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‘Un año en la vida de la Antigua Grecia’: los Juegos Olímpicos contados por un diplomático o una esclava fugitiva
Ninguna mejor que otra, porque se complementarán; ahí está la gracia.

El investigador británico Philip Matyszak (1958), doctor en Historia romana por el St John’s College de Oxford y autor de una larga lista de libros sobre el mundo antiguo, hace eso mismo, solo que sobre ocho individuos anónimos del mundo helénico, en Un año en la vida de la Antigua Grecia. La vida cotidiana y la preparación de los Juegos Olímpicos (2021; Crítica, 2024, trad. Ana Belén Barrio).

En el año 248 a. C., perfiles como una latifundista, un diplomático, una esclava fugitiva o un atleta viven de forma diferente los doce meses previos a la celebración. Son personajes inventados, pero lo bastante fundamentados en las fuentes arqueológicas (“una ciencia que invierte mucho más tiempo en excavar estercoleros que palacios […] en ellos encontramos los restos de las personas reales de Grecia; no de los reyes y los generales”, dice en una de sus páginas) como para resultar verosímiles. En 12 capítulos, mes a mes, relata el día a día de cada uno, en un ensayo que se lee casi como una novela o, mejor, como ocho novelas apasionantes.

La anécdota como forma de aprendizaje

La editorial ha hecho coincidir la publicación con el año olímpico, por lo que es natural empezar a leerlo con el foco puesto en el evento. Sin embargo, el autor va más allá: tomando estos doce meses como intervalo, da una clase magistral sobre la Antigua Grecia en múltiples vertientes, que se desgranan a partir de la vivencia cotidiana. Los personajes, cuatro hombres y cuatro mujeres de diferentes edades, representan distintos grupos sociales, etnias y localizaciones geográficas; una mirada caleidoscópica que le permite impartir lecciones en píldoras digeribles. A través de una esclava, repasa el sistema de rapto y compraventa humanos, además de la rutina en una casa ateniense y el trato dispensado por los amos. Con un diplomático que espera estrechar las relaciones internacionales durante los actos, revisa los conflictos geopolíticos y a algunos de los líderes más relevantes, como el faraón Ptolomeo II, que montó su propio fasto deportivo, las Ptolemaicas, con el propósito (fallido) de hacer la competencia a los Juegos Olímpicos, los más venerados por los griegos.

Historia, política, sociedad, mitología, lengua, economía, arte, filosofía… Todo se infiltra en las costumbres, lo particular lleva a lo general. El tipo de cultivo proporciona información sobre el cálculo de los calendarios, los hábitos alimenticios de cada región y el comercio; la madera de un instrumento da pie a recordar los mitos relacionados con la música; la primera menstruación de una muchacha ilustra los ritos de paso, la educación de las niñas y el rol social de las mujeres. Cada detalle se sitúa a la perfección, el lector no se pierde y, a pesar de la multitud de temas, mantiene la cohesión e invita a seguir leyendo. Su mayor mérito reside en la dosificación de datos y la narración amena e instructiva, que hace disfrutar y aprender a la vez.

La exposición resulta accesible para el lector no especializado, pero no simplifica ni renuncia a la exactitud de la terminología (que usa con la justa moderación, sin abrumar, aclarando el origen de una palabra cuando corresponde, aportando datos valiosos). Es riguroso en los contenidos y (brillantemente) anacrónico en la voz, pues no hay que olvidar que esta no es la obra de un historiador griego que dé cuenta de los hechos con voluntad documental, sino una reconstrucción de un profesor del siglo XXI que habla de tú a tú a sus lectores-alumnos, se anticipa a las preguntas que puedan surgir, utiliza los ejemplos, complementa el texto con imágenes e, incluso, se atreve a introducir la perspectiva de género en el tratamiento de los personajes. Con este método, consigue implicar al lector, le hace más sencillo adentrarse en la mente de los protagonistas.

Los Juegos Olímpicos: gloria eterna, pan y circo

Pero se supone que esto iba de deporte, ¿no? Sí, bueno, de deporte y algo más, porque los Juegos Olímpicos, ayer como hoy, eran y son un gran acontecimiento social que se alargan una quincena de días y cuyas repercusiones superan con mucho el ejercicio y la competición a secas. En la Grecia Antigua, eran los de más prestigio, quien se coronaba allí era recibido con honores en su ciudad (la organización territorial se vertebraba en torno a la ciudad o polis, no en el Estado-nación), lo agasajaban con lujos y tenía una pensión vitalicia asegurada.

Con el personaje del atleta, conocemos el funcionamiento de un gimnasio, diferente de lo que se entiende ahora como tal: al aire libre, con los atletas desnudos (competían así) y entrenamiento tanto del cuerpo como de la mente (los filósofos y maestros de retórica lo frecuentaban). La preparación para la carrera, que se extiende a lo largo de los meses, incluye desde la parte material (un mecenas, el alojamiento en una zona libre de amenazas bélicas) a los entrenos y las competiciones menores, que se celebran a lo largo de la Olimpiada o ciclo olímpico, y sirven como puesta a punto y toma de medida de los rivales. Destaca, por un lado, el control social ejercido por los ciudadanos que, si veían al atleta holgazanear, podían señalarlo y poner en peligro su categoría; y, por otro, la importancia del entrenador, que también recibía reconocimiento si el deportista se coronaba.

Púgil en reposo después del combate (escultura de bronce, 300-200 a. C.). Púgil en reposo después del combate (escultura de bronce, 300-200 a. C.).

Existían diversos festivales atléticos, que no eran una simple imitación a pequeña escala y tenían sus particularidades. Los Píticos, sin ir más lejos, que se celebraban en Delfos en honor del dios Apolo, incluían concursos musicales y artísticos (por eso la tañedora de lira, uno de los personajes, lamenta que no se haga igual en los Juegos Olímpicos, que solo precisan a los músicos para marcar el ritmo de algunas pruebas).

Las mujeres no podían participar en los Juegos Olímpicos, de ahí que tuvieran asimismo la entrada vetada al gimnasio (salvo en Esparta, donde ellas también entrenaban para ser “guerreras”); pero había certámenes específicos para (algunas de) ellas, las Heraias, donde corrían chicas vírgenes con túnicas muy cortas. En cuanto a los deportes de los Juegos Olímpicos, el atleta participa en la prueba más prestigiosa, conocida como el “Estadio”: correr una distancia corta a toda velocidad, como un Usain Bolt arcaico.

En conjunto, al conocer las diferentes formas de vivir el acontecimiento (o, más bien, las diferentes formas en las que repercute en la vida cotidiana), se tiene la sensación de que, en lo esencial, no hemos cambiado tanto. Las ceremonias son un alarde de ostentación ante el público y las potencias extranjeras. La latifundista y el mercader hacen negocio mientras sus subordinados trabajan a destajo; el diplomático aprovecha la oportunidad de tener a aristócratas y jefes militares de todo el Mediterráneo reunidos allí; el constructor del templo aumenta su fama cuando lo descubren tantos visitantes. El turismo es un punto clave, para lo bueno y para lo malo (el alboroto, la ocupación de la zona), aunque con algún matiz distinto a la actualidad: acampan en tiendas y hacen sus necesidades en letrinas; un abono de primera (y gratis) para el terreno de la propietaria. Entre el gentío, además, se mezcla gente de tantas nacionalidades que hasta una esclava arrancada de su tierra puede reconocer el acento de algún compatriota…

Un viaje fascinante al pasado

Al decir que se lee como una novela, esto incluye el desarrollo de la(s) historia(s): los personajes evolucionan, y a través de sus movimientos nos abren las puertas de muchos recovecos del mundo antiguo, tanto los de dentro de un edificio como los que discurren más allá de los mares. Sus peripecias no son tan independientes como parece de entrada, ya que sus caminos se cruzan. El autor, como un buen arquitecto, tiene todos los hilos bien atados y mantiene la tensión narrativa sin perder el registro didáctico. La conexión con los Juegos Olímpicos es más notoria en algunos personajes que en otros, como ocurre en el presente, que hay quienes los viven con intensidad, desde dentro o desde fuera, y quienes tienen otros temas en los que pensar, aunque la repercusión del acontecimiento es tanta que, quieran o no, les llega de algún modo.

Por su naturaleza –y por la conciencia social que tenemos hoy–, el relato de la esclava es quizá el más emocionante: su periplo tiene de todo, calma y acción, miedo y valentía, odio y amistad, pérdida y aprendizaje, bárbaros y camaradas, hazañas y pequeños gestos capaces de transformar vidas… Mucho, Un año en la vida de la Antigua Grecia ofrece mucho más, y mucho mejor, de lo que cabe esperar. El autor tiene una virtud que no todos los eruditos comparten: además de poseer un conocimiento exhaustivo, es un comunicador extraordinario. No hace falta tener ninguna formación para leerlo; tan solo curiosidad y ganas de disfrutar desde el sofá mientras en la pantalla otros corren, nadan y golpean pelotitas.

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