No lo es solo por su timbre. También por el esfuerzo del periodista en que esta acompañe dotando de contexto y sosiego a una época en la que recibimos más información que nunca mientras anticipamos que en los auriculares, al pasar de página o en el feed la noticia siguiente será peor que la anterior.
Esa voz puede leerse ahora en un terreno novedoso para Sastre. Las frases robadas (Plaza & Janés) es su primera novela. Un debut en la ficción que no cuenta una historia real, pero sí una en la que, reconoce, ha intentado que cada página tuviera realidad. Su inicio es el de un final. El último verano de una vida es el punto de partida de una lectura capaz de generar una pausa para darle un abrazo a la persona que quieres y tienes al lado.
Por el camino no se esquivan temas como los recuerdos, la identidad, la muerte o el tiempo. Cuando este último se nos va agotando, el escritor Manuel Vicent afirma que experimentamos lo que en jerga económica se llama “utilidad marginal”, que compensa su nombre mundano colocándonos en un territorio de potencialidad literaria fruto de la melancolía, pero también de la necesidad de aprovechar un bien escaso. De gobernarlo y gobernarse hasta el fin, diría el protagonista de la novela de Sastre.
La novela consigue evitar entrar dentro de la categoría de libros tristes. Teniendo en cuenta la premisa, no parece fácil.
Quería escribir algo que diera luz y ganas de vivir. Hay gente que me dice que ha llorado o que se ha conmovido. No quiero llevar a la gente a la tristeza. Para mí, la muerte es una cuestión que tiene toda la trascendencia del mundo y creo que una manera sana de enfocarla es dándole cierta naturalidad para no caer en ese abismo. Es mi primera novela y me planteé hacer una historia sencilla, lineal, que pudiera aportar algo y, sí, que no fuera triste. Esa última parte no estoy seguro de haberla conseguido. Pero el libro ya no es mío, cada uno puede vivirlo haciéndolo suyo. Para mí el tema es el vínculo de un padre y una hija.
El de padre-hija es un eje comunicativo complejo. Más si hablamos de generaciones, porque el protagonista debe tener unos 70 u 80 años.
Tenían que ser un padre y una hija. Planean varios temas, pero el de la comunicación también es interesante plantearlo desde hijos a padres. Hay un momento en el que ella dice ‘yo tengo derecho a decidir lo que le digo a mi padre, pero no creo que él lo tenga a callarse determinadas cosas sobre mí porque no es un señor cualquiera’. Esa relación de padre e hija consiste en una confianza plena, en poder expresar sentimientos que otras generaciones no expresaban, pero también reservarse algunas cosas. He querido indagar sobre esa categoría concreta de relación que es la de padre e hija.
El padre se convierte en un apóstol del presentismo. Una palabra que no solemos leer con matiz positivo, tan acostumbrados a un ahora que no deja lugar para la memoria o el futuro.
Hay que rebelarse un poco contra esta idea de que el tiempo pone las cosas en su sitio y de que al final hay que juzgar las cosas con cierta perspectiva. El ‘todo pasa’. Yo no sé mañana qué será de mí. Puedo ser una persona distinta. Puedes conservar tus principios pero interesarte otro tipo de cosas. Mañana ya no tiene tanta importancia en el titular de hoy. Para enterarte de lo que pasa ahora en un despacho político tienes que esperar 20 años a que alguien lo escriba en sus memorias según lo recuerde esa persona. Todo pasa, no.
Me ha gustado escribir una ficción en la que pudiera volcar aspectos que no son tan de ficción. Esta no es una historia real, pero no deja de haber realidad en cada página. Y hay otra cosa que me repatea, que es la nostalgia en pasado. El ‘qué feliz era’. ‘Qué feliz era cuando estaba haciendo tal’. Y alguien te dice ‘tú no te acuerdas de lo mal que lo pasabas’. Yo soy de sufrir todo el rato. Por si no llego, por si no basta, por si no está bien. Igual es una reflexión para mí mismo: valora lo que hay, asimílalo y no esperes a que el tiempo ponga las cosas en su sitio, porque a veces el tiempo es un hijo de la gran puta.
Hay una cosa que me repatea, que es la nostalgia en pasado. El ‘qué feliz era’. ‘Qué feliz era cuando estaba haciendo tal’. Y alguien te dice ‘tú no te acuerdas de lo mal que lo pasabas’
En la novela, el padre tiene recuerdos pero le frustra no recordar detalles concretos.
¿No te pasa?
Sí. De este encuentro no recordaremos de qué hablamos, sino que estuvo bien.
Y así con todo. Con las cosas trascendentes también. Del día que nacen tus hijos tendrás un recuerdo vago. Yo quiero aprehender las cosas. Paro, observo e intento retener todo lo que puedo, pero me da una rabia inmensa porque se me va a olvidar. Hay un momento en la novela en que se expresa ese miedo a vivir del recuerdo de una mentira. Es atroz, pero es un proceso humano el de edulcorar tus recuerdos. Corremos el riesgo de sentir nostalgia de algo que hayamos fabricado.
La nostalgia sobrevuela la historia pero es difícil catalogarla como una novela nostálgica. ¿Evitarla era un objetivo?
Sí. ¿Se puede afrontar el final de una vida siendo presentista? Yo tenía claro que el padre se negaba a los recuerdos y quería escribir sobre cómo se despide alguien de la vida.
¿En este país sigue pesando la herencia religiosa sobre la muerte?
No lo creo. En este país el avance de la sociedad hacia determinados derechos, pienso en la muerte digna, el aborto o en su día el divorcio, se han dado mayoritariamente sin mucho prejuicio religioso.
Los cuidados. ¿Siente que hay una inflación en torno a la palabra?
Es una tarea fundamental a la que no se le da la relevancia que tiene. Todos en algún momento de nuestra vida tendremos que cuidar o necesitaremos que nos cuiden. Eso que llamamos cuidados sigue siendo una asignatura pendiente. Las personas que se dedican a ello, en su mayoría mujeres, no tienen el sueldo que pague el trabajo que hacen. Solo caemos en la cuenta cuando nos pasa a nosotros en el marco de una sociedad cada vez más envejecida.
No creo que haya una conversación pública sobre esto que esté en el nivel de lo que necesita la sociedad. De salud mental se habla cada vez más, aunque eso no significa que entendamos mejor el problema. Sabemos que tenemos más ansiedad, que tenemos trastornos de sueño, que consumimos más ansiolíticos que ningún país. Mencionamos el problema, pero no se dan las medidas para paliarlo. Sobre los cuidados incluso se habla menos de lo que deberíamos.
No creo que haya una conversación pública sobre los cuidados que esté en el nivel de lo que necesita la sociedad. De salud mental se habla cada vez más, aunque eso no significa que entendamos mejor el problema
La complicidad, leemos en su libro, es “una palabra con la que no se escriben novelas, sino el código penal”. Al amor en la tercera edad se le suelen poner nombres como ese o “acompañamiento”.
Sí. Me interesaba que el padre, en la novela, fuera un hombre que no hiciera juicios. Uno de esos juicios es que en la vejez no se puede tener un enamoramiento como el de la juventud. ¿Por qué no se puede enamorar una persona a los 75 años? La cortedad de miras está en quien le llama a eso una cosa distinta de lo que es: una relación. También creo que hay caricias que son pequeñas revoluciones. Un gesto a tiempo puede serlo.
La protagonista intuye que puede conocer qué hija ha sido por lo que su padre cuente de ella. Un reconocimiento de que nuestra identidad está también en los ojos de la gente, a contrapelo del discurso de ser uno mismo sin importar la opinión de los demás.
No conozco a nadie que sea totalmente impasible a lo que piensen de él o de ella. Tiene que ser compatible con que puedas dormir tranquilo, y eso creo que tiene que ver con hacer lo que crees que tienes que hacer. Es esa cosa camusiana del deber. Es poco concreto, pero es aquello que si no haces no te deja dormir. Actuar en conciencia, eso tan fácil de decir y no tanto de llevar a cabo.
También, en la novela, se explicita ese deseo tan de nuestra era: no hacer nada.
Yo no sé no hacer nada. En el podcast, hay un episodio en el que le pregunto a Miguel Maldonado si sabe no hacer nada. Responde que sí, mirar cosas, por ejemplo un taburete y decir ‘taburete’. Cuando estás cinco minutos que no has hecho nada que te parezca productivo, te sientes culpable. Estás leyendo un libro o una película y dices ‘esta frase para una crónica’. Necesitas algo adicional como para justificar que estás dedicando tu tiempo a entregarte al placer. Eso en el trabajo no pasa: estás trabajando y estás trabajando.
No sé salir a pasear. Voy pensando en con qué abrimos mañana, a quién entrevistamos, qué escribo, tengo esta entrevista y mañana me han llamado para otro sitio, en si habrá otra novela. Eso no es salir a pasear, eso es pensar mientras andas
¿Le pasa eso de estar con amigos y que alguien diga algo, o usted mismo, y sacar el móvil para anotarlo?
Todo el rato. Y, por supuesto, cuando voy andando yo solo. No sé salir a pasear. Madrid es una ciudad en la que los bajos comerciales cambian mucho. A veces, en una calle por la que paso todos los días, me doy cuenta de que hay un nuevo comercio cuando lleva abierto tres meses. Voy pensando en con qué abrimos mañana, a quién entrevistamos, qué escribo, tengo esta entrevista y mañana me han llamado para otro sitio, en si habrá otra novela. Eso no es salir a pasear, eso es pensar mientras andas.
¿Cuándo fue la última vez que paseó?
¿Con la cabeza vacía? ¿Lo habré hecho alguna vez?
¿Le da la impresión de que el mundo es un terreno de juego diseñado en pendiente hacia el “mal”, que hacer el “bien” debería ser más fácil, rápido y cómodo?
No. Creo que la mayor parte de la gente es noble. Otra cosa es que empiece a aplicar en la vida real lo que ocurre en la virtual, eso de que se premie a los que más gritan o azuzan. No creo que cueste hacer el bien. Y no me considero una persona especialmente optimista, aunque espero no ser tampoco muy pesimista. Es fácil hacer daño, pero no creo que exija más renuncias hacer el bien.
Hay gente a la que este sometimiento a la actualidad le genera un desasosiego. Creo que el oficio del periodismo tiene ese reto ahora mismo: saber hacer atractiva una información en una cantidad justa y necesaria sin técnicas de bombardeo más propias del marketing
¿Tiene cerca gente que haya desconectado de la actualidad por cordura?
Sí. Conozco casos de querer aproximarse menos a la actualidad. De no querer estar sometido a ese bombardeo continuo que genera dependencia y ansiedad de ver qué ha pasado como si fuera una serie de ficción, también. Y de gente a la que este sometimiento a la actualidad le genera un desasosiego. Creo que el oficio del periodismo tiene ese reto ahora mismo. La primera urgencia es recuperar la credibilidad. Pero también saber hacer atractiva una información en una cantidad justa y necesaria sin técnicas de bombardeo más propias del marketing. Eso significa saber distinguir, jerarquizar y presentar la información de manera que no parezca que el mundo se está acabando cada tres minutos. Mi parte del trato con el oyente o lector es trabajar al máximo la información y presentarla de manera atractiva. Interesante ha de ser incompatible con ser aburrido. La clave está en cómo quiero hacer atractiva esa información.
Las imágenes de Gaza pasan por el scroll de nuestro teléfono. En una columna, usted se preguntaba cuándo caduca la compasión. ¿Nos acostumbramos a lo que debería ser inacostumbrable?
Es humano tener que dejar de mirar. No se puede vivir mirando eso todos los días. Pero tendríamos que ser conscientes de que vivimos en la parte del mundo que puede hacer esa elección que otra gente no tiene. Nos conmociona, nos agita, nos quita el sueño mirar lo que ocurre y es humano dejar de mirar. Pero nadie podrá decir que no lo sabe. En las guerras de hoy un arma es infligir mucho dolor diariamente para que al mundo se le vuelva insoportable.
Aunque se deje de mirar, ¿es importante no olvidar?
Sí. Creo que no olvidamos y sabemos lo que hay.
Nació cerca de la costa. ¿Qué nos da el mar?
No lo sé. Se lo pregunté a Manuel Vicent y me dijo aquello de que somos un bidón que contiene 70% de agua y dos kilos de sal. Puede que el mar sea el lugar al que hay que ir cuando no se sabe dónde ir. Siempre me ha despertado fascinación, no sé por qué esa necesidad de tenerlo cerca. Quizá porque, como suaviza las temperaturas, suaviza también los caracteres.