Lo que infirió el mapa es que las cinco empresas más importantes de Estados Unidos en el manejo de artistas internacionales copan el cartel hasta límites insospechados.

Por ejemplo, el manager de una gran banda internacional puede poner como condición para su actuación que formen parte del cartel promocional otros grupos menores dentro de su catálogo. Ese es el caso de WME, líder absoluta del line-up californiano junto a Paradigm, donde los ases Rage Against the Machine y Frank Ocean aparecen sobre otros nombres desconocidos pero gestionados por la misma empresa.

Lo que lleva a preguntarse: ¿Hasta dónde llega la libertad del promotor? ¿En qué Juego de Tronos se ha convertido la industria de la música de EEUU? ¿Es aplicable a otros países más allá del continente americano?

seeing coachella broken down by agency like looking at the bones of the industry pic.twitter.com/t5FYm2Ie0L

— abbi (@abbipress) January 7, 2020

El caso de España es distinto al del Coachella y al de la industria estadounidense en general. El secretismo rodea a unos contratos millonarios que se resuelven a puerta cerrada, aunque en los festivales españoles pocas veces se llega al extremo del "chantaje", como explica una persona con años de experiencia en la programación de festivales, que accede a explicar sin dar su nombre cómo funcionan este tipo de mecanismos y a la que llamaremos Beatriz.

La praxis de contratar a los artistas en paquete existe y es bastante habitual en otros sectores como el cine. El problema, como cuenta Beatriz, sucede cuando se negocia a espaldas de la estrella del catálogo y termina afectando a su caché. "Hay bandas grandes que no saben que las usan para meter a otras más pequeñas porque debilitan su negociación y abaratan su coste", explica a eldiario.es.

"En España pasa, pero no de forma tan descarada como en Estados Unidos. El manager que tiene a una buena banda se juega mucho si la usa para meter a otras. Porque, si la banda se entera, seguramente se vaya con otro", afirma. La gran razón es que la primera liga de nuestro país está reservada a unos pocos privilegiados y cada uno pertenece a una agencia de booking distinta. No existen las que aglutinan a lo más granado de la industria como en el continente vecino.

Para organizar un evento con 30 artistas en plantilla, muchas veces es necesario llamar a casi una veintena de agencias de representantes, como explica Beatriz. "El problema es que el 90% de los festivales son de corte indie y, dentro de este género, hay cinco o seis que son las que más entradas venden. Estamos muy condicionados a la hora de contratar a esas bandas y por eso han ganado mucho poder de negociación", explica.

Dicho de otra forma, los managers de grupos como Vetusta Morla y Love of Lesbian (de la agencia Esmerarte y Music Bus respectivamente) no necesitan colocar a los alevines de sus equipos para que les salga rentable la transacción.

"Quitando un manager, no he encontrado a nadie en España que ejerza este chantaje. Pero no me extrañaría que con promotores pequeños sí lo hagan". Beatriz se refiere a los llamados festivales de nicho, que suelen estar surtidos por agencias de booking especializadas. Una sospecha que recoge David G. Aristegui, portavoz del Sindicato CNT Sector Musical, y cuya plataforma llamó la atención hace unos días sobre la infografía del Coachella.

"Si alguien pusiese una lupa en las bandas del Viñarock, encontraría un sesgo al nivel del Coachella. Las agencias de management se especializan y, en los eventos dedicados a un género en concreto, es más probable que se dé ese intercambio", se aventura Aristegui. Dice que, aunque España tiene otras particularidades en cuanto a festivales, "si no cambian las cosas podemos virar hacia los niveles de agrupación y monopolio de otros países".

Los cinco de siempre

Sin embargo, para el sindicalista el verdadero problema es "la falta de renovación a nivel internacional", pero muy especialmente en el caso español por la ausencia de "clases medias". "Pasas de las cinco bandas profesionales a otras que tienen que alternar varios trabajos para subsistir y que tan pronto actúan en el Wizink Centre de Madrid como te dicen que no pueden vivir de la música", explica Aristegui. "Que toquen siempre las mismas en los festivales está relacionado con la imposibilidad de profesionalizarse de todas las demás".

CNT señala como culpables a los promotores de los eventos, pero sobre todo a las salas de aforo mediano. "No programan: alquilan. Los festivales arriesgan poco, pero las salas directamente nada. Pagas por tocar ahí. Me parece muy bien, pero que lo digan y que no se las den de que apoyan a grupos emergentes", critica David.

También afean la estrategia de la exclusividad, muy unida a la del clientelismo. "Si ya está recalentado el sector del festival, que solo puedas ver a tus bandas favoritas en ciertos festivales no es nada sano para el ecosistema musical". Los promotores suelen pedir exclusividad en una provincia concreta y eso provoca que el caché del artista en cuestión se multiplique.

Sin embargo, Beatriz le resta importancia a estas de crítica: "Somos apasionados de la música, pero antes de todo tenemos que hacer un cartel con el que se gane dinero dentro de una lógica y quien diga lo contrario, miente. Ya contrataré a las bandas que me gustan para mi cumpleaños. A un festival llevo lo que la gente quiere escuchar y lo que va a vender entradas".

Un círculo vicioso en el que, a título personal, se compromete a reservar huecos para los artistas emergentes que quiere "que crezcan". "Afortunadamente el panorama de festivales está muy parcelado. Hace tiempo hablábamos de una burbuja, pero es un sector muy acoplado al turismo y que además lo está haciendo bien”, reconoce David G. Aristegui. Lo que no obsta para pedir "menos opacidad en los cachés, en los contratos y transparencia en las tomas de decisiones".

Al fin y al cabo, solo la venta de entradas, sin contar ayudas públicas o ingresos por merchadising y patrocinios, supuso 334 millones de euros en 2018. Una cifra resultante de la pasión de los melómanos y ciudadanos que debería servir para reventar el cristal tintado tras el que aún se ocultan algunos de sus negocios.