"Mi vida viajera", escribe en su último libro, "más que la búsqueda de una patria, era probablemente el fruto inconsciente de una triple convergencia: de la pulsión de huir de mí mismo, de la complementaria búsqueda de mí mismo y del anhelo de encontrar un paraíso perdido".
En Un cinéfilo en el Vaticano, que acaba de publicar Anagrama, esta triple convergencia le lleva a recordar cuando vivió en Italia en los noventa. Allí Gubern fundó y fue director del Instituto Cervantes de Roma. Y en ello estaba cuando fue invitado a participar en la celebración de la Filmoteca Vaticana del centenario del cine. La sede central de la Iglesia Católica Romana quiso, a pesar de su condición de ateo, que participase en la elaboración de una lista de las mejores películas de la historia con valores espirituales. Y allá que fue.
¿Por qué recordar su episodio en el Vaticano ahora?
Jorge Herralde conocía el caso y me propuso hacer este libro. Y resultaba que yo guardaba documentos y cartas con los que podía reconstruir fehacientemente aquello. Como habían transcurrido ya 25 años, y por tanto se había superado el tiempo imperativo de los archivos que guardan un periodo de reserva por protección a la intimidad, pues consideraba que ya podíamos publicarlo sin restricción.
La estructura que elegí, grosso modo, es un homenaje a Un yanqui en la corte del rey Arturo, de Mark Twain. Es la experiencia de entrar en un mundo distinto, uno que no entiendes y con costumbres radicalmente distintas a las tuyas. Y esa extrañeza en la mirada es lo que intenté transmitir en mi libro. Decidí contar mi experiencia, y por qué no, mis errores en aquella vivencia.
En el libro aborda las raíces de la relación entre cine y religión. ¿Han ido siempre de la mano?
Tan presente está la religión en el cine como el sentimiento antireligioso. En la Unión Soviética, tras la Revolución de Octubre, se llevó a cabo una campaña artística contra la religión que se encargó de rodar películas abiertamente blasfemas. También ha habido siempre controvertidas películas sobre Cristo, pienso por ejemplo en Pasolini en los sesenta [El evangelio según San Mateo, 1964].
Se puede considerar, a mi parecer, que la Iglesia católica fue bastante dócil con este arte durante un tiempo, aunque había quien consideraba que llevar la imagen de Cristo a la pantalla era en sí mismo una blasfemia.
Justo hablando de esto, se cumplían hace pocos días los 35 años del estreno de Yo te saludo María, la película de Godard por la que le dieron un tartazo en Cannes y que aquí provocó revuelo.
Sí, sí, recuerdo el estreno de aquella película. Una película muy polémica. ¡Recuerdo que en el estreno había policías en las colas porque había amenazas de boicot de la extrema derecha!
Ahora que tanto en España como en Europa hemos vivido un repunte de esa extrema derecha, se vuelven a manejar argumentarios que ponen en duda el valor del cine español mediante la crítica a las subvenciones, por ejemplo. ¿Cómo cree que debemos responder a esos marcos discursivos?
Las fuerzas reaccionarias siempre intentan llevar el agua a su molino. Está inscrito en su ADN. Pero yo creo que el cine español es hoy un cine maduro y respetado internacionalmente. Hoy ves Dolor y gloria, Mientras dure la guerra o La inocencia y, en fin, ves cine de calidad.
En Europa hay cuatro cinematografías de primera división: la británica, la francesa, la italiana y la española. Las demás —el cine griego o el alemán—, no están a la altura ni en volumen de producción ni en calidad general. España está en la primera división del cine europeo con autores respetadísimos desde hace muchos, muchos años.
¿Cree que esa imagen del cine español como cine subvencionado o al servicio de la política responde a la realidad?
La subvención viene dada porque el enemigo del cine competitivo europeo es el cine norteamericano. Hollywood es una potencia hegemónica y colonialista, y para competir con ella hay que defenderse. El cine francés o el italiano están también muy subvencionados. Y es verdad que la subvención es peligrosa en el sentido de querer orientar los contenidos, pero justamente esto bien lo vimos más que nunca durante el franquismo. Hoy día si no se subvenciona, el cine español o europeo moriría porque el dominio norteamericano es muy pero que muy poderoso.
Dicho esto, yo creo que el debate va a ir por otro lado en los próximos años: estamos asistiendo al auge de las series y las plataformas digitales como fenómenos culturales. Y, honestamente, creo que el cine se va a convertir en un vasallo de intereses televisivos. Pienso en El Irlandés, que se estrenó en cines para poder ir a los Oscar pero cuya forma de exhibición esencial es Internet.
El audiovisual actual se define como un magma de formatos enfrascado en la etapa en la que los servicios televisivos intentan ser hegemónicos también en el cine. Un magma que habla muchos dialectos diferentes. Y esos dialectos, a veces, están enfrentados entre sí. Podemos ver 1917 como un prodigio digital que tiene más que ver con el funambulismo visual, pero que despierta debates de viejecitos que piensan "¿qué será de aquellas texturas cromáticas del cine analógico?". Bueno, el mundo cambia y habrá que aceptarlo, ¿no?
Viendo 1917, y hablando de este magma de formatos, a uno se le ocurre que Sam Mendes se ha imbuido del debate y ha querido hacer una película que todo el mundo recomiende ver en cines y no en casa. ¿Cree que el Hollywood actual está reaccionando con su lenguaje a esta batalla de las ventanas de exhibición?
Sí, puede ser. Pero no hay que homogeneizarlo todo. Este año Tarantino, por ejemplo, ha estrenado una película muy distinta a la de Sam Mendes. Y no podemos decir que Tarantino no atraiga a la gente al cine. Quiero decir que hay muchísimos lenguajes en el audiovisual y lo propio de ellos es su diversidad y sus contaminaciones. El cine va cambiando como un medio darwinista, va mutando para sobrevivir y de esta mutación nacen nuevas propuestas.
Con Érase una vez en... Hollywod Tarantino reflexionaba sobre el estado actual de la industria y el lugar que su cine ocupa en él. Es lo que hacía también Scorsese con El Irlandés y la herencia del cine de gánsteres. Incluso se diría que Dolor y gloria de Almodóvar hace lo mismo. ¿Cree que es una constante en todo autor que se precie?
Es algo frecuente en muchos directores: lo vimos con el Ocho y medio de Fellini o con Fresas salvajes de Bergman. Esos elementos autorreflexivos Godard los introdujo en los años sesenta con mucha fuerza. Es una tendencia típica, a veces narcisista, pero a veces muy interesante a nivel intelectual.
En Dolor y gloria, sin ir más lejos, veo a un Almodóvar que reflexiona sobre el jovencito revoltoso que fue y piensa "caramba, ya no tengo esa edad ni esa fuerza, y encima, tengo una salud frágil: la vida me ha lesionado". Y ese sentir autorreflexivo está impregnando a muchos autores.
El Irlandés, como también ocurrió con Roma, se vieron involucradas en un debate sobre el derecho a ver una película en cines o relegarla a las plataformas. ¿Existe tal derecho a poder ver en pantalla grande el cine que se quiera?
Esto es un problema de competencia empresarial muy viejo. Es una discusión fundamental de la economía del audiovisual. Tras la televisión vino el vídeo doméstico, y ahora las plataformas: son un cambio de paradigma que aboga por la autoprogramación del usuario, y que por eso mismo abre una crisis en la forma tradicional de ver cine. Las ventanas de exhibición se llevan discutiendo desde los orígenes del cine.
En Metamorfosis de la lectura usted reflexionaba sobre esto. Decía que "el juicio sobre el libro electrónico aparece sesgado entre quienes hemos crecido con el libro en papel". ¿Cree que ocurre lo mismo con las pantallas? ¿La nostalgia de un cine pasado nubla el juicio?
Si eres un anciano como yo, es evidente que esa nostalgia existe. Si tienes 15 años entiendo que no la tengas porque has crecido con Internet, con las televisiones inteligentes y el smartphone.
Los que hemos crecido con el modelo de cine-palacio, de pantallas de veinte metros de ancho, ya vimos que eso iba a desaparecer con la llegada de los multicines y los cines pequeños con pantallas diminutas. Hay una nostalgia romántica que es improductiva y un poco masoquista, diría yo. No volverás a ver el rostro de Greta Garbo en una tela de siete metros de alto: eso forma parte del pasado. Y no pasa nada. Pero es cierto que películas como la de Tarantino reflexionan sobre esta nostalgia, sobre lo que es y lo que fue el cine.
También la literatura vive un cambio de paradigma para con viejas estructuras. Empresas como Amazon favorecen la adquisición de cualquier libro desde su casa, mientras las librerías intentan sobrevivir con sus medios. ¿Qué cree que va a ocurrir en este ámbito?
Las grandes estructuras industriales siempre atentan contra el artesanado. Y la gente que hemos crecido con ese artesanado, con librerías de barrio y editoriales pequeñas y cuidadosas, añoramos este tipo de oferta. Es el viejo tema de David y Goliat: las pequeñas editoriales cierran y las grandes estructuras van copando cada vez más espacio. ¿Cuál es nuestra defensa? La calidad. Destacar por distinto, por novedoso, por creativo. La distinción es un arte que no se tendría que olvidar.
Cuenta usted en Un cinéfilo en el Vaticano que de la lista que hizo de películas para el Vaticano, solo le aceptaron La Strada de Fellini. Este director italiano decía que "todo arte es, en el fondo, autobiográfico". ¿Coincide con él a la luz de su último libro?
Déjame decirte que cuando envié la lista que había hecho pensé que era demasiado osada. No sé cómo les presenté eso al Vaticano. Pero ahora que lo he reflexionado...¡me parece una lista coherente! Pero sí. Solo me aceptaron La Strada. Bueno, pues mala suerte.
Y respecto a lo que decía Fellini, coincido bastante con él. He escrito una docena de guiones de cine y es verdad que, al final, siempre acabas poniendo algo que pertenece a tu experiencia personal. A veces distorsionado, a veces no. Pero esa mirada personal aparece sin que te des cuenta. Sin ella no hablaríamos de cine de autor, de hecho.