La película se convirtió en el mayor divorcio entre crítica y público de toda la saga -algo que refrendan los datos-. Muchos fans la aborrecieron y recogieron más de 100.000 firmas para eliminarla del canon de Star Wars. Pronto el fandom más tóxico hizo circular un montaje eliminando a todas las mujeres la película, atacando al director en redes sociales y haciendo que la actriz Kelly Marie Tran abandonase Instagram debido al acoso recibido.

Algo parecido ocurrió con el final de Juego de Tronos, cuya campaña por reescribir la octava temporada de la serie lleva más de un millón de firmas en change.org. Puede que no sea casualidad que tras aquello, David Benioff y D.B. Weiss, que iban a dirigir una nueva trilogía de Star Wars, abandonasen el proyecto.

Queda claro que Disney no quería sorpresas para el episodio IX. No se juega con un activo financiero -en el fondo, eso es la franquicia que nos ocupa-, que genera, según Forbes, 19.000 millones de dólares al año. Y, siendo justos, J. J. Abrams parece haber hecho exactamente lo que se le ha pedido: un traje a medida del fan que no arriesga un ápice y que enmienda casi la totalidad de la película de Johnson. El resultado es una película que encarna en su naturaleza uno de los problemas fundamentales de una industria cultural inherentemente conservadora.

En una galaxia sumida en el caos

A estas alturas, es un lugar común aceptar que el El despertar de la fuerza no fue un episodio especialmente original y que, de hecho, se podía leer como remake velado de la película original del 77. Hasta el propio Abrams ha dado explicaciones al respecto.

Con todo y con eso, el episodio VII contaba con no pocos aciertos en su planicie conceptual. Era, en el fondo, un relato de una claridad expositiva medida al milímetro, con un sobresaliente manejo de la presentación de personajes, más de un  hallazgo en lo visual y un inteligente manejo del lenguaje metarreferencial para con el resto de la saga. Servía para que una generación de espectadores conociese a los héroes que iban a protagonizar esa nueva aventura y los conflictos que iban a tener que enfrentar. Cumplía su propósito.

Pero, tras lo que significó Los últimos Jedi, la tarea de J. J. Abrams era otra, y es de justicia reconocer que bastante más difícil. Tenía que ofrecer un cierre digno a una saga con más de cuarenta años de tradición, al tiempo que contentar al fan indignado por la propuesta -sacrílega en su naturaleza- de Rian Johnson, sin olvidar despejar las incógnitas más relevantes en torno a la trama.

De ahí que una de las frases más memorables del film que nos ocupa parezca hoy una disculpa, una justificación del peso que el realizador de El ascenso de Skywalker cargaba sobre sus hombros: "Hemos transmitido todo cuanto sabíamos", decía una voz en off en el primer tráiler de la película, "ahora mil generaciones viven en ti". Palabras dirigidas a Rey, pero que le vienen como anillo al dedo a Abrams. 

Con tantos frentes abiertos, era sensato asumir que la decepción asomaría en alguno. Lo que sorprende, no obstante, es otra cosa: que la pericia en la claridad narrativa y el empaque visual que caracterizaba el trabajo de J. J. Abrams, brille aquí por su ausencia.

El ascenso de Skywalker es una película profundamente irregular en términos de ritmo y narrativa. Carece de clímax emocionalmente relevantes y es profundamente conflictiva en su concepción de película-respuesta. Y ha perdido el esplendor formal, optando por una propuesta visual oscura y vaga, que más que aportar épica carga el conjunto de confusión.

Un totum revolutum en el que las revelaciones argumentales se suceden sin tiempo para el respiro ni la reflexión. Sin tiempo para desarrollar asideros emocionales a los que el espectador pueda agarrarse. Como si, más que dirigir una película, Abrams estuviese intentando aprobar un examen a contrarreloj y en lugar de desarrollar correctamente dos preguntas respondiese regular a diez.

Incluso pequeños detalles agradecidos, como su estructura inicial basada en la búsqueda de un objeto mágico tan propia de Indiana Jones, parece más un ejercicio de rendir pleitesía a los fetiches audiovisuales de Abrams -véase Spielberg o Lucas-, anteponiendo la mitomanía a la comprensión.

El resultado es una película caótica no exenta de encanto en contadas ocasiones. Reivindicar el secundario pesado como leitmotiv humorístico en la figura de C3PO, generar secundarios simpáticos como Babu Frik, o preocuparse por ofrecer algún espacio para la representatividad LGTBI, se encuentran entre sus aciertos. Pero resulta algo pobre si pretende compensar su naturaleza complaciente para con el fan, más preocupada por desmontar el discurso de Los últimos Jedi que por proponer algo por sí misma. Y aquí es cuando entramos en el terreno de los posibles SPOILERS.

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Dos formas contrapuestas de entender la galaxia

Con Los últimos Jedi, Rian Johnson firmó una entrega sacrílega de principio a fin. Abría con una desmitificación de referentes y símbolos -Luke Skywalker tirando su propio sable láser al vacío-, continuaba con una inteligente comentario sobre la lucha de clases y otra reflexión sobre el negocio de la guerra -y por tanto la naturaleza de una saga que tiene 'guerra' en su título-, y seguía con la quema literal de los puentes con el pasado para construir otros que mirasen hacia el futuro -adiós a los escritos Jedi-.

Todo sin descuidar la deconstrucción del ímpetu masculino del héroe clásico -Poe Dameron amotinándose sin razón contra la almirante Holdo- y la inclusión y representación en, ya saben, una galaxia llena de diversidad racial y de género.

En cambio, con El ascenso de Skywalker, J. J. Abrams opta por contestar punto por punto a la propuesta creativa anterior. Homenajeando constantemente a la trilogía original sin afán crítico, convirtiendo el metraje en un desfile de apariciones y fantasmas del pasado.

El episodio IX construye su narrativa sobre un conflicto sin matices políticos ni grises discursivos -los Sith cuentan un ejercito inmenso salido de la más absoluta e injustificable nada, y bueno, hay que acabar con ellos-. Abrams camina hacia la conclusión con la mirada puesta en lo que se deja atrás -mirando hacia la trilogía original, no los episodios I, II y III-, y no hacia adelante: hacia todo lo que Star Wars podría llegar a ser.

Y lo más importante y revelador: Rian Johnson apuntó a que el origen de Rey no tenía importancia alguna. Podía ser una simple chatarrera, hija de nadie, pero acabar con la Primera Orden, porque ella era el ejemplo de que la rebelión existía porque se creía en ella. Una peineta sin precedentes al monomito del héroe clásico de Joseph Campbell, el "Yoda particular de George Lucas".

Revelado el verdadero origen de Rey, de forma bastante torpe todo sea dicho, J. J. Abrams impugna el discurso de Rian Johnson. Y vuelve sobre la senda que exigía el fan: que Rey tuviese un origen insigne. Y que el destino de la galaxia dependiera de un Kenobi, un Palpatine, un Skywalker o un Solo.

En Los últimos Jedi se tenía fe en una revolución sin líderes de apellidos nobles. Una revolución sostenida -como apuntaba su maravilloso epílogo-, por jóvenes esclavos que recogían heces de falthier, aquellos caballos de carreras maltratados. Pero que miraban a las estrellas buscando una luz de esperanza, y empuñaban una escoba como si de un sable láser se tratase.

En El ascenso de Skywalker esa esperanza se desvanece, obnubilado por enésima vez con la visión de los soles en el desierto de Tatooine, cuna y cementerio del fan de Star Wars.