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El dios del crecimiento perpetuo ha muerto: las razones profundas del éxito de Trump

El dios del crecimiento perpetuo ha muerto: las razones profundas del éxito de Trump

Donald Trump y la ultraderecha se abren camino a base de deshumanizar y seguir lanzando la idea de que el mundo es cada vez más escaso y tenemos que matarnos unos a los otros para sobrevivir

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Dice Edward O. Wilson, con mucha razón, que ninguna tribu puede sobrevivir durante mucho tiempo sin un mito que explique el sentido de su existencia.

Por eso los seres humanos llevamos inventando fábulas para explicarnos a nosotros mismos desde que existe la humanidad.

A menudo no le damos a las fábulas la importancia que tienen, pero las personas no pensamos en datos, ni en objetos, ni en hechos ciertos. La materia prima de nuestro cerebro son las historias. Por eso una narración lo suficientemente poderosa puede moldear civilizaciones enteras, como ocurre con las religiones. El amor romántico, el sueño americano o la meritocracia son también relatos que determinan la forma en que vemos el mundo.

Cuando esos mitos dejan de servir para explicar la realidad nos entra el pánico. Ocurre porque el cerebro humano es el resultado de un proceso evolutivo durante el cual su principal función era detectar cosas que no comprendía –como un ruido en el bosque o una sombra en la pared de la cueva– y entenderlas. 

De ahí que seamos una especie tan curiosa: somos unos animalitos frágiles en un mundo hostil y nos hemos adaptado para identificar y comprender rápidamente las cosas nuevas que nos vamos encontrando, no vaya a ser que sean peligrosas. 

Y, como últimamente no entendemos mucho, pues estamos muy asustados. El miedo es la emoción social imperante en nuestro tiempo y la más perniciosa. Nos asalta cuando escuchamos noticias sobre tecnologías que vienen a sustituirnos, virus que acechan, ideologías radicales, la posibilidad permanente de la guerra y sobre los cambios –quizá irreparables– que le hemos provocado al planeta. Todos estos fenómenos tienen algo en común y es que son inabarcables, incontrolables y no los entendemos; escapan a nuestro control en la misma medida en que amenazan nuestra seguridad.

Nos da miedo la victoria de Donald Trump porque no la comprendemos. ¿Cómo puede ser que la mejor candidata, la más virtuosa del progresismo, en su mejor campaña, pierda contra el ser más detestable y más vil? ¿Qué está pasando en el mundo para que la mitad de la población de un país vote de esta manera? ¿Qué está ocurriendo en todos los países para que tanta gente se vea representada por estos partidos?

Y como ninguna explicación nos termina de satisfacer –porque ni la inflación, ni el feminismo, ni la desinformación, ni el empleo, ni la economía, ni la externalización de las industrias explican, por sí solas, lo que está ocurriendo– nos entra el pánico.

Este artículo propone que existe una razón más profunda que da sentido a todos estos fenómenos: que en los últimos 25 años se ha producido una transformación del paradigma económico que todavía no hemos sabido explicar, pero que hace que vivamos en un mundo que funciona de una manera radicalmente distinta al mundo que conocíamos. La narración que nos dio sentido hasta finales del siglo XX ha dejado de funcionar y ya no sirve. Y todas las tensiones que observamos –no solo el ascenso de la extrema derecha, también la crisis de salud mental en los jóvenes– emanan de esta misma causa: nos falta un nuevo mito que explique nuestra existencia.

Y, al contrario, si fuéramos capaces de mirar al mundo con nuevos anteojos, si fuéramos capaces de comprenderlo, se acabaría el miedo. Porque, puestos en faena, se nos ocurrirían muchas soluciones para los problemas que tenemos, igual que se nos han ocurrido siempre a lo largo de los miles de años de existencia de nuestra especie. Somos una civilización experta en adaptarse y en superar la adversidad. 

¿De dónde venimos? ¿Cuál era el relato que le daba forma a la realidad hasta estos años?

La fábula del crecimiento perpetuo

En 1776, Adam Smith dio forma al mito que nos ha traído hasta aquí. 

Aquel era un momento muy parecido a este, donde el mundo estaba cambiando a una velocidad de vértigo. Imaginemos por un momento a toda esa gente que, de la noche a la mañana, pasó de vivir en el campo a verse arrastrada a la urbanización, a las fábricas y al trabajo asalariado. En el siglo XIX la revolución industrial lo estaba transformando todo y nadie entendía nada, exactamente igual que ocurre ahora. 

El argumento de Smith era el siguiente: hasta finales del siglo XVIII la humanidad había llegado, a duras penas, a sobrevivir miserablemente a base de cultivar lo poco que daba la tierra por sí misma. Una sociedad analfabeta, supersticiosa, mal organizada y liderada por personas improductivas –los nobles y el clero– estaba ahogada por su propia incapacidad para crecer. Pero el racionalismo y la incipiente revolución industrial habían producido el milagro de la división del trabajo y eso lo cambiaba todo. 

Con la división del trabajo, todos los hombres podrían ser cada vez más productivos. Si un hombre, por sí solo, solo podría fabricar 10 alfileres al día, formando parte de una cadena de producción podría hacer decenas de miles. La tecnología y la industrialización iban a multiplicar la productividad y la riqueza hasta el infinito. Nada estaba fuera del alcance de la humanidad si se seguía organizando cada vez mejor. 

Smith pasó a la historia como el padre del liberalismo y de la economía moderna pero, en contra de lo que se suele creer, La riqueza de las naciones ni es un libro de economía, ni está basado en datos: es un cuento. Un relato que pretendía dar a sus contemporáneos un nuevo mito para comprender la era industrial.

Y uno que no se limitaba a describir lo que ocurría, sino que establecía lo que debía ocurrir: es una fábula moral. Y es que Adam Smith no era un economista –la economía no existía ni como disciplina en aquel momento– sino un filósofo moral. 

Por eso la estructura del mito del liberalismo económico es la misma que la de una religión: cuenta que un ser sobrenatural –que ya no será un dios, sino la “mano invisible del mercado” y la “división del trabajo”– recompensará a aquellos que sean virtuosos. Y que la recompensa no tendrá límites, exactamente igual que si fuera divina. Así fue como el capitalismo sustituyó en la sociedad a la religión. Smith le dio al mundo la creencia de que había una salvación –del hambre, de la miseria, del miedo– en la tecnología y en la organización humana. Dios éramos nosotros mismos y el cielo estaba en la tierra. 

Como en todas las teologías, en el recién nacido capitalismo había pecados y virtudes. Los pecados eran la ociosidad y el despilfarro. Las virtudes eran el esfuerzo y el sacrificio. El sacrificio producía ahorro (capital) que, a su vez, aportaba la energía necesaria para adquirir maquinaria y pagar el trabajo. El trabajo, por su parte, era el corazón de todo el sistema. El trabajo era el fruto del esfuerzo, el lugar desde donde emanaba el valor de todas las cosas. Un producto o un servicio valían tanto como el trabajo que se había invertido en fabricarlo. En el esquema del liberalismo, el trabajo y el esfuerzo sustituían en el sistema moral a la devoción, que había sido la piedra angular de la virtud religiosa. 

Igual que la devoción, el esfuerzo tenía la cualidad de estar al alcance de cualquiera. Deslomarse no requería de ninguna habilidad especial y en la ética del esfuerzo un minero asturiano, aunque fuera pobre, podía ser igual de virtuoso y de orgulloso que un ingeniero finlandés. De manera que todas las personas –bueno, todas no, porque en 1776 no todos los seres humanos tenían la consideración de personas, pero esto sería otro tema– podían participar del relato. Cualquier hombre blanco podía ser un buen trabajador y obtener el reconocimiento de los demás por ello. No hacía falta ser excepcional, ni que te tocara la lotería genética, ni la del código postal. Como en las religiones todos los fieles, por más que fueran personas normales, tenían garantizado un lugar en el mundo.

La otra gran virtud de esta nueva fe era la posibilidad de crear, en paralelo, una contabilidad del valor de cada persona. El esfuerzo se medía en horas de trabajo; los salarios representaban cuán valioso era alguien dentro de la organización empresarial y la cantidad de dinero que uno tenía era una forma simplísima de saber cuánto valía: o bien cuánto había trabajado, o bien cuánto había ahorrado. De esta manera, con un rápido vistazo quedaba claro si alguien era virtuoso o no, digno, merecedor, trabajador, exitoso o todo lo contrario. Con los años, ese sistema contable se sofisticó y se llamó economía.

Así fue como quedó cincelado, en poco menos de 1.000 páginas, el mito que le ha dado sentido al mundo durante un cuarto de milenio: los hombres, para ser virtuosos, deben trabajar y ahorrar. El valor de todas las cosas está en el esfuerzo que hemos puesto en ellas. Si trabajamos duro, si nos esforzamos, seremos recompensados por el dios de las ganancias infinitas del mercado y reconocidos por la sociedad por ello.

Avalistas 

En las décadas que siguieron, el mundo entero se convirtió a esta nueva fe. Tanto la derecha como la izquierda compraron la idea de que la tecnología y la división del trabajo iban a incrementar las ganancias y la productividad hasta el infinito y que la ética del trabajo era la piedra angular de la sociedad. Tan transversal se volvió esta noción que hay una frase de la Biblia –“el que no quiera trabajar, que no coma”– que acabó elevada a “principio socialista” en El Estado y la Revolución, de Lenin.

Las ideologías se convirtieron así en una suerte de iglesias distintas, pero que veneraban en última instancia a un mismo dios. Los partidos políticos que han llegado hasta nuestros días –los liberales, los verdes, los socialdemócratas, la democracia cristiana y hasta los partidos comunistas– siguen compartiendo tanto la idea del crecimiento indefinido de la productividad como la centralidad del esfuerzo para determinar quién tiene valor en la sociedad.

Los años que siguieron a La riqueza de las naciones fueron un auténtico milagro, nunca en la historia se había vivido una cosa semejante: cada vez que la gente se organizaba mejor, cada vez que nacía una nueva tecnología, crecía la productividad y había más para repartir. 

Claro que hubo altibajos: guerras terribles, crisis, hambrunas y desigualdad. Pero ninguno cuestionaba la veracidad del relato porque eran fenómenos accesorios a la noción central, que seguía inmutable: la tecnología seguía incrementando la productividad. Dios seguía vivo y seguía cayendo maná del cielo. Lo que había era un problema de reparto.

Ese fue el problema que se quiso resolver cuando los estados se convirtieron en avalistas de todo este mecanismo. Si hasta la segunda mitad del siglo XX el mercado había sido el único responsable del funcionamiento de la economía, en los años de la posguerra los estados decidieron hacerse corresponsables. Y les fue bien la apuesta. Si hasta 1950 el crecimiento llevaba 200 años siendo una constante, en los cincuenta años siguientes la productividad se disparó todavía más, hasta cotas desconocidas en la historia. En aquellos años avalar todo el sistema y apuntarse los tantos de un mecanismo que parecía que nunca iba a dejar de funcionar debía parecer un auténtico chollo.

Así fue como llegamos al final del siglo XX en una orgía de optimismo. Para entonces habían nacido nuevas fábulas: entre ellas la del pleno empleo, la idea de que todos los hijos seríamos universitarios y tendríamos “carreras profesionales” de éxito. También la idea de la igualdad de género vinculada a que las mujeres se hicieran partícipes de ese sistema. 

En el cambio del milenio el mundo vivía en la fábula de la opulencia y la prosperidad para todos. “No existen límites al crecimiento” –decía Ronald Reagan– “porque no hay límites a la capacidad humana para la inteligencia, la imaginación y el asombro.”

Nadie se paró a pensar que, si los estados se metían a avalistas de la economía cuando las cosas iban bien, cuando el motor de crecimiento se parase todo el mundo iba a exigir la ejecución de esos avales.

El fin del cuento

Por razones que no terminamos de entender, la profecía de Adam Smith dejó de cumplirse en torno al año 2000. Desde entonces, las innovaciones tecnológicas ya no producen incrementos de la productividad. Se ha roto la maquinita del crecimiento perpetuo.

La consecuencia material es que las economías avanzadas llevan estancadas la mayor parte del siglo XXI. A pesar de ser el momento con más nuevas tecnologías de la historia, en Estados Unidos, el crecimiento anual de la productividad laboral cayó del 2,8% (1995-2005) al 1,2% (2005-2019). En la Unión Europea pasó del 2% en la década de 1990 a menos del 1% después de 2010. 

Es lo que los economistas llaman “el enigma de la productividad” y es un hecho aceptado y diseccionado hasta la saciedad por el consenso económico. Hay quien dice que es un problema de medición, hay quien apunta que tiene que ver con los cambios en la demografía, o con que se ha acabado el efecto catch-up con los países periféricos (que ya no le podemos vender más cosas al tercer mundo). Hay quien dice que tiene que ver con que las tecnologías digitales no son tan productivas, o con todo a la vez.

No es que el mundo no crezca, que todavía puede crecer y crece por otros motivos –por apreciación de los activos inmobiliarios, por ejemplo–, lo que no crece es la productividad del trabajo. Lo que ha dejado de funcionar es esa idea de que la división del trabajo y la tecnología van a producir cada vez mejores empleos y, como consecuencia, que la vida de la gente va a mejorar porque los trabajos cada vez van a ser mejores. Hoy en día lo que ocurre es que la economía crece mientras la vida de la gente sigue estancada o, en los peores casos, empeora.

Al contrario, el empleo industrial, ese que se beneficiaba directamente de las ganancias infinitas de la productividad, pasó del 25% (en EEUU) y del 30% (en Europa) en 1970, al 8% y al 14% en 2024. Todos esos puestos de trabajo que daban lugar a un papel en la sociedad fueron sustituidos por dos cosas: un tipo de trabajos bien valorados y razonablemente bien pagados en la economía de la información y un sinfín de subempleos en sectores “de baja productividad”, atravesados por nuevas formas de organización laboral como el trabajo en plataformas. En paralelo, los salarios llevan estancados varias décadas.

Pero la principal consecuencia de este fenómeno no es económica, sino moral: Se ha roto el mecanismo por el que cualquier persona, “solo” con su esfuerzo, “solo” con dejarse la vida en una oficina o en una fábrica de 9.00am a 5.00pm durante 40 años, podía tener un papel en la sociedad. Hoy hay muchísima gente que se desloma y no dejan de ser unos parias. El mundo está lleno de gente que ya no encuentra su lugar ni trabajando. Se acabó aquello de que “en la cima hay sitio para todos” que decía Margaret Thatcher. 

Es difícil dimensionar el impacto de este fenómeno en la sociedad. Pero es que, como dice una célebre frase de Paul Krugman, “la productividad no lo es todo pero, en el largo plazo, lo es casi todo”. Todo el aparato moral de Occidente se sustenta sobre esa idea de que el mundo va a seguir creciendo y de que la economía va a producir cada vez mejores puestos de trabajo. Llevamos esa idea en la cabeza cuando pensamos en nuestro futuro, pero también cuando pensamos en lo que será la vida de nuestros hijos. Contamos con ese crecimiento infinito cuando votamos y cuando decidimos irnos de casa. Lo que ha ocurrido en los últimos 25 años es que la piedra angular de nuestro modelo social se ha roto y nadie parece querer reconocerlo. Ya no funciona el mito que daba sentido a nuestra existencia.

Mientras tanto, le seguimos diciendo a todo el mundo –en particular a los jóvenes y a todos los que no entraron al reparto de las ganancias del siglo XX– que si no tiene éxito en esta sociedad, es que no se ha esforzado lo suficiente. Se produce entonces esa frustración que vemos por todas partes: en el surgimiento de los partidos de extrema derecha o en el triunfo de políticos como Donald Trump, pero también en las cohortes de jóvenes que enviamos a la universidad como si de verdad pensáramos que van a “trabajar de lo suyo”. O en las generaciones de no tan jóvenes que llevan 10 o 20 años estancados y hastiados en su puesto de trabajo sin tener una expectativa de vida buena. O entre los trabajadores que ocupan puestos de baja cualificación y que ven cada vez más distancia entre sus condiciones de vida y las de los demás. Vivimos todos en una inmensa mentira y nos hacemos luz de gas a nosotros mismos.

Los hombres, en particular, están viviendo un double-dip de esta tendencia, ya que a la desaparición del lugar en el mundo que les ofrecía el siglo XX tienen que sumar el reequilibrio de género que estamos haciendo en estos mismos años. Por eso la rabia contemporánea se concentra mayoritariamente en los hombres en edad laboral.

El común denominador de todos estos fenómenos es que muchas personas, que sienten que han hecho y siguen haciendo todo lo que se suponía que tenían que hacer, no encuentran recompensa y, a falta de una buena explicación sobre este fenómeno del “enigma de la productividad”, no entienden por qué, ni saben qué hacer para volver a encajar. Mucha gente no sabe qué hacer para volver a tener un papel y una hoja de ruta hacia el futuro en esta sociedad del siglo XXI.

Y como los estados se hicieron avalistas de todo el sistema en la segunda mitad del siglo XX, los fieles no le están pidiendo explicaciones a Dios, sino a sus iglesias.

Sin Dios

Dios ha muerto. El dios del crecimiento perpetuo ha desaparecido y, aunque nadie lo dice abiertamente, lo anuncian los telediarios cada vez que replican un mensaje de escasez. Por ejemplo, cuando se dice que el sistema de pensiones no es sostenible, o que se va a acabar el petróleo, o cuando escuchamos que la inteligencia artificial va a sustituir millones de puestos de trabajo, o que la vivienda ya no va a ser para todo el mundo en propiedad y que habrá algunos que tengan casa y otros que tendrán que pagar alquiler. Todos los mensajes que recibimos a diario hablan de la muerte del dios del crecimiento perpetuo.

Como ya no está Dios, las virtudes que te hacían digno a sus ojos también han caído en desgracia. El esfuerzo, en la sociedad actual, ya no vale para casi nada. Uno puede deslomarse a estudiar, sacar las mejores notas, ser el que más horas echa en una oficina y que le pase por delante cualquiera con mucho menos esfuerzo y más contactos. Puede también que no le ocurra eso, pero que se quede indefinidamente en el mismo sitio, simplemente porque en la estructura productiva no hay un lugar mejor al que ir. Hemos, por decirlo de alguna manera, tocado techo.

Los partidos mainstream, aunque están profundamente concernidos con el fenómeno del estancamiento de la productividad, sólo alcanzan a volver a intentar recetas keynesianas, a ver si lo resucitan. Esto fue lo que intentó hacer Joe Biden cuando puso en marcha un monumental programa de inversión por valor de 3,8 billones de dólares (algo así como 3 veces el PIB de España) para estimular la actividad en infraestructuras, energías renovables, semiconductores y otros sectores industriales. Es la misma receta que está poniendo en marcha el gobierno en España con la reforma laboral y las nuevas medidas para blindar el empleo, es la misma receta que propone la socialdemocracia y la democracia cristiana en toda Europa y es lo mismo que está haciendo el gobierno chino. 

Se comportan como sacerdotes de una civilización antigua. En época de sequía, su instinto es aumentar el número de sacrificios para aplacar la ira de Dios.

Pero, como ha vuelto a poner de manifiesto la victoria de Trump, el malestar de la gente no se calma con dinero, porque no nace del deterioro de las condiciones materiales, sino del deterioro de la promesa del siglo XX: de la muerte de Dios y del lugar en el relato del mundo que el trabajo y el esfuerzo le daba a cada persona. Por eso las estadísticas macroeconómicas no son capaces de capturar lo que está pasando: baja el paro, crece el poder adquisitivo, pero el malestar prevalece.

En ausencia de Dios, en ausencia de un único relato que nos dé sentido y un lugar en la sociedad a todos, lo que está ocurriendo en todo el mundo es que nos estamos tribalizando.

Como en la segunda temporada de Good Omens, no sabemos dónde está Dios y estamos todos nerviositos.

Tribalismos

Hoy, a falta de un mito común que ofrezca a todas las personas la posibilidad de ser virtuosas, nos hemos quedado al albur de nuestras propias posibilidades de supervivencia. Por eso muchas personas están –o, mejor dicho, estamos– haciendo el único cálculo que es posible desde el individualismo: salvarnos. Esto es, elegir un grupo social y pelear porque sea el nuestro, y no otro, el elegido para recoger los frutos de un mundo escaso.

Hoy hemos inaugurado la era de los extraordinarios. Parece que solo los que sean excepcionalmente virtuosos –véase, los que vayan a una universidad de élite o tengan muchos más contactos que los demás– tendrán un buen lugar en la sociedad. Por eso estamos empeñados en que el mundo piense que esos extraordinarios somos nosotros.

Por eso tantas cosas están tomando tintes pseudo-religiosos. Es lo que ocurre con el culto al cuerpo de los gymbros, o con quienes creen en pseudociencias, o con los grupos que siguen a líderes de extrema derecha, que no son otra cosa que los telepredicadores de medio pelo de toda esta historia. Todas estas creencias tienen en común que permiten a sus seguidores creerse diferentes y mejores que el resto. Construir un panteón de dioses propios y creer que los suyos son los verdaderos y todos los demás, unos herejes.

Sería reconfortante si pudiéramos mirar este fenómeno por encima del hombro como si solo le estuviera pasando a la extrema derecha, pero la realidad es que nos está pasando a todos y a todas. También muchos movimientos en la izquierda siguen este patrón. Algunas actitudes en el veganismo, el decrecentismo y hasta una determinada manera de entender el feminismo se pueden explicar por esta necesidad que tenemos de sentirnos distintos y superiores al resto. Como una forma de constituir tribus.

Tampoco son otra cosa distinta las batallas generacionales, o la loca carrera por invertir en el mercado inmobiliario –o en criptomonedas– o, simplemente, por volvernos todos inversores en lugar de trabajadores. Eso que llamamos “polarización”, las guerras culturales, los discursos de odio y la distancia cada vez más agravada que encontramos hasta en los círculos íntimos, son todo manifestaciones de esa misma tentación de sentirnos distintos y superiores a otros. Es una lucha global entre distintas formas de supremacismo.

Democracia

El colosal problema que acecha detrás de esto radica en que la democracia no puede sobrevivir sin un mito que explique que todos somos iguales y merecemos las mismas oportunidades. El mecanismo moral que sustenta la democracia reside en que somos una comunidad de pares. La tribalización es lo contrario: consiste en pensar que los demás o son tontos, o están locos, o son malas personas. Que hay ciudadanos de primera y de segunda. 

Pero, si es así, ¿por qué debería nuestro voto valer igual que el suyo? Si somos moralmente superiores al resto, ¿por qué no iba a tener sentido que uno de los nuestros gobierne por decreto? Esa es la idea que está detrás de todas las tendencias autocráticas del mundo: la prevalencia moral de un grupo social determinado sobre los demás en un mundo escaso donde es necesario pelear por los recursos. Este es el caldo de cultivo en el que Donald Trump ha ganado dos elecciones y así es como la ultraderecha se abre camino en todo el mundo. A base de deshumanizar y seguir lanzando la idea de que el mundo es cada vez más escaso y tenemos que matarnos unos a los otros para sobrevivir. 

El riesgo que corremos, quizás el riesgo más importante de nuestro tiempo, es seguir cavando esta tumba. Y es que no hay solución ni al cambio climático, ni a la desigualdad de género, ni a la pobreza, ni al riesgo de la guerra, ni a ninguno de los grandes problemas de la humanidad sin volver a reconocernos todos como parte de una misma familia, de una misma cultura, de una misma religión.

¿Dónde está la salida?

Necesitamos desesperadamente un nuevo mito universal; un nuevo relato donde tengamos cabida todos los seres humanos. Para que ese relato funcione, para que sea capaz de explicar el mundo, no necesitamos que la productividad vuelva a crecer –que sería un debate para otro artículo– sino reordenar nuestro sistema de valores. Desplazar las virtudes del sistema moral de la era industrial y colocar otras que de verdad funcionen en el siglo XXI. 

La razón por la que el esfuerzo –el empleo de la fuerza física o mental– y el ahorro –transformado en capital– eran el corazón del sistema moral de la modernidad es que eran escasos y muy necesarios: hacían falta todas las manos del mundo para mover la economía y acumular, en la economía agraria de la edad media, era muy difícil.

Pero en 2025 el esfuerzo lo hacen y lo van a hacer cada vez con más frecuencia las máquinas. Las personas hemos pasado a aportar valor de muchas otras maneras, pero no con la repetición esforzada de tareas repetitivas –físicas o mentales. 

Por eso es imprescindible que en los próximos años saquemos el trabajo del centro de la vida. No porque seamos unos vagos o porque no queramos contribuir a la sociedad, sino por todo lo contrario: porque seamos conscientes de que a la sociedad del siglo XXI se contribuye de muchas maneras más allá del trabajo y, al contrario, de que a menudo el trabajo es una pantomima donde pretendemos generar valor sin hacer mucho. Descentrar el trabajo es volver a equilibrar el orden moral en una dirección que haga espacio para todas las personas.

Por eso una reducción radical y generalizada de la jornada laboral, como la jornada de cuatro días, debería ser la piedra angular de cualquier agenda política democrática. Para que el trabajo sea una de las cosas que hacemos en la vida, pero no la única. Y para que todo el mundo tenga el tiempo necesario para hacer las cosas que aportan valor y son necesarias en el siglo XXI: aprender, explorar, conectar y crear. Y que sea valorado por ello.

La otra cosa que seguimos valorando y retribuyendo excesivamente, aunque cada vez aporta menos valor a la sociedad es el capital. 

El capital se ha ido multiplicando en las últimas décadas y hoy el dinero disponible está por todas partes. La masa monetaria (M2) que gestionan los principales bancos centrales se ha multiplicado por 7 entre 1994 y nuestros días y algunos analistas estiman que la masa monetaria amplia (M3) asciende en 2024 a 129 cuatrillones de dólares, cinco veces más que en 2000, con un crecimiento anual en torno al 7%.

Y, sin embargo, embaucados como estamos del relato del liberalismo del siglo XIX, seguimos creyendo que el capital es el fruto del sacrificio y del ahorro y, por tanto, una entidad virtuosa que hay que retribuir generosamente. Por eso a nadie le extraña que la bolsa americana lleve 25 años dando una rentabilidad del 10% anual o que el oro de un 9%. Seguimos pensando que quien tiene oro es que ha ahorrado y se ha sacrificado para conseguirlo, en lugar de poner sobre la mesa que hay tanto dinero que existe mucha gente que ya no sabe en qué gastarlo (y que desde luego, no produce ningún valor con su dinero).

Solo por este lugar privilegiado en el sistema moral se explican las extraordinarias condiciones fiscales que tienen las rentas del capital en todo el mundo y el hecho de que sigan multiplicándose a una velocidad de vértigo impulsadas por las protecciones públicas y los incentivos a la inversión inmobiliaria y financiera. Como consecuencia, algunas actividades improductivas, como el alquiler de vivienda o la tenencia de acciones de empresas, resultan hoy mucho más rentables que otras actividades productivas como el trabajo o el emprendimiento. Esta, y no una carencia material real, es la causa de la escasez que percibimos muchas personas en el mundo. 

Estamos consintiendo que la especulación y la avaricia se lleven crudo el fruto del trabajo de millones de personas. Miles de millones en el mundo trabajan para dedicar la mitad de sus ingresos a pagar actividades especulativas. Así es como se está disparando la desigualdad.

Si fuéramos capaces de poner en su lugar y retribuir al capital por lo que verdaderamente aporta hoy –que en algunos casos será mucho porque asume muchos riesgos, como en la inversión en novísimas tecnologías pero, en otros, como la inversión inmobiliaria o la tenencia de acciones cotizadas, no– se abriría un mundo –literalmente– de posibilidades de transformación. Sería posible imaginar un futuro donde la gente no se desangre para pagar el alquiler, o la hipoteca, y entonces de pronto sería hasta sencillo trabajar menos.

Otras actividades que sí producen valor deberían empezar a ocupar el lugar que deje el trabajo y el ahorro en el relato del mundo. Aprender sería la primera de ellas, porque no podemos llegar a esa sociedad de sabios, ni mucho menos hacer que sea democrática, si no incorporamos a la mayoría de la sociedad a las mejoras que ofrece la tecnología y el progreso. Igual que en la revolución industrial se construyó un inmenso sistema para sumar a toda la sociedad a la educación, a la cultura y al conocimiento, hoy necesitamos hacer el mismo esfuerzo para que las personas sientan que los avances del mundo también les pertenecen. 

Todo ello para poner en el centro la actividad que, quizás, nos hace verdaderamente humanos y diferentes al resto de las especies; la ambición de la que nace el valor de las personas: la exploración. Un mito para el siglo XXI será el de una sociedad de exploradores –artísticos, científicos, técnicos, culturales, empresariales– que crean nuevas oportunidades, nuevas rutas, nuevos imaginarios, nuevos yacimientos, nuevos mundos posibles para la humanidad.

Y que lo veamos con nuestros propios ojos. 

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