En el corazón de este preterror elevado, la incertidumbre frente al futuro maridaba con una repentina inquietud teológica: el pánico satánico latía tanto en La semilla del diablo como en El exorcista, hasta el punto de que La profecía no naciera de una novela exitosa como estos dos títulos sino de un propósito consciente por subirse al carro. La historia de este Anticristo se le ocurrió a un avispado productor, Harvey Bernhard, y quizá esto explique el curioso carácter híbrido del clásico de Richard Donner: La profecía retenía la solemnidad de las obras de Ira Levin y William Peter Blatty, pero a la vez nacía como explotación, lo que se podía traducir en unas escenas de violencia mucho más gamberras y explícitas de lo habitual.
De hecho, si rastreamos el arraigo de La profecía en el cine de terror posterior, parece inevitable asociar las muertes de quienes importunaban a Damien Thorn —enrevesadísimos accidentes orquestados por fuerzas diabólicas— con los circos de la saga Destino final en los 2000. Es un legado, en fin, esquizofrénico. No le quita gravedad a las preocupaciones religiosas de sus homólogas y la sofisticada puesta en escena de Donner sigue impactando a día de hoy, pero a la vez hay gore festivo, tortazos y un leve humor negro de fondo. Por eso tiene sentido que La primera profecía resulte ser tan distinta al resto de la saga. ¿Cómo no serlo, si los precedentes han sido tan anárquicos, tan mutantes?
Una posible causa de la desazón por el porvenir que comparten El exorcista, La semilla del diablo y La profecía —todas teniendo niños o recién nacidos vinculados al diablo y atormentando a sus progenitores— reside en una época tan marcada culturalmente por el cinismo como los años 70. En 1973 se dio la crisis del petróleo de EEUU, citada en una de las secuelas de La profecía. Todo parecía ir a peor. Lo peculiar de esta saga residía entonces en que su protagonista era el responsable (o estaba destinado a serlo) del apocalipsis definitivo, y que más allá de energías esotéricas podía serlo por estar ‘donde debía estar’.
Damien Thorn era el hijo adoptivo de un diplomático estadounidense. Formaba parte de la élite y más allá de su actividad política —en la tercera entrega se le llegaría a comparar con Kennedy mientras tejía una provechosa relación con el estado de Israel—, lideraría además una gran empresa. Esto, como Anticristo encargado de destruir el mundo, era muy apropiado —el último plano de La profecía mostraba a Damien junto al presidente de los EEUU—, y ampliaba la capacidad de la saga para causar temor en otros escenarios. La letal confluencia de poder político y poder diabólico sería explorada más a fondo en La maldición de Damien y El final de Damien, muriendo cualquiera que se cruzara en el camino del protagonista.
Las secuelas de La profecía, sin embargo, fueron consideradas decepcionantes porque la capacidad destructiva de Damien nunca pasaba de insinuaciones y de los proverbiales asesinatos. Llegado El final de Damien, cuando el personaje era adulto y lo interpretaba un primerizo Sam Neill, quedó claro que a la saga le habría venido bien algún plan de base. Su libre lectura de la Biblia, la obsesión con el “666” como número de la Bestia, habían quedado incrustadas en la cultura pop, pero la cruzada divina de Damien se quedó en una promesa ominosa de los años 70 que desactivó la llegada de los 80. En 1981 Damien fue derrotado, el bien se impuso, y el cine comercial pudo entregarse a la alegre frivolidad de la nueva década.
Ahí no terminó la saga, claro. Como tantas otras cabeceras de terror, a La profecía le quedaba vida por delante gracias a los productores codiciosos y a lo rentable que podía salir. El mismo Bernhard que había tenido la idea original pensó que la franquicia podía continuar a través de varios telefilms centrados en niños diabólicos: la cosa no pasó de La profecía 4: El renacer en 1991. Luego en 2006 ocurrió algo simpático: aparte de que las circunstancias se conjuraron para que el remake de La profecía llegara el día 666 (6 del mes 6 de 2006), la versión era tan idéntica a la de Donner que el guionista contratado, Dan McDermott, perdió el crédito del libreto en favor del David Seltzer, que había escrito la película original bajo encargo de Bernhard. Aunque, en este caso, Seltzer no hubiera escrito ni una sola línea.
Sumando estos fiascos a una anecdótica serie de 2016 por título Damien —imaginando que el Anticristo ha crecido y olvidado que lo es—, parece obvio que La profecía no es la propiedad intelectual más seductora ahora mismo. No se ha desarrollado con la regularidad de La noche de Halloween ni tiene la épica de El exorcista —ambas marcas ya convenientemente arruinadas por David Gordon Green—, y sobre todo no tiene una fórmula como tal a la que ceñirse. Es una saga que, históricamente, ha ido lidiando con su presente inmediato y cada devenir industrial. Ahí es donde empiezan a vislumbrarse los aciertos de La primera profecía. Los motivos por los que es la mejor entrega desde la original.
Así como La profecía fue inseparable del zeitgeist de los 70, La primera profecía emana de la más rabiosa actualidad audiovisual. Su directora, Arkasha Stevenson, debuta el largometraje tras firmar episodios para series de terror de culto como Nuevo sabor a cereza y Channel Zero. Su actriz protagonista, Nell Tiger Free, empezó a ser conocida por protagonizar otra serie inquietante como Servant, producida por M. Night Shyamalan. La primera profecía mira al talento televisivo, a la vez que se hace eco de un curioso fetiche que está atravesando la ficción de terror. Tiger Free interpreta a una monja llamada Margaret.
Toda La primera profecía se ambienta en un convento romano. El horror diabólico fluye por vez primera en círculos estrictamente religiosos, lo que es nuevo para la saga pero se retroalimenta con el impacto industrial de las películas de La monja —pertenecientes al universo de Expediente Warren— y la cercanía de un film muy prometedor, Inmaculate con Sydney Sweeney tomando los hábitos. La primera profecía se ambienta en los años 70 y es una precuela de La profecía, pero su propuesta está totalmente ceñida al presente.
También es una propuesta que ha lidiado con algún problema que otro. Searchlight Pictures quería evitar que la película estuviera recomendada para mayores de 17 años, así que obligó a rebajar la sangre y que todo se quedara en el confortable PG-13. Es algo que se nota en la timidez gore con la que se visualizan los accidentes diabólicos —presentes, sí, pero en una dosis discreta que casi funciona como guiño nostálgico—, pero que al mismo tiempo podría haber tenido una consecuencia afortunada. El productor Ken Levine ha admitido que “extrañamente, evitar el NC-17 lo hizo todo más intenso”. Y quizá tenga razón.
La primera profecía se centra en los días previos a que Margaret sea ordenada oficialmente como monja, coincidiendo con unos cuantos sucesos paranormales que la protagonista asocia con la presencia en el convento de una adolescente problemática (Nicole Sorace). Conviene contar solo hasta aquí, porque las formas en las que La primera profecía se vincula al film de Richard Donner son saludablemente imprevisibles… a la vez que un poco lo de menos. La primera profecía es ante todo una pequeña película de terror fascinada por todo lo que hay de tétrico en la iconografía religiosa, y por la posibilidad de explotarlo en direcciones tan juguetonas como el body horror —donde la calificación de edades fuerza a planos fragmentados y espídicos, acentuando el suspense— o la abstracción alucinógena.
Hay que destacar en ese sentido la mano de Stevenson a la dirección. La cámara enmarca los rituales eclesiásticos desde una extrañeza capaz de dispensar todo tipo de imágenes grotescas, esté involucrado Satán o no, y al alinearse con la creciente turbación de Margaret es capaz de que cada rincón —especialmente divertida la utilización de las pinturas— cimente una atmósfera pesada y definida, sin apenas necesitar los sustos. Como además el punto de vista apenas se separa de Margaret, la película es capaz de albergar pasajes puramente sensoriales, donde la narración es eclipsada por la lógica de las pesadillas y el pavor llega a ser intensificado por la interpretación kamikaze de Tiger Free.
Su rostro, sus convulsiones, podrían recordar a algo parecido a la Isabelle Adjani de La posesión, atrapada en el tercer acto de Lords of Salem. Así de admirables son los propósitos de La primera profecía, así de elegante su ejecución. A la película se le puede afear por otro lado una escritura algo perezosa en cuanto hay que exponer la trama o definir relaciones entre personajes. También es lamentable la ocasional inercia del fanservice en una obra que va tanto por libre. Nada es suficiente, aun así, para desdeñar sus logros, y conviene celebrarlos frente a tantas sagas conservadoras que no se resignan a morir. El mal más espeluznante y diabólico ha vuelto, y para reencontrarnos con él solo había que buscarlo en el sitio más lógico: la iglesia.