"España ha dejado de ser católica", decía Manuel Azaña al comienzo de la Segunda República, cuando aquel Congreso de los Diputados aprobó las leyes laicistas. Era una metáfora, dejó de ser católica sobre el papel de la ley, pero no en las creencias de buena parte de su pueblo. 

España, este domingo 10 de noviembre, ha dejado de ser una excepción en Europa por la potencia de la extrema derecha en su Parlamento. Pero también es una metáfora, pues precisamente lo excepcional era tener una dictadura a mediados de los setenta y que el dictador aún estuviera en un mausoleo después de 40 años muerto: no existía tal cosa ni en Portugal, Grecia, Italia y Alemania, países de  dictaduras fascistas.

 

Pero en España, como sí pasó en Portugal, Italia y Alemania, no se derrotó al fascismo, el franquismo murió en la cama y con el harakiri de las Cortes franquistas; no hubo una ruptura de régimen, sino una reforma; no nació un nuevo país, sino que el país mutó de la ley a la ley. Y, aun así, España parecía vacunada, como si 40 años de franquismo hubieran sido bastantes... hasta que ha llegado la irrupción del posfranquismo tras ser actores fundamentales para los gobiernos autonómicos y locales de PP y Ciudadanos.

España ha dejado de ser una excepción porque, aunque la Alianza Popular de Manuel Fraga bebiera del franquismo sociológico y la Fuerza Nueva de Blas Piñar del búnker franquista; aunque ese franquismo sociológico se mantuviera en el PP a lo largo de los tiempos; aunque Vox sea una escisión del propio PP... Aunque todo esto sea así, lo cierto es que nunca hasta ahora en España desde la reinstauración democrática ha existido una fuerza de extrema derecha con el 15% de los votos y 52 escaños. Un fenómeno que sí ha pasado y está pasando en otros países europeos, aunque en ellos no opere como en España la polarización del eje nacional por la crisis con Catalunya.

Por ejemplo, los mejores amigos de Vox en Europa –en el grupo ECR del Parlamento Europeo– son el partido gobernante ultracatólico polaco PiS, que supera el 45% de los votos. Los principales referentes de la extrema derecha europea, Marine Le Pen y Matteo Salvini, que se han apresurado a felicitar a Santiago Abascal, presentan unos números muy superiores a los de Vox: Le Pen sacó un 24% en las últimas europeas; y Salvini, un 35%. O la extrema derecha austriaca (FPÖ), que sacó hace mes y medio un 26% en las legislativas, incluso después de la crisis de la financiación rusa.

En ese eje amplio de la extrema derecha europea se suele situar también a los gobernantes húngaros, al Fidesz de Víktor Orban. Suspendidos en el Partido Popular Europeo, a cuyo grupo parlamentario en la Eurocámara siguen perteneciendo, lograron un 52% en mayo pasado. 

En efecto, Vox, aún, está en otro escalón. Pero es un escalón que ya le deja por encima de clásicos de la extrema derecha europea, como los alemanes de la AfD –subcampeones en algunos länder alemanes, pero que en mayo se quedaron en el 11%, por debajo del 12,6% de las generales de 2017–. O por encima de los que Geert Wilders sacó en 2017 en las legislativas holandesas (un 13%, antes de despeñarse en las europeas de 2019 con menos del 4%). 

Así, Vox llega al 15% que lograron los Demócratas de Suecia en las europeas, dos puntos menos que en las generales de septiembre de 2018. Y más que duplica al 6,7% que sumaron Solución Griega y Aurora Dorada en las elecciones de Grecia de julio pasado. Pero a dos puntos del Partido de los Finlandesas, que con el 17,4% se quedó a tres décimas de ganar las elecciones finlandesas en abril pasado.