“Una vez aclaradas las circunstancias en que fue escrito el mensaje, se me planteó el problema de querer hacerle caso pero no saber bien qué decirte. (...) No encontré ninguna razón para llamarte por teléfono pero sí, finalmente, para escribirte, ya que todos los temas que tengo son largos e imprecisos, y de todos modos no espero una respuesta (aunque no me vendría mal)”. La misiva continúa durante varias páginas en las que detalla sus vicisitudes diarias.
En esa breve recopilación de datos se concentra la esencia de la personalidad de ese escritor que firmaba sus obras como Mario Levrero y sus cartas con la J de Jorge, aunque en todo momento fue ambos: hipocondríaco, obsesivo, dependiente, fumador empedernido (las anotaciones las hacía en papeles con los que envolvía sus cajetillas de tabaco), egocéntrico, excelente escritor y un compañero de vida complicado. En 2008, la editorial Random House publicó en España La novela luminosa, el primer título de su Biblioteca Levrero, que vio la luz de manera póstuma. Ahora llega Cartas a la princesa, una recopilación de las 59 misivas que el literato le envió a Hoppe entre 1987 y 1989. En ellas se puede leer cómo su relación pasa a ser amorosa aunque vivan en la distancia y los problemas que ello conlleva, entre otros muchos temas que bullían en la cabeza del autor.
Hace diez años, la destinataria de estas cartas se las dio a Ignacio Echevarría, editor y crítico literario, para que evaluara si tenían algún valor literario. Aunque se vieron varias veces después, no fue hasta 2019 cuando dijo que sí. Con la pandemia de por medio y la dificultad que encarnaba el trabajo, el libro no ha llegado a las librerías hasta ahora, cuando está a punto de cumplirse el 30 aniversario de su muerte. La mayoría de ellas están publicadas de manera íntegra, con excepción de tres pasajes con alusiones sexuales explícitas. Tampoco están las respuestas que ella le envió, porque no se trata de un libro de correspondencia sino una obra de Levrero que, según explica Echevarría en el prólogo, se puede leer como: “Un eslabón entre el Diario de un canalla, escrito entre diciembre de 1986 y enero de 1987, y El discurso vacío, armado en 1993 a partir de anotaciones hechas entre septiembre de 1990 y septiembre de 1991”.
El apelativo de Princesa nace de las repetidas citas de su amada a El Principito de Antoine de Saint-Exupéry y también porque él afirma que le ha convertido en humano, como cuando la princesa besa al sapo en los cuentos. Pero no todo son elogios ya que ella recibe, en bastantes ocasiones, sobres cargados de reproches y exigencias como: “(...) Vos no me das un lugar en tu vida; en todo caso un sexto lugar; me siento desplazado y abandonado, no amado en forma suficiente (...)”.
¿Dónde están las réplicas de ella? “Helena Corbellini, que trabajó con él en talleres literarios y es amiga mía, muy feminista, me decía: ‘¿Pero cómo no va a poner una carta tuya?’ Siempre lo mismo, las mujeres silenciadas”, comenta Alicia Hoppe a elDiario.es en Barcelona. Está en la ciudad para presentar este nuevo título y afirma que: “Yo me siento como disociada. Cuando hablo del libro digo que son cartas muy bien escritas, con mucha vida. No sé si lo hago un poco para defenderme o protegerme pero no me siento la destinataria”.
El caos y la racionalidadHoppe conoció a Levrero a través de su novio y después marido Juan José Fernández en 1967, cuando aún vivían en Montevideo los dos. Ella estudiaba Medicina y él intentaba librarse del –según su opinión– infierno del trabajo asalariado a costa del dinero de sus padres y negocios ruinosos. En 1973, comenzó a ejercer de doctora de medicina general (entre otros trabajos) en un consultorio al que él comenzó a acudir con asiduidad para consultarle acerca de todos los males que sufría, generalmente psicosomáticos. “Jorge siempre decía que él salía con un papelito donde tenía anotadas sus dolencias y que con solo tenerlo ahí ya tenía efecto terapéutico”, recuerda Hoppe. “Siempre había ancianas esperando para entrar, pero él llegaba y no sé qué conversación les hacía pero lograba pasar el primero y después estaba una hora dentro”.
Fue él quien le recomendó que se dedicase a la psiquiatría porque tenía facilidad para escuchar y dar consejos. Le hizo caso y en 1984 terminó el posgrado que la acreditaba para ejercer dicha especialidad. Ese mismo año se mudó con su ya marido Juan José –se casaron en 1975– y con Juan Ignacio, su hijo de dos años, a Colonia del Sacramento, donde ella siguió con su intensa vida laboral. “A Juan José no le hizo ninguna gracia mudarse. Él tenía problemas psiquiátricos y me responsabilizó mucho de su depresión”, cuenta Hoppe. “Vivió siempre muy cerca de su madre, su hermana y dos sobrinos, iba cada noche a verlos antes de volver a casa. Me reprochó siempre habernos mudado a 200 kilómetros de ellos”. Se separaron en 1986.
Por su parte, Levrero se trasladó a Buenos Aires en 1985. Su amigo Jaime Poniachik le ofreció trabajo en su empresa de publicaciones de entretenimiento Juegos & Co. SLR y no le quedó más remedio que aceptar la oferta porque su situación económica era ruinosa. “Lo pasó bomba, estaba de lo más contento porque tenía dinero y podía comprarse un apartamento”, aclara Hoppe, porque él consideraba que había vendido su alma al diablo. En 1987, cuando comenzó la correspondencia recogida en Cartas a la princesa, ya había publicado en editoriales argentinas Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975), París (1980), Aguas salobres (1982) y había escrito Diario de un canalla.
Su obra no acababa de ser reconocida en Montevideo, le frustraba el hecho de necesitar un empleo. “Tenía mucho ego y quería que le publicasen, pero nunca fue a una editorial. Y hacía cosas como que si había quedado con algún editor a las 19:00 horas y si a las 19:03 no había llegado, decía que ya no le iba a abrir. Esas cosas a mí me desesperaban. No sé si era orgulloso o temeroso”, explica Hoppe. La convivencia con él fue interesante, por supuesto, pero no fácil. Ella venía del mundo de la medicina, donde todo era ordenado y había reglas, mientras que Levrero se había construido su propia realidad. “Representábamos lo formal y lo informal”, afirma, con una sonrisa.
Tenía mucho ego y quería que le publicasen, pero nunca fue a una editorial. Y hacía cosas como que si había quedado con algún editor a las 19:00 horas y si a las 19:03 no había llegado, decía que ya no le iba a abrir. Esas cosas a mí me desesperaban. No sé si era orgulloso o temeroso
Vivieron en Colonia hasta principios de los años 90. Ella y su hijo tuvieron que acostumbrarse a las neuras del escritor: “Hay anécdotas delirantes, como la del zumbido de su escritorio, que estaba en el lugar más apartado de la casa que nos habíamos comprado. Todos íbamos y decíamos ‘acá no sentimos nada’, pero él estaba empeñado y llamó para que vinieran a mirar los cables y no sé qué. Esa época fue fantástica, pero no fue fácil para mí”. Ella trabajaba en muchos sitios, así que conocía a mucha gente y se avergonzaba de las extravagancias de su pareja. De hecho, se querían casar pero no se pusieron de acuerdo porque él quería hacerlo allí, pero Hoppe prefería firmar en un pueblo a diez kilómetros para que nadie se enterase. La solución fue estrambótica y sin demasiado sentido: “Un amigo suyo que había sido sacerdote y que había escrito un libro de parapsicología vino unos días a casa, así que le hizo hacer una ceremonia de bodas pero que no tenía valor legal ninguno, solo simbólico”, recuerda.
Juan Ignacio vivió más con Jorge que con su padre y creció con las excentricidades de la pareja de su madre. Se llevaban bien y tenían sus propios rituales –como ver dos o tres películas que alquilaban en el videoclub cada noche– pero también tuvo que lidiar con el bochorno que a veces le causaba el escritor. “Él salía de la escuela a las cinco y se iba a casa corriendo a tomar la leche, la casa estaba a cuatro cuadras de la escuela. Y mientras, en la puerta ya había tres o cuatro amigos que lo esperaban para el fútbol”, desarrolla la entrevistada. “Pero si algo había pasado por la mañana, Jorge lo esperaba y le decía que tenía una penitencia y no podía salir en ese momento. Y a lo mejor la penitencia era escuchar juntos un movimiento de Las cuatro estaciones de Vivaldi. Los amigos se retorcían de risa afuera”.
Pese a sus maneras poco ortodoxas de conducirse por la vida, sí fue riguroso con el cuidado de su obra y su legado. Cuando murió, Hoppe y su hijo desarmaron su biblioteca y, se encontraron con todos sus papeles ordenados y preparados para publicarse si así lo decidían. Entre ese material estaba el sobre de Cartas a Alicia porque, aunque ella las tuvo durante un tiempo, él se encargó de recopilarlas y archivarlas. Y como hizo cuando le dio permiso para publicar Discurso vacío (libro en el que tampoco salía muy bien parada) en 1996, decidió no privar a sus lectores de una muestra más de su literatura y de su personalidad. “En las cartas queda plasmado totalmente cómo era. No tenía piedad cuando escribía de este o de cualquier otro y menos con él mismo”, declara. “Fue alguien difícil, pero muy apasionante, no te aburrías”.