Es una idea desconcertante, porque el motivo que lleva a Dan y Vio a Madrid es que huyen de las consecuencias de un atraco a una joyería que salió mal y terminó con ambos buscados por la ley tras dejar gravemente herido a un policía. Sin ánimo de tejer comparativas entre lo que sucede con Dan y la biografía de Mario Casas —aunque hay otro hecho notable, y es que el hogar desestructurado de Dan contrasta con los fuertes y sanos vínculos familiares de los que disfrutan los Casas—, el comentario fuerza a mirar con suspicacia la hondura de lo que cuenta Mi soledad tiene alas o hasta dónde quiere llegar con ella Mario Casas como narrador.
La película fue coescrita por Casas con Deborah François: su compañera de reparto en El practicante, uno de tantos thrillers con los que Mario ha validado su carácter de actor serio en la última década. Su ambientación también nos lleva a unos barrios obreros barceloneses que Mario transitó con su hermano Óscar durante la niñez, pero la nota autobiográfica sigue desmereciendo el remanente emocional que el director habría hallado en el argumento. No es lo mismo querer ser actor en Madrid que huir de la justicia en Madrid: una justicia que seguramente impedirá que desarrolles cualquier pretensión creativa. De esta endeble equiparación bien pueden surgir la mayoría de los problemas de Mi soledad tiene alas.
Dan, en efecto, tiene una sensibilidad artística. Le gusta pintar, es un grafitero al que sus amigos comparan burlonamente con Banksy, y no deja de ser un buen chico al que las circunstancias han forzado a tener una relación estrecha con la violencia y el crimen. Mi soledad tiene alas no lo achaca tanto a una determinada extracción social como a la herencia familiar: un padre delincuente y drogadicto que al salir de prisión, coincidiendo con el fallecimiento de la abuela de Dan, conduce la vida del protagonista a un punto límite.
Dan es un personaje que Mario Casas escribió expresamente para su hermano Óscar, aunque ya habían trabajado juntos antes —en Fuga de cerebros o la serie Instinto, donde de hecho interpretaban a hermanos en la ficción—, suponiendo Mi soledad tiene alas la consagración de Óscar trasuna extensa carrera en la que empezó como actor infantil, protagonizando films como la futbolera El sueño de Iván. Dan bien podría ser el tipo de papel por el que Mario empezó a obtener credibilidad tras unos primeros compases donde su imagen sex symbol le impedía recabar credibilidad por parte de la crítica. Así que Dan, y con él Mi soledad tiene alas, es un regalo para su hermano.
Pero también para sí mismo. Mi soledad tiene alas es la prueba de fuego que atraviesan los actores ambiciosos, demostrando que su pasión por el cine no puede limitarse a seguir órdenes o a recitar las palabras de otro. Puesto que en el caso de Casas hubo de luchar previamente por que le tomaran en serio en otros términos, es posible trazar un parentesco con lo que habría sido la carrera de Ben Affleck en EE.UU.: estrella multitaquillera, cuyo gran atractivo físico junto a unas presuntas limitaciones actorales llevan a acceder a la dirección para callar unas cuantas bocas. De Adiós, pequeña, adiós en adelante.
En estos términos Affleck se ha labrado una sólida carrera como realizador. Está por ver si lo logra Casas, aunque su caso ha conseguido diferenciarse porque el respeto que su homólogo estadounidense nunca llegó a granjearse del todo en la parte interpretativa él ya lo ha adquirido sobradamente: en 2020 ganó el Goya por No matarás, victoria allanada por otras interpretaciones aplaudidas en El fotógrafo de Mauthausen, Toro, Adiós o Grupo 7 de Alberto Rodríguez, el film que lo empezó todo en 2012. El papel de Óscar en Mi soledad tiene alas puede remontarse a todos estos roles, como vía de paso a la legitimidad siguiendo los pasos de un hermano mayor que, a fuerza de esfuerzo y trabajo disciplinado, ya lo ha hecho todo.
Sí, en la interpretación de Óscar Casas es posible recordar al primer Mario Casas sorprendiendo al público español con otro registro tras su debut entre SMS y Los hombres de Paco como ídolo adolescente descamisado sin dar la espalda por completo a esta faceta. En 2010 Mario encadenó los proyectos de Carne de neón y Tres metros sobre el cielo como vehículos para lucir la “personalidad” que ya latía en títulos inmediatamente anteriores: un chaval rebelde agresivo, canallita, motero, a través del cual trazar una visión farisea del “barrio” como vía de desahogo para la conciencia burguesa.
Hache, en Tengo ganas de ti y su antecesora, enamoraba a una chica acomodada interpretada por María Valverde y acudía a representar las seducciones que un modo de vida puramente cinematográfico podía ejercer también sobre nosotros, espectadores imbuidos en la imagen autoaglutinante de la clase media. Hache era, pues, una fantasía pija, posibilitada por retóricas no muy distintas a las que en Carne de neón, a cargo de Paco Cabezas, levantaban una imagen espectacularizada de la delincuencia, surgida del reciclaje gangsteril de Guy Ritchie o Quentin Tarantino. No había realismo, no había barrio, por ningún lado.
Y aún así, entremezclándose estas interpretaciones con los evidentes esfuerzos de Casas por crecer profesionalmente, el actor reclamó para sí una idea de autenticidad pura, de gran atractivo mediático: el chaval subestimado por ídolo adolescente que lleva quince años escogiendo proyectos con sumo cuidado y trabajando con los mejores, desde la humildad y la bonhomía. Es esa misma idea de autenticidad que ahora quiere pasar a su hermano Óscar y a Mi soledad tiene alas, habiendo cometido un error dramático en el planteamiento: querer cimentar un drama vagamente realista, en lugar de un thriller o un ejercicio más comercial del estilo de las películas que llevaron a Mario Casas adonde está hoy.
Asumiendo esta genealogía, Mi soledad tiene alas puede ser satisfactoria desde el encaje industrial. Esto es, que el contar en su mayor parte con actores no profesionales —con la ostentosa salvedad de Óscar, y beneficiándose en este sentido del descubrimiento de Candela González— no obstaculiza ni el reclamo de ver a la gran estrella actual de nuestro cine dirigiendo por vez primera ni la solidez formal que ha invocado en este ejercicio. Es así: Mi soledad tiene alas tiene una factura de lo más solvente, lograda por una interiorización concienzuda de los mimbres que integran la parte más asentada de nuestra cinematografía.
La película tiene una fotografía estupenda, está competentemente realizada —con un plano secuencia inicial bien concebido a fuerza de insinuar las futuras tensiones del relato— y sabe rematar sus apuntes melodramáticos con un eficaz aparato impresionista en términos de efectos de sonido y banda sonora. Casas ha sabido, en fin, cómo integrarse orgánicamente en el tipo de cine que tantas alegrías le ha dado, pero en el fondo persiste una cierta impostura. Fruto de esta, el envoltorio no puede ocultar la vacuidad de la trama, queriendo comunicarse con un cine más tendente a la autoficción obrera —A cambio de nada de Daniel Guzmán sería un referente socorrido—, y generando una ruidosa disonancia al fracasar.
Los diálogos de Mi soledad tiene alas no eluden esta colisión del vistazo pretendidamente realista a los bajos fondos contra la cuidadosa manufactura industrial, deambulando entre lo (artificialmente) casual y lo forzado peliculero —el gran ejemplo es todo lo que rodea al padre, absolutamente increíble en el mal sentido— como resultado de un argumento para nada bien construido. No lo está porque, y acaso aquí vendría bien recordar la extraña comparación que ha hecho Casas con su periplo en Madrid, la odisea de Dan atraviesa varios temas sin profundizar en ninguno ni expresar una visión sobre nada en concreto.
Al director y guionista no parece interesarle demasiado el comentario sobre la clase, así que Mi soledad tiene alas no carga las tintas aquí. Sí tiene algún pasaje problemático en la parte de Madrid —donde la mirada de Casas es traicionada por lo exotista frente al narcotráfico y la inmigración—, pero la película prefiere asumir a Dan como vórtice de otras cuestiones como la pulsión violenta, el peso de lo familiar y la vocación artística. Los mencionados diálogos, sin embargo, suenan tan agotados y derivativos en última instancia porque no hay una aproximación directa a ellas, solo apuntes a vuelapluma que van resurgiendo para irle proporcionando a la historia algún giro, como si antes que cualquier cosa solo quisiera limitarse a ser entretenida.
Lo que tampoco estaría del todo mal. El problema es cómo esta inanidad temática se retroalimenta con el continente formulaico y arroja Mi soledad tiene alas a una inexpresividad bastante grave, haciéndola flotar sobre un vacío estético donde ni percibimos experiencias ni pensamientos: solo diversas inercias industriales que han desactivado la pulsión creativa del mismo modo que la violencia y la familia le ponen muy difícil a Dan prosperar como artista. Puede que Mario Casas dirija bien, pero por ahora no parece tener mucho que contar.