Todo eso se percibía ya en los alrededores del Poble Espanyol, el recinto barcelonés que acogería la segunda de sus tres actuaciones en España. Eran las nueve, hora de inicio, y la cola aún era larga y endiabladamente retorcida, como de embarque de avión; de esas que te hacen sentir tonto por dar tantas vueltas y que multiplican la impaciencia. Aún así, el público, principalmente argentinos migrados, no mostraba nerviosismo alguno, sino euforia. De hecho, en la calle el concierto ya había comenzado. La primera canción fue Yo no me siento en tu mesa, preciosa oda a la amistad editada en 1987. Los más eufóricos coreaban su skatalítico estribillo como quien anima a su equipo favorito. El ambiente fuera y dentro era el de esos partidos de fútbol que se van a ganar por goleada.
En el interior el concierto aún no había comenzado. El saxofonista Sergio Rotman amenizaba la espera pinchando singles de Wire, de los puertorriqueños Dávila 666 y de los Doors; singles a los que, todo sea dicho, nadie hacía caso. La canción que mejor se escuchaba, una vez más, era Yo no me siento en tu mesa, cuyo estribillo brotaba desordenadamente desde distintos flancos del recinto. Rotman pinchó Barbarism Begins At Home de los Smiths y en la pantalla se proyectó una imagen del bajista Andy Rourke, recientemente fallecido, pero nada. Ningún grupo importaba más en ese instante y en ese lugar que Los Fabulosos Cadillacs. Justo entonces, calló Morrissey, se apagaron las luces del recinto y salieron al escenario los nueve integrantes de la formación actual.
Para quien no lo conozca, el Poble Espanyol es un recinto al aire libre. Hay grupos que ya no se pueden ubicar en espacios cubiertos del mismo modo que se desaconseja lanzar fuegos artificiales bajo techo. El peligro de combustión es evidente. Y con los Cadillacs, inmediato. En los primeros minutos ya sonó Manuel Santillán, El León, una de esas canciones-relato en la línea de su admirado Rubén Blades que marcaron el destino de la banda. Una de esas canciones-golazo capitaneada por esa sección de viento que dibuja fraseos inconfundibles. En Los Fabulosos Cadillacs, trompeta, saxo y trombón no decoran las canciones: las anuncian y les prenden fuego. Por eso, el inicio de muchas de ellas es celebrado como un gol por la escuadra. Suenan los vientos de Manuel Santillán, El León y llega el primer gran motivo de celebración. Suenan los de Demasiada presión y te reencuentras con tu yo de hace 30 años. Suenan los de Carmela y te abrazas a tus amigos sin necesidad de explicar por qué.
Vicentico lucía un gabán tres cuartos. La mano derecha, en el bolsillo por si hay que salir volao. Con la otra sostenía el bastón. Sr. Flavio optó por una remera de la selección argentina de fútbol. Los hijos de uno y otro han rejuvenecido la alineación desde la guitarra y las percusiones, pero aun así parecen un hatajo de bregados piratas dispuestos al abordaje. Como Manu Negra, Madness, los Pogues, los Skatalites, ‘Los siete magníficos’ o los cuarenta ladrones de Alí Babá. Solo que ninguna de estas cuadrillas han desvalijado galeones y goletas con tan dispares estrategias: de la salsa al thrash metal, del hardcore al raggamuffin, del dub al candombe, del samba al funk. Imposible aburrirse con ellos.
E imposible asistir impasible a muchos de sus versos. “No quiero morir sin antes haber amado, pero tampoco quiero morir de amor”, entonó Vicentico y sus cinco mil coristas en Calaveras y diablitos. Los Cadillacs son un grupo de aspecto recio, pero corazón tierno. Por eso pueden abordar un trallazo anticolonialista como V centenario justo después de una balada reggae como Siguiendo la luna, lo más cerca que estuvieron nunca de Maná.
Vicentico tardó casi una hora en quitarse las gafas de sol y saludar al público, pero nadie percibió que el grupo estuviese distante. La complicidad entre él y Sr. Flavio era muy visible, la expresividad de la sección de vientos estaba fuera de toda duda, los gestos de Rotman caldeando aún más la plaza eran continuos y, más importante todavía, las canciones hablaban por ellos. Hablaban por ellos, de ellos y de muchos de los que las coreaban con ojos llorosos y el rostro sudado. El abordaje estaba avanzando según lo previsto, pero entonces cayeron, del tirón, Carnaval toda la vida, Mal bicho y Matador. Un consejo para disfrutar el presente, un salivazo contra las dictaduras y una oda a un superhéroe de las palabras en tiempos hostiles. Los Cadillacs más luminosos y brasileños, el raggamuffin más argentino jamás imaginado y el himno más redondo de su cancionero. Historia de la música latinoamericana y universal. El podio completo.
A esas alturas de la noche ya resultaba imposible filmar lo que ocurría en el escenario sin que se colasen en la pantalla decenas de móviles haciendo lo mismo. Hacia el final de Mal bicho, Vicentico detuvo la canción y propuso al público esconder los móviles y guardar unos segundos de silencio. No es cuestión de forzar el chiste, pero a nadie en su sano juicio se le ocurre hacer callar a miles de argentinos eufóricos solo para que se sientan aún más unidos y en comunión. Costó. Costó mucho. Y, como bien aclararía Vicentico, esa unión ya era más que evidente antes del silencio. Allí había cinco mil personas juntas y en absoluta comunión, sin zonas VIP segregadoras. Todos a una bajo la luna.
(Y todos, también, comprando el vaso para poder beber cerveza. El Poble Espanyol es uno de esos recintos que practica el ecotimo del vaso reutilizable).
Vasos vacíos fue el bis más coreado de los cuatro que integraron la recta final del concierto. En su día la grabaron junto a doña Celia Cruz. Ella se fue, pero el estribillo sigue ahí, disponible para quien pase por horas bajas o mal lleve la distancia: “Siempre habrá vasos vacíos con agua de la ciudad / La nuestra es agua de río mezclada con mar / Levanta los brazos mujer y ponte esta noche a bailar / Que la nuestra es agua de río mezclada con mar”. Y tras El satánico Dr. Cadillac, en la que Vicentico acabó visiblemente asfixiado, el concierto terminó exactamente como había empezado dos horas antes en la calle: con miles de personas coreando el estribillo de Yo no me sentaría en tu mesa.
Esa letra se puede interpretar hoy como un canto triunfal a la amistad después de tantos años de éxitos y sinsabores de la banda. En su día nació como una respuesta a los que criticaban el rumbo estilístico que tomaron los Cadillacs a final de los 80. Ahora está plenamente asumido que un grupo puede sonar rockero y verbenero, pero entonces era muy inusual; incluso en Latinoamérica, cuna de la mayoría de géneros que años después correrían por las venas de los grupos mestizos y rock latino. “Está lloviendo pero yo no me voy a mojar / Mis amigos me cubren cuando voy a llorar / Por más que quieras tapar toda nuestra voz / Nunca podrás callar esta canción”, amenazaban. Y acto seguido, coreaban ese estribillo al que se engancharían tantísimos compatriotas. Cuánta razón.
Ver a Los Fabulosos Cadillacs en 2023, tan bien asentados y conjuntados, tan pro-fe-sio-na-les, después de superar sus etapas más inestables y erráticas en el escenario, fue un inmenso placer. Hay giras de aniversario que solo te permiten intuir cómo llegó a ser y sonar un grupo, aunque el significado de su repertorio no se haya diluido. La gira de trigésimo aniversario de ‘El León’ permite disfrutar de un grupo poderoso, elástico, pletórico y, sobre todo, plenamente reconciliado consigo mismo; consciente de la hazaña que protagonizó, de lo mucho que costó consumarla y dispuesto a reivindicar su fabuloso legado. Una hermandad de supervivientes de mil naufragios. Una amistad musical eterna.