos. Entonces yo me acercaba para ver si alguien me hacía caso o me daba una caricia, pero me ignoraban. Algo grave pasaba, olía su miedo. Se miraban entre ellos más intensamente que antes, tal vez porque llevaban parte de la cara tapada. Cada vez que salían y se reunían contaban los muertos que había en otros pueblos y se felicitaban entre ellos por seguir vivos. Pasaron las nieves y las heladas, llegaron las flores de nuevo y los humanos empezaron a salir más, a hablarse, a destaparse. Luna ya no volvió. Todavía no ha vuelto y nadie me dice por qué. Ahora para los humanos la vida continúa como si nada hubiera pasado. No para mí, claro.
Después, Venaquí Viejo se quedó solo. El Joven, después de vender las cabras, se tuvo que buscar un trabajo por ahí fuera, lejos de su padre y de mí. De vez en cuando venía a visitarnos y me pedía en susurros que cuidara del Viejo, así que tomé la costumbre de seguirle en sus paseos. Como no había cabras ni Croqueta, tampoco tenía yo mejor ocupación y, además, me lo pasaba bien, siempre surgía alguna pequeña aventura que el Viejo y su amigo Orejas me celebraban, como perseguir a un gato hasta hacerle subir a un árbol o ventear una perdiz. Venaquí Viejo y Orejas salían todas las tardes juntos. Orejas era un humano también viejo, muy viejo, muy pequeñito y tenía las orejas más grandes que he visto en su especie y pobladas de tanto pelo como las mías. Eran los humanos más viejos del lugar y olían a pasado. A mí me gustaba escucharlos. Siempre tenían las mismas conversaciones. Hablaban de cuando las casas del pueblo estaban habitadas y tenían encendida la lumbre todo el día y así recorrían el pueblo, nombrando a las familias de cada casa ahora en ruinas y recordando qué tenían y qué perdieron, cuándo se fueron y cuándo dejaron de volver a cuidar la casa. Hablaban de cuando eran jóvenes y salían con las cabras y las vacas, y recordaban cuántas había de cada, que si más de cien, que si más de doscientas, y Venaquí se reía de Orejas porque siempre fue así de pequeñito, y tanto de niño como de mayor tenía que cogerse al rabo de las vacas para no hundirse en la nieve. Hablaban de cuando las llevaban, a las vacas, más allá de la sierra en invierno, buscando los pastos del sur y después volvían en verano, cuando los piornos empezaban a florecer y las chicas del pueblo les recibían con fiestas y vino y pan y cariños. Hablaban de cuando a Venaquí Viejo se le congelaron los dedos de un pie y casi se los tienen que cortar y que nunca podían comer la carne de esas vacas porque no eran suyas y que si mataban una cabra era para vender, pocas veces para comer, y que menos mal que los hijos se fueron porque esos no han pasado hambre y han estudiado y tienen buenas vidas, aunque no tengan tiempo para visitar y estar con ellos, excepto Venaquí Joven, que ese sí que tiene arraigo a la tierra. Pero cuánto sufre para salir adelante y cuánto echa de menos las cabras. Porque esta vida es muy perra, decían, y lo decían a malas, lo cual yo no acabo de entender.
Pero un día Orejas empezó a decir cosas que Venaquí Viejo no entendía y, como no entendía, se quedaba callado. Yo olía su confusión y su miedo. Orejas decía las palabras que usan ellos para comunicarse, pero juntas no tenían ningún sentido. Venaquí decía un sí, claro, de vez en cuando, pero ya no podían recordar juntos sus viajes más allá de la sierra, los piornos, el vino y las risas, tampoco el hambre o la soledad. Eso también lo olía yo, la soledad cada vez más grande de Venaquí Viejo y de Orejas. Porque estaban juntos, pero ya no se entendían. Aun así, salían cada tarde a pasear. Venaquí, si tenía ánimo, comenzaba a hablar de cuando... y había días que Orejas le escuchaba y sonreía, pero otros se enfadaba con él sin motivo aparente y empezaba a encadenar palabras sin sentido. Un día, sin venir a cuento, Orejas me dio un golpe en el lomo con el palo y Venaquí se asustó, aunque más me asusté yo, pero no dijo nada. Yo tampoco dije nada porque no soy como Croqueta, que ya sabemos cómo acabó. No me enfrento nunca a los humanos, prefiero evitarlos si huelo que me pueden hacer daño. Al día siguiente Orejas hizo lo mismo y ya no volví a pasear con ellos. Venaquí me llamaba con pena, pero más de dos golpes a mí no me da el mismo humano. El caso es que después de ese día, empecé a ver menos a Orejas hasta que un día desapareció y entonces volví a acercarme a Venaquí, al que rodeaba ya una nube muy densa de tristeza, tan densa que no se podía oler otra cosa. Venaquí mismo me contó lo que había pasado con su amigo. Vino su familia, me dijo, y se lo llevaron para que alguien lo cuidara y no le voy a volver a ver. Eso dijo. Yo intenté consolarlo y ya no me separé de él. En la plaza comentaron que a todos les acabaría pasando lo mismo, que si se ponían enfermos no había médico, que si necesitaban algo no había autobús para salir a comprarlo y ya nadie tenía coche, que si los inviernos, aunque ya no eran tan fríos como antes, seguían trayendo hielo, hielo que se congelaba en las calles y que cuántas caídas habían tenido ya y todos entonces se acordaban de aquella mujer que se partió la crisma hace muchos inviernos y para cuando llegó el médico se le había escurrido la vida por la herida. Y poco tiempo después vino Venaquí Joven y se llevó al Viejo. Pero yo me quedé.
Croqueta siempre me decía que yo era muy previsor. Y tenía razón. Por ejemplo, cuando Venaquí Joven nos daba el pan, yo siempre cogía la mejor pieza y me la llevaba a esconder a algún lugar que nadie pudiera encontrar. Nunca se sabe cuándo te vas a quedar sin pan o sin caricias. Antes de que se empezaran a llevar a los humanos porque se hacían viejos yo ya me había fijado en dos nuevos. Eran macho y hembra y olían a feromonas y felicidad. Alguna vez nos habíamos encontrado cuando andábamos con las cabras y ella se acercaba a darnos caricias. Croqueta les puso de nombre La Pareja porque nunca les veíamos separados, así que no necesitábamos un nombre para cada uno. Cuando me quedé solo me fui acercando cada vez más a La Pareja. Al principio no nos entendimos del todo bien. Tienen un peral irresistible y las primeras veces que fui a su casa no pude evitar dejarle una marquita. Aguas limpias, nada grave, pero ya se sabe cómo son los humanos con sus frutales. Tampoco creo que les gustó demasiado que persiguiera a su gato, aunque luego me enteré de que el gato (que le han puesto el nombre más humillante que se puede uno imaginar, Chichinabo) no era realmente suyo, andaba por ahí como andan la mayoría de los gatos, por interés, aunque tengo que reconocer que Chichinabo es diferente. Es cierto que después de llegar yo se fue una temporadita a buscar gatas, pero desde que volvió cada vez nos llevamos mejor: perseguimos a otros intrusos, a veces incluso les montamos el espectáculo a La Pareja para que se rían, yo persigo a Chichinabo, él se sube al árbol, luego baja, nos damos un par de carreras y luego nos tumbamos uno al lado del otro a descansar. Eso les enternece mucho. Ya he pasado un invierno aquí, a la puerta de La Pareja. No quiero entrar en su casa porque una vez que entras en casa de un humano ya te puedes olvidar de tu libertad. Que no se me malinterprete: me gustan mucho las mantas que me han puesto para protegerme del frío, me encantan sus lentejas y sus espaguetis, las sardinas y las pieles de pescado que comparten conmigo, echo de menos un buen hueso, pero todo no se puede tener. Me gusta que me acaricien la tripa y detrás de las orejas y que me curen la pata cuando se me clava un espino. Les extraño cuando se van y no aparecen en unos días. Y me gusta cómo me miran, veo amor, y cómo huelen, también a amor. Incluso les permito que me llamen Pulgoso, aunque no tengo ni una sola pulga. Pero los humanos son impredecibles y hacen cosas que no tienen ningún sentido, por eso aunque creo que ahora estoy en una situación bastante estable y tengo pan y cariños, no estoy del todo tranquilo. Yo solo espero que La Pareja no se vaya también, que ninguno de los dos necesite un médico, un autobús, una subvención o esas otras cosas que son imprescindibles para los humanos y que aquí faltan; que, aunque vengan de lejos y no tengan cabras ni un pasado que les ate, aprendan a amar este territorio como lo amaban Venaquí Viejo, su hijo y Orejas. Y ojalá les pase como a mí, que no quieran pertenecer a otro lugar que no sea esta sierra que en los amaneceres de invierno resplandece rosada, a este río que ruge y refresca, a este olor a tomillo y manzanilla, a corzo y jabalí.