Esa inhumanidad del título sería lo contrario que define el contenido de la Humanidad, el ser compasivo. Alguien puede comportarse inhumanamente sin dejar de ser por ello humano.  

¿No ha cambiado el concepto de inhumanidad con el tiempo? Lo que antaño podía ser normal, hoy nos parece espantoso…

En la Humanidad ha habido sin duda un progreso ético que se muestra en muchas cosas: la abolición de la esclavitud, la universalidad de los Derechos Humanos… No son logros culminados del todo, es más una línea ascendente que una meseta conseguida. Pero pensemos, por ejemplo, que hoy nos parecería espantoso celebrar el ajusticiamiento de un preso en plena calle, mientras que hubo sociedades que compraban presos a otras para que no faltaran las ejecuciones. Y en Brujas hubo un momento en que se quejaban de que las ejecuciones eran demasiado rápidas. Y con el dolor de los animales, no te digo nada… Hemos cambiado mucho. 

¿Hay un momento en que esa transformación fue más evidente?

A partir de la Ilustración se da una evolución muy notable. Basta pensar que hasta 1812 está permitida en España la tortura como procedimiento judicial para sacar una confesión, y hasta 1890 se admitía la esclavitud. Aprendemos muy lentamente, esa es la verdad. Sin embargo, el proceso es constante, y hemos progresado en casi todo. Quién diría, por ejemplo, que llegaríamos a los niveles de escolarización existentes hoy.

Habla en su libro de una ley de progreso ético de la humanidad. ¿Por qué, entonces, se producen retrocesos tan brutales en libertades y derechos?

Esa es la gran cuestión: ¿Por qué sufrimos colapsos civilizatorios? ¿Por qué se derrumba todo y desembocamos en la atrocidad? Si investigáramos ese movimiento, esos mecanismos que nos llevan a ser crueles, si aprendiéramos de la Historia, a lo mejor podríamos evitarlo.   

Usted dedicó un libro a uno de esos mecanismos, el miedo. ¿Qué papel juega éste en el desarrollo de la inhumanidad?

Es una emoción muy útil, por eso se ha mantenido en la evolución. Nos alerta de los peligros, pero al mismo tiempo puede provocarnos miedos exagerados, sin fundamento, inventados, inducidos. Es una herramienta muy fácil de manejar para manipular a los seres humanos, con muchas consecuencias, como el deseo de revancha. La persona a la que tengo miedo se convierte a veces en mi enemigo. Y se despliega un tobogán descendente que puede llegar hasta el horror.

Creíamos que la convivencia era una garantía de paz hasta que a finales del siglo pasado vimos en Balcanes o Ruanda cómo puede naufragar eso, ¿no cree?

Ese es precisamente uno de los temas que más me interesan. En la belle epóque, a principios del siglo XX, todo el mundo estaba convencido de que se habían terminado las guerras. Y lo pensaban de un modo muy racional: en un mundo muy interconectado por el comercio y la industria, si alguien empezaba una guerra perjudicaba a todo el sistema. ¿Quién podía querer algo así? Pero los comportamientos racionales desaparecen, y emergen comportamientos irracionales, en los que todo el mundo va a perder. Cuestiones ideológicas, movimientos emocionales ciegos como el miedo, el odio, hacen que la gente se líe la manta a la cabeza y entre en una dinámica perversa. Cuando estudias la Historia, ves que todas las sociedades han tenido que controlar la agresividad, que es un torrente que si se desmanda, lo arrasa todo.

¿Cómo lo han hecho?

Construyendo tres presas. La primera es una presa afectiva: fomentar la compasión, la generosidad, el altruismo, el respeto, todo lo cual funciona bastante bien. Pero el corazón humano es influenciable y todo eso puede desaparecer. La segunda presa se refiere a los sistemas morales, jurídicos, religiosos, que vienen a decirnos: vamos a comportarnos decentemente. Cuando esa también se derrumba, tenemos la tercera presa: las instituciones. Y si esa falla, entonces ya el torrente desemboca en la parte más baja, en actos repulsivos, campos de concentración, matanzas, violaciones masivas de mujeres. La pregunta entonces es: ¿todo lo que habíamos construido era un puro revestimiento moral? Pues en muchas ocasiones sí. Por eso hay que estar muy vigilante. Lo mismo hay que hacer con nuestras instituciones. Que ahora la pelea política sea tan feroz, esa agresividad ambiental, no significa que se vaya a derrumbar la democracia, pero deberíamos revisar esos signos y tomar medidas.   

Una de las grandes paradojas de la Historia consiste en que la sociedad más culta y leída de Europa desembocara en el nazismo. ¿La cultura no era la máxima expresión de la humanidad?

Me parece muy importante recordarlo. George Steiner decía que el gran escándalo es que lo que entendemos por cultura no mejora a las personas. Lo que sí lo hace es un aspecto de la cultura, el capital social de una sociedad, su estructura ética. Pero la cultura cinco estrellas, el arte, la música, no nos hace necesariamente mejores. Los mismos jerarcas nazis que se extasiaban con la Novena Sinfonía eran sordos a las quejas de sus víctimas. Hay ahí una especie de elitismo muy interesante, de ahí la necesidad de ver las grietas a las que me refería antes.

La tortura, que como la esclavitud damos por erradicada, reaparece en fenómenos como Guantánamo o Abu Grahib. ¿Cómo tolera una sociedad civilizada algo así? ¿Es inevitable conservar islas de crueldad, incluso deslocalizadas geográficamente?

Claro, en este libro subrayo la advertencia de cómo podemos naturalizar cosas que cuando estamos en frío nos horrorizan. Un caso especialmente sangrante, por lo estudiado, es el uso de la tortura durante la guerra de Argelia por parte de Francia. Hubo incluso un general que defendió la tortura. La escuela francesa de tortura es la que formó, entre comillas, a toda la gente que haría horrores para Pinochet. Lo que me preocupa es que, cuando ves cualquiera de esos horrores, te preguntas ¿quiénes hacen eso? ¿son psicópatas? ¡ojalá! Pero son personas normales, es tu vecino de al lado.