Holden Caulfield, en El guardián entre el centeno, comparte un sueño habitual que a la postre sirve para dar título a la novela de J.D. Salinger. “Los niños juegan en un campo de centeno pero no hay nadie vigilándolos, solo yo. Estoy al borde del precipicio y mi trabajo es evitar que caigan en él. Eso es lo que me gustaría hacer siempre, vigilarlos”, explicaba Holden. Con esta imagen, Salinger acotaba la psicología de su protagonista, obsesionado con salvaguardar la pureza del mundo antes de que diversas fuerzas sociales la mancillaran. Era un recurso de tantos, en fin, para retratar la crisis de este adolescente ante la llegada de la madurez.
Pero que fuera un recurso literario no impidió que dicha imagen legitimara las acciones de ciertos sujetos. Charles Manson. Mark David Chapman, asesino de John Lennon. John Hinckley Jr., responsable del atentado contra Reagan. Robert John Bardo, asesino de Rebecca Schaffer. Todos ellos se habían tomado en serio a Holden, razonando sus palabras de tal forma que el crimen fuera la conclusión lógica. El guardián entre el centeno no tenía culpa de nada, como desde luego Sound of Freedom, en tanto ficción, tampoco ofrece motivos para pensar en ramificaciones perturbadoras. Otra cosa, claro, es lo que la película tenga detrás.
Un rasgo distintivo del Ballard cinematográfico es la importancia que la religión tiene en sus convicciones. “Los hijos de Dios no están en venta”, dice el personaje de Caviezel, suscribiendo la filiación de Sound of Freedom a una realidad industrial que lleva dos décadas marcando la taquilla estadounidense. Hablamos del llamado cine “faith based”, el cine comercial religioso, que a partir del fenómeno de La pasión de Cristo en 2003 reveló que había un nicho de público al que la maquinaria estándar de Hollywood estaba descuidando.
El cine faith based ha ido creciendo y logrando una recaudación muy reseñable, al punto de tener star system propio. Sean Astin y Hayden Christensen, llegados de El señor de los anillos y Star Wars, forman parte de él. Como también Kevin Sorbo, Greg Kinnear o Jennifer Garner, que en 2016 arrasara con Los milagros del cielo. El cine faith based suele cultivar dramas intimistas y ser muy rentable, pues fideliza a un público feligrés desde misas donde se recomienda cierta película, o desde asociaciones que organizan excursiones para ir a verla.
No es un fenómeno exclusivo a EE.UU. También aquí, en España, tiene un eco considerable, generalmente supeditado a biopics de sacerdotes o cine documental, que logra igualmente su porción de taquilla. El mismo Caviezel, tras protagonizar La pasión de Cristo y poco antes de Sound of Freedom, intervino en Onyx, los reyes del grial, una coproducción que mezclaba el documental con la ficción. Se ha ido forjando un mercado, en fin, y algo definitorio en su forja ha sido cómo se ha ido vendiendo más allá de iglesias o prescripciones eclesiásticas.
Películas como la citada Los milagros del cielo han atraído a sus numerosos espectadores a través de campañas virales en Internet. Su promoción invitó a que la audiencia compartiera fotos en Facebook de sus seres queridos enfermos de cáncer, por ejemplo. Más allá de lo pintoresco que pueda parecer, más allá del nulo caso que se le hace en los cauces mediáticos habituales, lo cierto es que el cine faith based sabe manejar las redes sociales, y amasar a un público leal (normalmente ya converso) que esté al tanto de sus novedades.
A poco de que ciertos agentes industriales se percaten de lo que ocurre, es lógico que quieran sacar tajada. Sound of Freedom, sin ir más lejos, es un lanzamiento que en España A Contracorriente ha orquestado a lo grande. La distribuidora, que en el catálogo de su plataforma de streaming acontra+ incluye The Chosen —una serie dedicada a la vida de Jesucristo que produce Angel Studios, la misma empresa que Sound of Freedom—, ha invertido notablemente en publicidad, y la enseña de Sound of Freedom ha aparecido tanto en autobuses como en camisetas personalizadas que en Madrid ofertan los Cines Embajadores.
Naturalmente se trata de una respuesta a lo sucedido en EE.UU., donde Sound of Freedom resulta ser una de las películas independientes más taquilleras de la historia. Los primeros titulares que acaparó se debieron a lo recaudado en su primer fin de semana, el del 4 de julio. Estos 14 millones de dólares superaban la floja apertura de Indiana Jones y el dial del destino (uno de los grandes fracasos del año para Hollywood), y siguieron sumando. Durante varios días Sound of Freedom estuvo tercera en la taquilla doméstica, tras Barbie y Oppenheimer.
Y entonces sí llegó el escrutinio mediático, con la sospecha de que esta taquilla estaba siendo inflada artificialmente. Las pruebas aparecían en el propio film, que concluye con un mensaje personal de Caviezel animando a los espectadores a usar el pay-it forward: esto es, a comprar entradas extra “para alguien que de otro modo no vería la película”. Constituía otra variante de hábil campaña faith based, pero ya que un resultado visible eran las butacas vacías en base a entradas compradas pero no usadas, cundió la sospecha y sobrevino la guerra cultural.
Porque no solo hablamos de cine religioso. Hablamos de un cine comercial que quiere desafiar la supuesta hegemonía ideológica de Hollywood, y que más allá de la confluencia de parroquias (pero no muy lejos) se concreta en todo un mercado destinado al votante conservador. La desaparecida Cinestate —que produjo las películas de S. Craig Zahler— es un ejemplo como lo es el estudio que ha fletado el Daily Wire de Ben Shapiro, gran altavoz ultraderechista. Shapiro le produjo una película a Gina Carano luego de su publicitado despido de The Mandalorian, y Shapiro ha alabado Sound of Freedom. Junto a voces como la de Elon Musk, Donald Trump o el director de La pasión de Cristo, Mel Gibson.
El germen de Sound of Freedom se localiza algo antes de que Ballard fundara en 2013 la Operación Ferrocarril Subterráneo, ONG dedicada a perseguir el tráfico sexual. El mexicano Alejandro Monteverde triunfó en 2006 al dirigir Bella, una comedia de vocación antiabortista que lanzó a la fama a su actor, Eduardo Verástegui. Esta dupla repetiría en Sound of Freedom, según Monteverde supiera de la existencia de la organización de Ballard, y dirigió la película con producción de 20th Century Fox. Hacia 2018 Sound of Freedom ya estaba rodada, pero la compra de Fox por Disney condujo a que el proyecto se quedara guardado en un cajón.
Sound of Freedom no tenía distribución, pero sí un público. Verástegui, con un papel secundario en Sound of Freedom, pudo lograr que la película llegara a cines. Y es que en el tiempo transcurrido desde Bella había ganado reconocimiento como productor y activista: en concreto, por su oposición al matrimonio homosexual y al aborto —que reaparecía en otra de sus obras, Crescendo, alertando contra él según la absurda pregunta “¿qué pasaría si la madre de Beethoven hubiera abortado?”—, que le llevarían a medrar políticamente. Verástegui quiere presentarse a las elecciones presidenciales de México en 2024, y tiene vínculos con la organización española de extrema derecha HazteOír: en 2009 recibió un premio de su parte.
¿Qué hizo Verástegui por Sound of Freedom? Llevarla a Angel Studios, estudio indie nacido a rebufo de la explosión faith based que en 2023 se las prometía muy felices tanto con The Chosen como con otro potencial éxito, Su único hijo. Angel Studios se animó a distribuir mediante el equity crowdfunding: esto es, la financiación de hasta 7.000 personas sin relación directa con la empresa (apodadas “ángeles”), para llevar Sound of Freedom a todos los cines posibles. Durante el proceso, aún más grietas inquietantes fueron surcando el fenómeno.
Uno de esos ángeles, Fabian Marta, fue arrestado en agosto acusado de secuestro de menores. Paralelamente, las actividades de Ballard al frente de la Operación Ferrocarril Subterráneo empezaron a ser investigadas, y se descubrió que su repentina salida se había visto forzada por varias demandas de abuso sexual. La OFS, que ya había hecho cundir sospechas por su opacidad y lo irregular de sus métodos, acostumbraba a organizar operativos que requirieran que Ballard y los suyos fingieran ser pederastas, tal cual se ve en Sound of Freedom. Esto a veces requería hacerse pasar por un matrimonio junto a otras trabajadoras, y al parecer Ballard habría aprovechado esta mascarada para propasarse sexualmente con ellas.
Por si todo esto fuera poco, está lo del QAnon. Esta teoría de la conspiración sostiene que hay toda una red internacional de pederastia conformada por élites progresistas y estrellas de Hollywood, que adoran a Satán y ven en Donald Trump al único enemigo capaz de hacerles frente. El QAnon, al que el mismo Trump ha dado alas en sus discursos y que tuvo un papel primordial en el asalto al capitolio de enero de 2021, no aparece mencionado en Sound of Freedom. Las redes de pederastia son identificadas con vagueza, conformando un enemigo monolítico donde proyectar sin aristas un crimen universalmente odiado.
Caviezel, no obstante, es un ferviente defensor de la teoría QAnon, y en actos promocionales de Sound of Freedom no ha dudado en dar pábulo a ideas como que élites cercanas al Partido Demócrata no solo esclavizan niños, sino que beben su sangre para obtener efectos rejuvenecedores. En paralelo Tim Ballard, aun negando afinidad con este movimiento, ha sugerido frente a los medios que QAnon ha ayudado a que “ciertas personas abran los ojos”.
Tal es, en resumen, el complejo escenario que Sound of Freedom tiene a sus espaldas. Uno que, por mucho que el guion intente plegarse a situaciones que justifiquen una respuesta unívoca —la indignación por lo retratado, el deseo de contribuir a la lucha por que se erradique—, no logra esquivar. Sound of Freedom tiene las hechuras de un thriller de ritmo ágil y trama sencilla, que sin embargo naufraga a la hora de intentar darle matices a los personajes o una profundidad a sus peripecias más allá de la concienciación alarmista.
Caviezel, en el mensaje del final, compara las pretensiones de Sound of Freedom con lo que La cabaña del tío Tom simbolizó para la abolición de la esclavitud. Este ánimo delirante se extrapola a la interpretación de Caviezel, tan solemne que parece presa del trance, y contagia la arquitectura de un film de abismal mediocridad: el tipo exacto de mediocridad (reflexiva, estética) que asociamos a la propaganda. Por eso, contrariamente a lo que busque el film o las personas involucradas en él más bienintencionadas, no hay que caer en la trampa de aislar nuestra experiencia de la película de su momento cultural y político. Porque está embebida en él y el bienestar de los niños, como lo era para Holden Caulfield, solo es una coartada.