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Leer a Han Kang es dejar que mane la sangre sobre la nieve: la última premio Nobel llega a las librerías
No, la comparación viene a cuento porque al comenzar a cavar no se sabe bien qué cubre esa superficie blanca, si oculta un terreno llano o un camino lleno de mugre, de desechos que uno preferiría no encontrar. Porque remuerden la conciencia. Porque incomodan. Porque duelen, a pesar del paso del tiempo, de la distancia. La nieve nunca curó las heridas; solo las taponó. Leer a Han Kang es dejar que mane la sangre.

Es frecuente, entre los escritores galardonados con el Premio Nobel de Literatura, tratar el asunto de la(s) guerra(s), de la memoria histórica; algo que no sorprende, si tenemos en cuenta la cantidad de conflictos que asolaron el siglo XX y que muchos de ellos conocieron en directo, incluso en carne propia (como el húngaro Imre Kertész, superviviente de Auschwitz y Buchenwald), o bien a través del testimonio de sus padres o abuelos. Es un tema importante que no se ha cerrado y que permite mostrar lo mejor y lo peor del ser humano, además de abordar dilemas éticos de hondo calado.

Han Kang, la última ganadora, ya se adentró en el asunto en su novela Actos humanos (2014), que Random House acaba de relanzar. El conflicto era entonces la masacre de Gwangju de 1980 y la narración se componía de fragmentos de diferentes personajes congregados en una morgue caótica, imagen viva del horror. En Imposible decir adiós, se trata de la insurrección de Jeju de 1948, por la que entre 30.000 y 60.000 personas murieron a manos del Ejército de Corea del Sur. La masacre se enmarca en la reciente partición de la península entre soviéticos y estadounidenses, que causó indignación entre los trabajadores por el recelo hacia el gobierno militar y las cargas policiales.

Trauma colectivo

En la isla de Jeju, donde ya existía un malestar previo entre el campesinado por el coste tributario de la producción agrícola, la represión fue feroz. Pero Han Kang no pretende dar lecciones de Historia, sino hablar de la dimensión humana; y el comienzo de la novela nos invita a sospechar que tomará ese derrotero. Solo hay dos mujeres, amigas de juventud que la vida llevó por caminos separados. Una vive en Seúl y escribe; suena a alter ego de la autora. La otra se mudó a Jeju, donde cuidó de su madre hasta su muerte. Su pasión es el cine; tenían un proyecto juntas. Ahora la llama por otro motivo: está en el hospital y quiere que vaya a su casa para cuidar a su cotorrita. De lo contrario, el ave morirá.

El libro no va de ética animal, ni del lastre social y profesional que supone para la mujer ocuparse de los cuidados, ni de la soledad contemporánea que implica tener como único vínculo en situación de emergencia una amiga lejana. No, no va de eso del mismo modo que La vegetariana (2007) no era una apología del veganismo. Como mucho, son capas terciarias. Cuando la protagonista llega a su destino, una tormenta de nieve la ha dejado aislada, sola con un pájaro que no sabe si encontrará muerto. Y en una casa que no le pertenece, con unos objetos ajenos. Objetos de su amiga, pero sobre todo de la madre. Una madre que murió tras sufrir más de lo que su amiga le ha contado.

El lazo maternofilial une la memoria íntima de la familia con el trauma colectivo de la masacre de Jeju. Han pasado décadas, la narradora pertenece a otra generación y no queda nadie a su alrededor que dé voz al pasado, de modo que este llega a través de los documentos que encuentra en la vivienda y de unas extrañas alucinaciones, fruto de una imaginería gótica que tiene pleno sentido en el marco de la tormenta, el aislamiento, la fatiga, el miedo y el desconcierto de verse sola en un lugar desconocido. La ensoñación como recurso literario es controvertida, pero en manos de Han Kang no cae en el cliché: comunica lo que debe comunicar y provoca ese desasosiego tan característico en ella.

Relatos silenciados

En realidad, la pista del dolor está presente desde el principio: la protagonista, que hace poco escribió un libro que se puede identificar como Actos humanos, sufre pesadillas. Por otro lado, el proyecto con su amiga también parte de un extraño sueño, para el que su compañera tuvo que cortar troncos y pintarlos de negro. Sin saber con exactitud hacia dónde se dirige, porque ni ella misma lo sabe, Han Kang lleva de la mano al lector por un túnel a oscuras, donde solo puede guiarse por las sombras, pero que tiene algo que lo impele a seguir andando, que lo atrae como atraen las zonas oscuras cuando uno está en un momento bajo y se deja caer en el abismo.

Hay dolor, también, en las heridas de la amiga. Sangre, pinchazos; Han Kang no duda en llamar a las cosas por su nombre, ni en relativizar el daño; incluso en el hospital, la mujer es capaz de reconocer que lo suyo no es nada en comparación con lo que han sufrido tantas víctimas de la maquinaria humana de la muerte. Por debajo, laten otros temas no menos significativos, como la pregunta acerca de si llegamos a saber quiénes fueron nuestros antepasados (tan inmediatos como la madre) o una puesta a prueba de hasta dónde se puede llegar por una amiga, hasta qué punto la empatía, la solidaridad o la complicidad tejen una red que vuelca el dolor familiar de una en la otra.

Por la naturaleza de coro de las voces que le llegan, Han Kang entronca con otra autora galardonada con el Nobel, la bielorrusa Svetlana Aleksiévich. Desde concepciones del hecho literario muy diferentes –el periodismo testimonial de una frente a la construcción imaginativa y experimental de la otra–, se puede decir que tienen sensibilidades afines, preocupaciones comunes: dar voz a las víctimas, ejercer de transmisoras de los relatos que fueron silenciados. La literatura toma, de este modo, una función social; eso sí, sin perder nunca la exigencia narrativa, la emoción estética, que a la postre es lo que dota de alma, de emoción, el texto creativo.

Migrañas

La autora ha contado alguna que otra vez que las migrañas que padece la dejan en un estado de estupor que en cierto modo la inclina hacia este tipo de escritura, un estado que logra contagiar al lector. Pese a tratarse de una novela muy diferente de su obra maestra, La vegetariana, con Imposible decir adiós vuelve a firmar un gran libro, un libro aún más profundo si cabe, que crece página tras páginas y de nuevo habla de la violencia del ser humano cristalizada en el cuerpo, en los cuerpos maltrechos de las víctimas, los cuerpos destruidos, los muertos, que resuenan como un coro de voces imposible de acallar, porque “la guerra nunca terminó, solo se quedó en suspenso”.

“Todos se callaron, incluso los familiares de los masacrados, porque abrir la boca equivalía a ponerse del lado del enemigo”. Quizá en Occidente la masacre de Jeju queda lejos, pero sabemos lo que significan la violencia, la represión, el miedo. Sabemos la importancia de la memoria histórica colectiva. Si la Historia oficial la escriben los vencedores, la ficción hace de altavoz de los demás. A veces, de manera tan brillante que penetra en lo más hondo. Si expresiones como noquear, golpear o sacudir, aplicadas a los libros, no se hubieran repetido hasta banalizarse, serían el tipo de calificativos que se le aplicarían a esta narradora.

No sabemos a dónde nos llevará Han Kang, pero sabemos que no saldremos indemnes de sus páginas. Sabemos que nos regalará gran literatura, que nos removerá de formas insospechadas. Y es que, al fin y al cabo, hay seguir cavando en la nieve, salir a la intemperie, limpiarla toda, aunque las manos terminen agrietadas y el cuerpo, temblando.

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