El otro día me volví a reencontrar con Settembrini, también en una estación, esta vez fue en la de Ourense. Veintitantos años después, Settembrini volvió a aparecer, teatral y lírico, en la traducción de Isabel García Adánez de La montaña mágica (Debolsillo), la apasionante historia de Hans Castorp cuando llega al sanatorio de visita a ver a su primo Joachim.
Fascinado por los pacientes que habitan el lugar, Castorp descubre costumbres, manías y atributos peculiares como el de una de las enfermas cuando pasa a su lado y silba, pero no con la boca, “pues ni siquiera redondeó los labios, todo lo contrario: los mantuvo completamente cerrados”. El joven Castorp no sale de su asombro ante el fenómeno y será su primo Joachim el que le aclare que la chica no silba con el vientre, como en un principio pensaba Castorp, sino con el neumotórax.
Joachim sigue explicando que se trata de una operación que se realiza cuando un pulmón está “deteriorado” para insuflarle gas. Parece ser que la cosa funciona y, con ello, en el sanatorio se ha creado una especie de hermandad cuyos miembros se denominan a sí mismos la Sociedad Medio Pulmón. Hasta aquí, Thomas Mann nos pasea por el escenario de un purgatorio muy particular donde el drama se agita con la comedia.
Con todo, recogiendo el trastorno pulmonar y llevándolo hasta la música nos encontramos con una relación donde la tuberculosis queda atrás. Se trata del neumotórax cuando no resulta provocado por una dolencia interior, causa del tabaco o de una enfermedad pulmonar, sino por la descarga de vatios en discotecas y conciertos. La rotura del pulmón es posible con el sonido a lo bruto y eso es lo que le sucedió a un amigo de mi barrio al que apodábamos el Chichas.
Fue en el concierto que dieron los Motorhead en el Pabellón de Deportes del Real Madrid, finales de 1981. Estábamos en primera fila y el Chichas cayó en redondo al suelo y se empezó a poner azul. Pensamos que le había dado un bajón de tanto canuto como había fumado, pero no. Lo sacamos a la calle y vino una ambulancia a recogerlo. Con la despreocupación de nuestra adolescencia volvimos al concierto como si nada hubiera pasado. Al otro día nos enteramos de que al Chichas le había reventado un pulmón, que había pillao un neumotórax, culpa de los vatios. Nunca terminamos de creernos la causa, y seguimos yendo a conciertos, poniéndonos en primera fila, pidiendo descarga de vatios que retumbasen en nuestro pecho.
El otro día, en Ourense, cuando la paciente del sanatorio silbó con el pulmón maltrecho al paso de Hans Castororp, me acordé del Chichas y de toda aquella época en la que íbamos a los conciertos del Pabellón. No nos perdíamos uno: Saxon, Obus, Ted Nugent, Barón Rojo, y toda la pandilla del heavy metal al completo.
Recuerdo a los policías y sus coches blancos que llamábamos lecheras. Los maderos esperaban en la puerta y nos ponían en fila, pegados a la pared. “Con las entradas en la mano, que se vean” imperaban con chulería. Y entonces cantábamos aquella canción de Leño que dice: Puñados de cucarachas, van recorriendo las calles, invadiendo nuestra casa y contaminando el aire.....
Son cosas que me vienen al hilo del recuerdo mientras releo La montaña mágica, una de las novelas que más me han marcado, y cuya lectura recomiendo a todas las personas que se quieran dedicar al oficio más antiguo del mundo: el de contar historias. Porque La montaña mágica, más que un sanatorio, es una escuela de escritura.