La suya era una historia con potencial para, llevada a la gran pantalla, armar un drama deportivo con bien de épica y empaque. Una más que posible máquina expendedora de lagrimones y billetes con la que emocionar y regalar un muy buen rato al público amante de este género. Lástima que el ego de Taika Waititi haya optado por transformar esta gran oportunidad en una película sin ningún tipo de interés ni alma. El peor equipo del mundo, que llega este miércoles 27 de diciembre a las salas, es petulante, burda y simplona. Y rezuma olor a rancio.
Si la intención del cineasta neozelandés era parodiar los largometrajes de deporte, desde luego no lo ha conseguido. Tampoco ha sabido aprovechar sus ingredientes para conectar con el público ni explotar el intento de camino de redención de su protagonista, el entrenador que encarna Michael Fassbender. El suyo es el personaje mejor tratado del largometraje y al que más se le permite –chiste tránsfobo incluido–, aunque con torpeza.
En el inicio de la cinta se le presenta hundido en una reunión con los máximos dirigentes de la FIFA, entre los que figura su expareja, a la que interpreta Elisabeth Moss. Le informan de que está despedido, pero le conceden la opción de aceptar la vacante de Samoa Americana. "¿Es una broma?", es su inmediata e incrédula reacción. Pero no le queda otra opción. Thomas acepta la misión, que recibe como un duro y desmesurado castigo.
Nadie quiere ponerse al frente de una selección que no solo no conoce la victoria, sino que no ha marcado ni un solo gol en toda su historia. Pese a que es evidente que el entrenador no debe estar pasando por su mejor momento, nada invita a pensar que el motivo por el que le envían allí sea para que aprenda alguna lección vital que le encauce; como sí ocurría con el personaje de Javier Gutiérrez de Campeones (Javier Fesser, 2018). Se dan demasiadas pocas pinceladas de su situación personal, pero sí muchas sobre su mal carácter y arrogancia una vez aterriza en la isla, en la que es recibido como si fuera un Dios.
"No tenéis ni talento, ni habilidad ni comprensión alguna del juego", son sus primeras palabras tras ver a su plantilla en acción. Trata a todo el mundo con superioridad, hace de menos a cada persona que interactúa con él, no respeta sus costumbres y dedica la amplia mayoría de su tiempo a beber alcohol. Nada de esto impide que sea leído como el 'Mesías blanco salvador' que predica sobre fútbol y disciplina a unos pocos desalmados que más allá de lo evidente que es que no tienen especial destreza para jugar a este deporte, de agilidad mental tampoco van sobrados.
Hay ironía en su tratamiento, pero si lo que el director pretendía era hacer una parodia, lo que acaba figurando en el marcador final es más bien la ridiculización de los aquí 'otros': los habitantes de una isla en la que "todo el mundo tiene muchos trabajos" para llegar a final de mes y las horas de oración detienen el tiempo ya se esté caminando por la calle, limpiando la casa o en mitad de un entrenamiento. Además, ser seleccionador nacional no va de la mano de lujos, no vive en una mansión, no tiene asistente personal, nadie le hace la compra –de hecho, medio recluta/explota a un chaval para que le compre alcohol a escondidas– ni se le dota del coche más moderno del mercado.
Waititi, a través de Thomas, adopta con los samoanos una actitud paternalista con la que les infantiliza y casi adiestra para despojarles de sus tradiciones y manera de entender la vida. Porque solo así prosperarán y les irá mejor. Lo refleja en la evolución de su rendimiento sobre el césped para logar el ansiado gol, pero el aleccionamiento es extensible a lo que ocurre fuera del terreno de juego.
No importa lo ajenos y mediocres que sean sus propios dilemas –porque no se explican con el cuidado que se debería–, la película insiste en obligar a que te pongas de su lado porque, pese a lo despreciable que puedas llegar a ser, ser hombre, blanco –y heterosexual– te concede inmediatamente el poder de saber qué es lo correcto. No es que el personaje sea la encarnación del diablo y sí se acaba destapando el por qué de la herida que fragua su ánimo; pero la tentativa de justificación llega tarde, descafeinada y desdibujada entre tanto chiste y gag nimio.
El director estrena El peor equipo del mundo tras Jojo Rabbit y Thor: Love and Thunder. La primera le valió para –sorprendentemente– ganar el Oscar a Mejor guion adaptado en 2020, arrebatándoselo a títulos como las Mujercitas de Greta Gerwig y El irlandés de Martin Scorsese que escribió Steve Zaillian. La apuesta de Waititi en esta comedia negra era infantilizar a Hitler para ridiculizar el nazismo, aunque terminó quedándose a medias por el artificio con el que envolvió la historia de un niño que tenía al mismísimo Führer como amigo imaginario.
La cuarta entrega de Thor no fue mucho mejor en 2022. El exceso de chistes y bromas acribillaron los aciertos de este largometraje que, de nuevo, pretendía ser paródico y divertido. Una tendencia que se repite en su nuevo filme en el que se ha reservado un papel totalmente innecesario, como líder religioso. Un desparrame de ego para el que se reserva hasta una escena postcréditos filmada única y exclusivamente para contar con minutos de metraje para copar él mismo el centro de la pantalla.
No aporta nada a la trama y, de hecho, la entorpece, ya que aparece tras las cartelas que explican cuál fue el devenir de las personas reales en las que está basado el largometraje. Un momento reconciliador porque revela el verdadero interés de una historia que Mike Brett y Steve Jamison ya llevaron el cine en 2014 en forma de documental, Next Goal Wins. Y eso genera inmediatamente interés, conecta con los alter ego de los personajes que llevas viendo casi dos horas en pantalla. A la vez da inevitablemente rabia, por lo desaprovechada que está la película.
Pero no importa demasiado, porque para cuando se ha interiorizado y generado por fin algo de empatía con el relato, irrumpe un Waititi histriónico que lo empantana todo y pone el peor broche posible al largometraje. Y todo por concederse a sí mismo un innecesario protagonismo que culmina la sensación de estar asistiendo a una propuesta simplona, tontaina y algo casposa.