En una entrevista de gran difusión con Gleen Greenwald, el periodista que hizo públicas en The Guardian las revelaciones de Edward Snowden, Waters apeló al derecho de Palestina a resistir su ocupación. A partir de ese momento, empezaron las cancelaciones. Hasta cinco establecimientos hoteleros se han negado a alojarlo en los últimos días. El británico, que tiene programados varios conciertos de su gira de despedida para las próximas semanas, ha visto cómo hoteles de Montevideo, Buenos Aires y Bogotá han ejercido su derecho de admisión contra él y le han denegado la estancia, según reportaron los medios latinoamericanos.
Tampoco es la primera vez. Waters ha sido repetidamente tachado de antisemita por respaldar al movimiento propalestino BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones) desde 2011, año en que a través de una carta abierta al periódico The Guardian quiso sumarse a las exigencias de dicha organización e iniciar un boicot cultural con una petición expresa a la comunidad de músicos para que excluyeran a Israel de sus giras. En ella reafirmaba su solidaridad, no solo con el pueblo palestino, sino también con aquellos israelíes que pueden no comulgar con las decisiones de su gobierno. Waters, que describe la política del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, como “supremacista y racista", se pronuncia taxativamente en contra de la ocupación y el apartheid que sufren los palestinos desde 1948. Una empatía, la que profesa hacia los pueblos de Oriente Medio, cuyo origen se remonta a su juventud, cuando, tras recorrer Europa haciendo autostop, Waters visitó la zona. Allí le conmovió la hospitalidad de un viejo y humilde matrimonio árabe que, además de ofrecerle comida y techo donde pernoctar, le cedió la única cama de la que disponía. Aquella experiencia caló en el joven, quien décadas más tarde la transformaría en canción. Leaving Beirut (2004) recoge ese vínculo sensible y fraternal que ha moldeado la concepción humanista del músico, quien siempre se refiere a los habitantes del mundo como sus “hermanos y hermanas”.
Es por ello que, ante la ráfaga de acusaciones de antisemitismo, reitere la misma réplica. Roger Waters insiste en que su problema es el Estado de Israel y no los judíos. Así de tajante se mostraba en unas declaraciones del pasado año a la revista Rolling Stone: “Absolutamente no. No soy antisemita. Pero eso no evita que los imbéciles intenten desprestigiarme calificándome como tal”. Y hace solo unos días lo recalcaba en otra entrevista: “No más asesinatos en Tierra Sagrada. De nadie. Todos somos iguales y merecemos los mismos derechos humanos”. En cualquier caso, sus continuas puntualizaciones no han evitado la reciente publicación de The Dark Side of Roger Waters, un breve documental que pretende demostrar su antisemitismo a través de inquietantes correos y declaraciones de personas que trabajaron con él, incluido Bob Ezrin, productor de The Wall (1979) o el saxofonista Norbert Stachel, ambos judíos. Hasta David Gilmour, quien fuera su compañero en Pink Floyd, se ha servido del mismo para echar más leña a una relación irrecuperable, deteriorada desde que en 1985 Waters abandonara la formación por desavenencias sobre la dirección artística del proyecto e iniciara una etapa en solitario. Gilmour, que retuiteó la publicación en que se promocionaba The Dark Side of Roger Waters, hundía un poco más el machete de la discordia entre ambos. Pocos días después, Waters hacía público un comunicado para responder a las acusaciones vertidas en el documental.
Quien en sus años de estudiante liderara en Cambridge un movimiento juvenil por el desarme nuclear es ahora partidario de una Palestina libre, apoya la causa Black Lives Matter, exige la liberación de Julian Assange, se cuestiona el relato occidental en temas como la guerra de Ucrania y denuncia la demagogia de la extrema derecha encarnada en Jail Bolsonaro o Donald Trump. El músico apela a la Declaración Universal de Derechos Humanos de París en 1948 como base de su pensamiento político.
Nadie que conozca mínimamente la discografía de Roger Waters se sorprenderá de su posicionamiento ni de su vehemencia en transmitirlo. Hablamos de alguien que escupió a un espectador que le incordiaba en uno de sus conciertos y, sacudido por su ignominioso gesto, se construyó un gran muro conceptual tras el que aislarse del mundo. The Wall es un álbum mastodóntico, la gran obsesión del entonces bajista de Pink Floyd, con el que rubricaba su compulsión por determinados asuntos: el antibelicismo, la opresión del sistema educativo o el antifascismo, entre otros. Waters, que recogió el testigo como compositor principal de la banda tras la desvinculación forzosa (y forzada) de Syd Barret por problemas de salud mental, es un creador honesto e introspectivo que combina los grandes temas existenciales con complejos arreglos musicales. Un ambicioso estilo, artístico y vanguardista, que definió y encumbró a los británicos en entregas tan emblemáticas como The Dark Side of the Moon (1973), Wish You Were Here (1975) o Animals (1977).
El mismo Waters, aficionado a la autorreferencia, ha gustado de explicar cómo algunas de sus composiciones trascendieron lo meramente artístico para jugar un papel activo en el plano político. Por ejemplo, Another Brick in the Wall, Part 2 (1979), un tema sobre cómo la educación coarta la individualidad, ha servido de himno para diversas causas, especialmente entre revueltas estudiantiles gracias a la literalidad de su texto. Solo un año después de su lanzamiento ya estaba prohibido en Sudáfrica, donde fue empleado por grupos de estudiantes negros para exigir una educación igualitaria. Y 25 años más tarde, en 2005, unos niños palestinos que participaban en el West Bank Festival la adaptaron para protestar contra el muro israelí: “We don't need no occupation! We don't need no racist wall!” (“¡No necesitamos ser ocupados! ¡No necesitamos un muro racista!”), cantaban. Entre algunas de sus célebres acciones destaca el macroconcierto con el que festejó la caída del Muro de Berlín, The Wall Live in Berlin, en julio de 1990, y cuyos beneficios fueron íntegros a la fundación World War Memorial Fund for Disaster Relief que protegía a las víctimas de las guerras.
El octogenario músico aprovecha el impacto de congregar a más de 20.000 personas en cada uno de sus conciertos para ejercer de altavoz de múltiples causas, con esa pizca de ira, soberbia y condescendencia que se gasta en sus arengas. Al inicio de su gira de despedida, This Is Not A Drill, que recorre ahora Sudamérica en su etapa final, se escucha su voz diciendo: “Si eres de los de ‘me encanta Pink Floyd pero no soporto el rollo político de Roger’ será mejor que te largues al bar de inmediato”. Sobre un escenario de 360º, Waters desgrana los grandes éxitos de su carrera al tiempo que una gigantesca pantalla proyecta enormes letras en las que pueden leerse desde nombres propios a eslóganes, entre ellos “a la mierda la ocupación”, “a la mierda el patriarcado” o “frena el capitalismo” (una contradicción que no escapa a los que desembolsan entre 70 y 140 euros por entrada).
Tras el paso de la gira por Berlín, las autoridades alemanas cancelaban el concierto que estaba previsto en Fráncfort. Tanto los visuales como la imaginería propia del espectáculo fueron, de nuevo, tildados de antisemitismo. La acusación recaía, principalmente, en una de las secciones del espectáculo en la que se exhiben nombres de quienes Waters considera víctimas del autoritarismo: junto al de George Floyd, asesinado por la policía estadounidense, se puede leer el de la periodista palestina Shireen Abu Akleh o el de la adolescente judía Ana Frank. Esta acción fue también denunciada por el Estado de Israel a través de un tuit que incluía un par de imágenes del concierto y el siguiente texto: “Buenos días a todos menos a Roger Waters, que pasó la noche en Berlín profanando la memoria de Ana Frank y de los 6 millones de judíos asesinados en el Holocausto”.
A pesar de que el británico ganó el recurso y pudo finalmente tocar en Fráncfort, la controversia no ha dejado de acompañarle en el transcurso de la gira, ya sea por unos u otros motivos. Así, el vuelo por el interior del recinto de un cerdo inflable marcado con la Estrella de David, volvió a enfurecer al sionismo. El animal, que forma parte de la imagen de Pink Floyd desde que protagonizara hace más de 40 años la portada de Animals (1977), es un símbolo de opresores (cerdos) frente a oprimidos (ovejas) préstamo de Rebelión en la granja (1945) de George Orwell y que Waters emplea de forma mudable para denunciar diferentes cuestiones. También causó gran revuelo una teatralización del fascismo cuando Waters aparece sobre el escenario vestido con un uniforme similar al de las SS y una falsa metralleta. Una representación satírica de lo demagogo de estos regímenes en “un claro gesto contrario al fascismo y la injusticia”, según pudo aclarar él mismo tras ser investigado por incitación al odio.
En cualquier caso, resulta irónico que se relacione al británico con el nazismo. Waters perdió a su padre en la Segunda Guerra Mundial, lo que provocó en él un rotundo rechazo hacia el belicismo, el fascismo y toda forma de autoridad. Una historia que, además, inspiraría canciones como When The Tigers Broke Free (1979) o The Final Cut (1983). Eric Fletcher Waters, quien paradójicamente también perdió a su padre en la guerra (la Primera, en su caso), era un profesor de historia de origen humilde, pacifista y comunista que guardaba afinidad política con su mujer. Cuando los nazis atacaron Inglaterra, se hizo objetor y se le encomendó la conducción de una ambulancia, pero el avance fascista zarandeó su conciencia y acabó alistándose. Fue uno de los 4.000 muertos británicos en La batalla de Anzio (Italia), en febrero de 1944. Roger Waters era entonces un bebé de seis meses. Al no ser recuperado el cuerpo, fantaseó toda su infancia con la posibilidad de que, en algún momento, apareciera con vida. Le llevó años aceptarlo. Y le quedó la rabia. Pero también un valioso ejemplo que condicionó, inequívocamente, su ideario.