La concentración del patrimonio inmobiliario en las manos de algunos hogares maduros no sólo les está enriqueciendo, sino que ha hecho que las generaciones más jóvenes dependan de ellos
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En muchos aspectos, no en todos, adolecer es cosa de adolescentes.
Imaginas tu futuro y piensas en lo que todavía no está en tu mano: un trabajo, una pareja, a veces una familia y, siempre, en la independencia y la autonomía que se atisban en las noches de verano. Pero completar ese camino no es una tarea individual, sino que precisa de toda una serie de soportes colectivos en declive: un mercado de trabajo seguro y políticas de bienestar (familiares, educativas, de vivienda) robustas. En ausencia de tales peldaños, la transición hacia la vida adulta es un Everest inalcanzable, aunque te levantes a las cinco de la mañana y hagas cien “burpees”, salvo que puedas recurrir al banco de mamá y papá.
En ausencia de soportes, el acceso a una vivienda en propiedad se ha convertido, al mismo tiempo, en el recurso y el desafío más importante en nuestras sociedades. Para muchos hogares, tener una casa en propiedad es el medio central de acumulación y reproducción de la riqueza; así como un seguro privado frente a riesgos tales como el desempleo o la pobreza, particularmente durante la vejez, cuando disminuyen los ingresos.
Como consecuencia, la inversión continuada en vivienda ha encarecido su precio de manera extraordinaria. Esto es así de manera destacada donde escasea la vivienda en alquiler social, mal endémico en España, donde apenas supone un 3,3% de viviendas. En ausencia de esta alternativa, y en un contexto donde se añaden las restricciones en el mercado hipotecario, los nuevos hogares son arrojados hacia un mercado del alquiler privado que resulta, de este modo, muy tensionado. Los números son elocuentes: la propiedad de la vivienda no ha dejado de caer desde el comienzo de siglo, muy notablemente en el caso de los más jóvenes (del 58% al 29%, desde 2007 hasta 2023, según la Encuesta de Condiciones de Vida), al tiempo que los precios del alquiler se han disparado.
Un nuevo contrato generacionalEn este escenario, el apoyo familiar es cada vez más importante para las personas jóvenes, especialmente a través de las ayudas recibidas para acceder a una vivienda. Una primera estrategia consiste en las transferencias de riqueza, bien para permitir la compra de una vivienda, bien mediante la transferencia de una propiedad inmobiliaria. En Reino Unido, el 59% de compradores de vivienda con menos de 35 años recibieron ayuda económica de familiares o amigos en 2018. Otra estrategia es compartir la vivienda entre distintas generaciones. De esta forma se reducen o eliminan los costes ligados a la vivienda mientras dura la corresidencia, en un fenómeno que suele estar ligado al retraso en la edad de emancipación. En ocasiones, la posibilidad de alargar la emancipación permite evitar el mercado del alquiler y, así, acumular ahorros para el acceso directo a una propiedad.
El aumento de la importancia de la familia para acceder a una vivienda tiene importantes consecuencias. En primer lugar, constituye un nuevo modelo de relaciones de transmisión de recursos entre generaciones: pierden peso los intercambios públicamente mediados (a través de las pensiones y políticas sociales) a favor de su organización privada en el interior de las familias (mediante la vivienda). En este contexto, la dependencia del apoyo familiar permite a los mayores disciplinar las formas de vida de las personas jóvenes. Como consecuencia, el contrato generacional se renegocia en torno al grado de autonomía que conservan quienes reciben el apoyo. Si antes los cuidados a los mayores generaban la expectativa de una herencia, ¿cuál es el intercambio cuando las herencias se dan en vida?
A partir de 2040 se hará efectiva la herencia de la generación del baby boom. Pero será muy desigual: el 10% más rico posee el 56,6% de la riqueza
La segunda consecuencia es la reproducción de las desigualdades tanto entre generaciones como en cada una de ellas. Por un lado, se observa una profunda dinámica de desigualdad por la cual una generación inquilina (joven) se empobrece al enriquecer a una generación casera (mayor): “Con una media de edad diez años superior a la de los inquilinos, su renta mediana por hogar es de 76.504 euros, frente a (…) los 27.984 euros de los hogares inquilinos” (Future Policy Lab, 2023:14). Si la generación inquilina encuentra grandes dificultades para acceder a la propiedad en el presente, la generación casera tuvo importantes facilidades para lograrlo en el pasado. Su acceso a varias propiedades es indisociable de un contexto histórico muy particular. Los hogares del baby boom fueron beneficiarios de políticas de vivienda (mediante el acceso diferido y subsidiado a la misma, primero; mediante la deducción fiscal por la compra de vivienda habitual, después), así como de un mercado hipotecario en expansión y de la espiral ascendente de precios ligada a la mercantilización de la vivienda.
Como resultado, estos hogares pudieron acceder a la propiedad en el comienzo de su trayectoria residencial, pagando sus hipotecas y concentrando mucho patrimonio inmobiliario. Esta combinación de circunstancias se ha mostrado muy eficaz a partir de la crisis abierta en 2008. Algunos de estos hogares ampliaron su patrimonio mediante la adquisición de las viviendas devaluadas por el estallido de la burbuja, favorecidos por una década de bajos tipos de interés y mayoritariamente ajenos a las restricciones laborales y del crédito que han excluido a las generaciones más jóvenes. Junto con importantes actores financieros internacionales, estos hogares han acumulado activos inmobiliarios capaces de generar, en algunos casos, rentas del alquiler. Y esta posición rentista ha tenido condiciones políticas favorables. Como resultado, en España el porcentaje de arrendadores ha aumentado del 2% en 2002 a casi el 7% en 2020, mientras que el de inquilinos ha pasado del 13% al 20%.
La concentración del patrimonio inmobiliario en las manos de algunos hogares maduros no solo les está enriqueciendo, sino que, al mismo tiempo, ha hecho que las generaciones más jóvenes dependan de ellos. Las diferencias en el patrimonio acumulado en la edad joven de ambas generaciones son elocuentes, y están en la base de recurrentes apelaciones al conflicto generacional. Las personas entre 30 y 40 años acumulan en torno a 30.000 euros de riqueza, mientras que, a la misma edad, sus padres ya tenían por encima de 100.000 euros, descontadas las deudas hipotecarias a las que ahora pocos jóvenes pueden acceder: más del 50% de hogares menores de 35 años tenían deuda asociada a la vivienda principal en 2002, mientras que en 2022 esta cifra apenas supera el 20%, según el Banco de España.
Una máquina de producir desigualdadEn este contexto, las madres y los padres que pueden hacerlo ayudan a sus hijos/as mediante los recursos que han obtenido a través del mismo proceso que les excluye del acceso autónomo a una vivienda. Por tanto, lo que se observa son intensas estrategias de apoyo intergeneracional, y no de conflicto. Pero no todos los componentes de una y otra generación han tenido una experiencia homogénea. De manera crucial, algunas clases sociales del baby boom pueden legar riqueza inmobiliaria a sus descendientes (el banco de mamá y papá), mientras que otras no. De este modo, las desigualdades intergeneracionales amplían las desigualdades intrageneracionales. Por un lado, las clases medias y altas del baby boom fueron favorecidas para adquirir una riqueza inmobiliaria que les blinda frente a los riesgos del presente. Por el otro lado, estas mismas clases ofrecen apoyo y transfieren riqueza a sus descendientes para salvarles del mercado del alquiler, al cual quedan condenadas quienes no cuentan con dicho apoyo. Los datos son claros: más del 50% de los beneficios de las rentas del alquiler van a parar al 20% más rico de la población; al tiempo que el 20% más pobre de los inquilinos dedica un 45% de sus ingresos a pagar el alquiler. No es tanto una guerra generacional como entre clases.
Los inquilinos con hijos (muchos inmigrantes) no pueden emplear su vivienda como recurso para su descendencia ni avalar sus hipotecas
Aunque el acceso a la propiedad se extendió socialmente en la generación del baby boom, las clases medias-altas se beneficiaron más del incremento de precios, frente a las clases populares, que obtuvieron menores ganancias y han sido más vulnerables a la volatilidad económica, así como a los riesgos hipotecarios (y, con ellos, a los desahucios). Asimismo, no pocas familias de clases populares fueron excluidas de la propiedad inmobiliaria. En tales casos, los inquilinos con descendencia no pueden emplear su vivienda como recurso para sus hijos/as, ni avalar sus hipotecas. En esta situación se encuentra la mayor parte de hogares con origen inmigrante. Por el contrario, los productos hipotecarios y financieros permiten a los propietarios extraer riqueza de sus casas y transmitirla a través de regalos o de herencias adelantadas a sus descendientes. Aquí está la razón de tantas políticas de exención fiscal en las donaciones, patrimonio y sucesiones, auténtica clave de bóveda de la producción política de la desigualdad social en España, con Madrid a la cabeza. En torno a 2040 se prevé que comience la gran sucesión: la herencia del patrimonio de la generación del baby boom. Pero será muy desigual: el 10% más rico concentra el 56,6% de la riqueza del país. Además, un estudio reciente en Barcelona revela que siete de cada 10 inquilinos no esperan heredar ninguna vivienda en el futuro4. En conjunto, las herencias y/o regalos son 60 veces superiores entre el 20% más rico de los hogares que entre el 20% más pobre.
En suma, la situación inmobiliaria de las generaciones maduras se consolida como una dimensión central de reproducción de la desigualdad. Como resultado, las transiciones hacia la vida adulta se enfrentan a la bifurcación entre quienes gozan de soportes inmobiliarios frente a quienes no, con consecuencias en decisiones tales como la emancipación, la p/maternidad o la formación de parejas, todos ellos ámbitos donde los privilegios también se heredan a través del linaje inmobiliario-familiar. En todos los casos, la libertad requiere de soportes materiales. Este conjunto de dinámicas sociales advierte de las consecuencias de la apuesta por la propiedad, que en la práctica funciona como un medio de disciplinamiento social y de dominación económica. Tras la erosión del mito de la meritocracia, es el turno de la falsa promesa de la propiedad.