Desde noviembre lo intentaban por el sur. La línea de batalla se extendía desde Carabanchel hasta Entrevías y la defendía el comandante Lister. En el barrio obrero se libraba una lucha casa a casa, en la colonia del Zofío, con pisos situados en el Cerro del Basurero (actual parque Olof Palme) y a unos centenares de metros del río Manzanares. El barrio quedó arrasado y de las ruinas los vecinos levantaron en los ochenta el nuevo Zofío, rodeado por la A-42 y la avenida de los Poblados. Pero aquella mañana del 21 de noviembre de 1936, el combate seguía en máxima tensión y un obús franquista reventó cerca del grupo de ojeadores, muy cerca. La metralla respetó a todos menos a Emiliano, que quedó herido de muerte en el suelo. Alberto subió a su hermano al vehículo y lo llevó al Palace, convertido en hospital militar de Carabanchel. En la planta baja estaban los quirófanos de urgencias y allí atendieron sus últimos minutos. En alguna de las 800 camas del hotel transformado murió Emiliano Barral.
Tenía 40 años y era ácrata hasta la médula. Lo recuerda así Emma Barral, que no conoció al primo de su padre, aunque convive con los recuerdos de uno de los escultores españoles de referencia del primer tercio del siglo XX. Ella es la depositaria del archivo de Emiliano y es la heredera de sus bienes tras el fallecimiento en 2020 de Fernando Barral, el hijo que perdió a su padre con ocho años de edad y huyó del país con su madre Elvira Arranz, en el último barco que salió para Orán (Argelia). Más tarde subieron al Winnipeg, junto con otras 2.000 personas que cruzaron a Chile para refugiarse de la España fascista. Llegaron a Valparaíso el 2 de septiembre de 1939, hundidos en la panza del viaje multitudinario del exilio español.
Atrás dejaban la obra requisada a Emiliano nueve meses después de fallecer. El 2 de julio de 1937 sus compañeros milicianos de la Junta del Tesoro Artístico (JTA), Thomas Malonyay y Ángel Ferrant, entraron en el taller que Emiliano compartía con sus otros tres hermanos en el pasaje Romero (cerca de Nuevos Ministerios). Ya no queda nada de aquella comunidad que montaron los Barral, con estudio y viviendas incluidas, desde que en los años veinte se trasladaron de Segovia a Madrid.
Los agentes de la JTA que habían trabajado con Emiliano Barral rescatando de la barbarie los bienes artísticos, requisaron 18 piezas. Había que llevarlas de urgencia al Pabellón de la República protagonizado por Guernica, de Pablo Picasso, en la Exposición Internacional de París, que se había inaugurado en mayo sin la obra de Barral. Podemos imaginar el impacto que debió de causar la presencia del escultor asesinado en el frente. Allí se mostraron la práctica totalidad de las esculturas requisadas y otros tantos dibujos. Pero una vez clausurada, a finales de 1937, aquellas piezas desaparecieron del mapa. “Tras la Guerra Civil, la mayor parte de las obras expuestas en el pabellón español desaparecieron y nadie supo dar cuenta de su paradero”, cuenta el historiador Valeriano Bozal, en Historia de la pintura y la escultura del siglo XX en España.
Cincuenta años sin noticias de un inventario histórico, en el que estaban incluidas las esculturas de Barral entre tantos otros artistas. Hasta que ocurrió lo imprevisto: el Palau Nacional de Montjuic se disponía a iniciar las obras de rehabilitación que lo transformarían en el actual Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC). “Y en los almacenes aparecieron montañas de obras que habían estado en la exposición de París. No sé cuántas”, recuerda a duras penas la historiadora Josefina Alix, que a finales de los años ochenta investigaba en Salamanca dónde estaban las obras de arte que salieron a Francia y regresaron con la República a punto de caer derrotada. “Entonces, en el museo tuvieron que crear las fichas y catalogar las obras”, cuenta Alix. Descubrió que durante cinco décadas habían estado almacenadas en Barcelona. Las esculturas de Barral, también. ¿Por qué no estaban en poder de sus herederos?
Los manuales apenas hablan de Barral. Fue un artista interrumpido, un escultor de la piedra, casi un cantero. Incluso el relato más extenso sobre su vida lo encontramos camuflado con seudónimo en uno de los textos escritos desde el exilio por Manuel Chaves Nogales (1897-1944) en su obra maestra A sangre y fuego (1937). El periodista crea al personaje de Arnal, que protagoniza El tesoro de Briesca, inspirado en las labores de su amigo Emiliano como miembro de la Junta de Incautación y Conservación del Tesoro Artístico Nacional. El escultor, en el relato, es pintor y le han dotado de un automóvil y una escolta armada para recorrer España salvando de la destrucción el patrimonio que buenamente pueda. Chaves tiene todos los motivos para crear la encrucijada perfecta: mientras suceden las muertes en masa, “lo menos que podía pasar era que pereciesen también sin duelo las obras del espíritu que no sirvieron para evitar semejante barbarie”.
Los hechos que le contó el artista al periodista ocurrieron en Illescas (Toledo). Cuando en octubre de 1936 el ejército rebelde se hace con la ciudad de Toledo y una comitiva de la JTA se presentó en Illescas ante la denuncia que le había llegado al director del Museo del Prado: los cinco cuadros que El Greco había realizado para el Hospital de Misericordia y Beneficencia del pueblo corrían el peligro de ser destruidos. Los habían escondido en el interior de una cueva del municipio por miedo a la artillería de Franco.
Entre los efectivos de la Junta estaba Barral con Thomas Malonyay, el pintor húngaro que meses después entraría en el taller de Emiliano a llevarse las 18 esculturas a París. La misión que tenían en Illescas era salvar los Grecos después de convencer al alcalde, contrario a que los lienzos abandonaran la villa. El edil dio el visto bueno cuando supo que serían depositados en una cámara acorazada en el subsuelo del Banco de España. Una decisión en contra de los dictámenes técnicos. “En este caso, prevaleció el equivocado criterio de dar prioridad a la protección contra las bombas”, escribió desde el exilio el arquitecto del Museo del Prado, José Lino Vaamonde. La humedad devoró casi por completo los cuadros.
El traslado sucedió el 7 de octubre de 1936 y el alcalde guardó las llaves de la cámara acorazada. Pasaron siete meses allí almacenados, la preocupación creció y el alcalde había desaparecido tras la invasión franquista. Y las llaves con él. La Dirección General de Bellas Artes dio orden de apertura al Banco de España y traslado al Museo del Prado para que el restaurador Jerónimo Seisdedos realizara la operación de salvamento de las pinturas completamente ocultadas tras una espesa capa de vegetación parásita. Los hongos habían repintado los lienzos, que estaban medio podridos, como indica el acta notarial que se levantó a la apertura de las cajas en las que estaban guardados. La ficción de Chaves Nogales no superó a los acontecimientos.
Un hombre de cultura resistiendo a la miseria humana. Ese fue Emiliano Barral, al que ni la guerra apartó de sus piedras. Siguió trabajando en ellas a pesar de todo. Y, a pesar de todo, subía a aquel automóvil, lo encendía y recorría España para poner a salvo sus bienes artísticos. El escrito de Chaves Nogales carece de toda esperanza, es un canto cínico y crudo que fulmina toda posibilidad de leyenda. Nadie puede ser un héroe. “Cuando 20 millones de seres pertenecientes a una raza vieja en la civilización se precipitaban a la barbarie de las edades primitivas, ¿qué sentido podían tener ni el arte, ni los testimonios de un glorioso pasado, ni todos aquellos valores espirituales por cuya conservación se desvelaba? ¿Es que todo aquello que tan celosamente defendía había servido para ahorrar un solo crimen?”, hace reflexionar el autor a su artista de ficción.
El escultor se reunía con el periodista en la redacción del diario Ahora, en la cuesta de San Vicente, al regresar del frente. En aquellos días, Barral hizo un busto de Chaves Nogales en barro, que fue propiedad de Leonor Chaves Nogales, hermana de Manuel, hasta que se lo entregó a su nieto Salvador Villalba como regalo de bodas. Hoy se conserva en el Archivo Documental del periodista, que continuó al frente de Ahora como director hasta el día 13 de noviembre de 1936, cuando parte hacia Francia. Quizá se enterase en su marcha del asesinato de su amigo y de ahí, quizá, la ira y la incomprensión con las que está escrito este relato.
La República estaba decidida a proteger las obras de arte en peligro y cinco días después del golpe militar, se creó la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico, promovida por la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura. “Diversos palacios encierran riquezas históricas y artísticas de valor extraordinario […] habrá que, sin perder tiempo, protegerlas y transportarlas, cuando esto sea necesario, a lugares donde se pueda […] guardarlas de manera adecuada”, se justificaba su creación. El 1 de agosto de 1936 queda constituida.
El decreto indicaba, además, que los colaboradores no cobrarían ni un centavo por su trabajo. Sería voluntario. “Cada día le parecía más absurda y sin sentido su tarea. Correr de un lado a otro afanosamente para salvar una tela pintada, una piedra esculpida o un cristal tallado a través de aquella vorágine de la guerra y la revolución se le antojaba insensato. ¿Para qué?”, escribió Chaves Nogales menos de un año después de la fundación de este servicio pionero en la historia.
Emma asegura que en las fotos que conserva de Emiliano asoman unas manos finas, no rudas. Adora a su antepasado. “Soy sospechosa pero no me canso de mirarla”, dice de otra pequeña figura femenina de bronce, que tiene desgastada de tanto piropo. A Barral le preocupaba más el volumen, el tratamiento de la masa y la expresión de los cuerpos, que entrar al detalle. Sus espaldas son la prueba de que fue un superdotado para la ternura, que no evitó la dureza de los materiales que usaba ni dejó de jugar con sus texturas.
En el salón de la casa de Emma, una maternidad de piedra exquisita: la criatura trepa por el cuerpo de la madre hasta agarrarse a su cuello. Francisco Alcántara, crítico de El Sol, dijo de Emiliano que se “revelaba tan dominador de la forma como comunicativo de la poderosa espiritualidad del alma”. Y Juan de la Enzina, que “o muchos nos equivocamos, o ha de ser, con el tiempo, uno de los escultores excelentes de España”. No le dio tiempo. “Siente la escultura con la solidez de un romántico y la fineza de un moderno”, añadió el crítico para definir el arte de Emiliano Barral.
A nuestro protagonista la familia de Pablo Iglesias le llamó para que realizara la máscara mortuoria del fundador del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y de la Unión General de Trabajadores (UGT), que murió el 9 de diciembre de 1925, en su casa de la calle Ferraz (Madrid), hoy sede federal del PSOE. Usó aquella copia de la cara del líder socialista para tallar su tumba en el Cementerio Civil de Madrid. Emma conserva un bronce de otra maternidad, que es el boceto de la figura que se incluía en el Monumento a Pablo Iglesias, levantado en el Parque del Oeste de Madrid. Fue inaugurado el día del trabajador, en el maldito 1936, y demolido por los franquistas nada más invadir la ciudad. De aquel conjunto sólo ha llegado hasta nosotros la cabeza golpeada del líder socialista. Y este boceto.
Fue gracias al director de las oficinas del Parque del Retiro, José Pradal, que hoy el busto recibe en la sede federal del PSOE. Cuenta Emma Barral que el conjunto hecho escombros fue trasladado a finales de los años cincuenta al Retiro. La cabeza se conservaba, a pesar de los golpes, y antes de que la destruyeran del todo Pradal decidió enterrarla en alguna zona del parque. De noche, ayudado por los jardineros, movió aquella roca de cerca de 1.500 kilos, y con la nariz rota. El delineante dibujó el mapa que no daría por perdida la cabeza de Pablo Iglesias, a pesar del silencio con el que la ocultó durante cuarenta años.
En 1957 Pradal viajó hasta Toulouse (Francia), donde vivía exiliado su hermano Gabriel, diputado socialista, y se lo entregó. Al morir, el croquis pasó a manos de sus hijos, que lo hicieron llegar a Alfonso Guerra, entonces secretario de Organización del PSOE, que reclamó al alcalde José Luis Álvarez (y posterior ministro con Adolfo Suárez) permiso en 1978 para excavar en el Retiro. Álvarez se lo denegó y fue su sucesor, Luis María Huete, quien da luz verde a la exhumación. Y el 7 de febrero de 1979, tras varios días tratando de localizar el túmulo en el parque, se rescató el busto.
El rastro del escultor que defendía el patrimonio y fue asesinado en el frente por un obús franquista se había detenido en Barcelona. Los herederos de Emiliano Barral volvieron a tener noticias de las esculturas perdidas de la Exposición Internacional de París de 1937, cuando aparecieron depositadas en el MNAC. En el camino, desde el Museo de Arte Moderno, desaparecieron al menos tres. Pero el resto se encontraban inventariadas en los almacenes. Ni el hijo de Emiliano, ni un sobrino pudieron recuperarlas. Pero Emma, sí. Y, por lo que cuenta, no fue sencillo.
La heredera se puso en contacto con el Ministerio de Cultura para iniciar los trámites de restitución, pero allí solo encontró temor y precaución. Estaban en plena operación “papeles de Salamanca” y, según cuenta, prefirieron no mover un dedo. “Me dijeron que estaban en pleno contencioso con Cataluña y me hicieron entender que tendría que apañármelas yo sola. Así que me fui a Barcelona. En el MNAC me recibió María Teresa Guasch [entonces jefa de Gestión de Colecciones y Registro del MNAC], que me aseguró que adoraba la obra de Emiliano, pero que no estaban dispuestos a deshacerse de ellas. Eran 13 esculturas, en total. Así que preparé toda la documentación y empezó la negociación”, cuenta Emma Barral.
En el siguiente viaje de los muchos que tuvo que hacer hasta la ciudad condal para recuperar las obras de Emiliano Barral, se enfrentó a los abogados que representaban al MNAC. Recuerda un palacete y un bufete de letrados “malencarados”, que le hicieron la vida imposible hasta que se rindieron a las evidencias y asumieron que esa batalla la tenían perdida. Los papeles demostraban el préstamo de las obras durante la Guerra Civil para exponerse en París y la propiedad de la familia. La restitución sucedió en el año 2002, dos años después de iniciar la reclamación. Fue un acontecimiento histórico que pasó sin reseña en los medios de comunicación, a pesar de ser la primera restitución en democracia de obra expoliada durante el franquismo. En junio de 2022 sucedería la que devolvió a los herederos de Ramón de la Sota dos cuadros, que colgaban en el Parador de Almagro. “Esto no ha interesado hasta el momento, porque se ha aprovechado mucha gente del expolio”, indica la historiadora Josefina Alix, cuyo relato coincide con el que nos traslada Emma Barral.
“Regresamos con nuestro todoterreno a Barcelona y las cargamos. No queríamos esperar más. Las tenían muy bien conservadas y preparadas para el transporte”, dice Emma. Entonces la familia decidió donarlas al Museo de Segovia, donde ya tenían mucha obra de Barral expuesta. Y la dirección les prometió que crearían una sala dedicada a las obras donadas.
Pero pasaron los años y no ocurría nada. Fernando Barral se hartó de esperar y de las promesas del Museo de Segovia y escribió una carta para anunciar la retirada de la donación. En ese momento, contactaron con la dirección del Museo Reina Sofía y en octubre de 2011 cerraron la entrega de las obras, que se añadieron a las piezas que custodiaba la institución desde que recibió los fondos del Museo Español de Arte Contemporáneo (MEAC), en 1988. “El arte tiene que estar para que lo contemple el pueblo”, declara Emma, orgullosa de su generosidad.
Sin embargo, la dirección no quiso todas y eligió cinco de las que volvieron de París y otras cuatro en propiedad de Fernando, que no participaron en el Pabellón español. “Uno de sus proyectos de mayor interés es para el Monumento de Pablo Iglesias. La Maternidad realizada para dicho proyecto puede representar un ejemplo de su obra más experimentada. Resulta conveniente la aceptación de la escultura de Oso blanco”, indican desde el Museo Reina Sofía. El conjunto total de dibujos sí fue aceptado. Pero ni unos ni otros se han expuesto. Nunca han logrado salir de los almacenes y en ellos encontramos al famoso oso, labrado en piedra caliza, rodeado de otras tantas piezas que esperan su turno de encontrarse con el público, como la famosa El profeta (1933), escultura de bronce de Pablo Gargallo.
“Barral, cuya obra parte del realismo castellano evoluciona hacia la modernidad formal, supone un adecuado exponente del autor que trabaja los aspectos sociales e ideológicos del arte desde un pensamiento socialista. En consecuencia, esta oferta resulta de notable interés para la colección del MNCARS”, puede leerse en el informe de entrada de las piezas. Hoy no hay ni una escultura de Barral expuesta al público en la colección permanente, que acaba de ser replanteada. “Yo creo que en breve sacaremos alguna...”, asegura Salvador Nadales, conservador del Museo Reina Sofía con más esperanza que seguridad. De hecho, nadie recuerda cuándo fue la última vez que una obra de Barral pudo ser contemplada por el público de esta institución.
Al entierro de Emiliano Barral, en el cementerio civil, acudió Antonio Machado y leyó el poema que le escribió, en agosto de 1922, en agradecimiento al busto que le hizo dos años antes. Una copia de aquel, realizada en piedra rosa de Sepúlveda por su hermano Pedro Barral, se conserva en el jardín de la casa-museo de Machado, en Segovia. “Y tu cincel me esculpía/ en una piedra rosada/ que lleva una aurora fría/ eternamente encantada./ Y la agria melancolía/ de una soñada grandeza,/ que es lo español fantasía/ con que adobar la pereza./ Fue surgiendo de esa roca,/ que es mi espejo,/ línea a línea, plano a plano,/ y mi boca de sed poca,/ y, so el arco de mi cejo,/ dos ojos de un ver lejano,/ que yo quisiera tener/ como están en tu escultura:/ cavados en piedra dura,/ en piedra, para no ver”. El escritor también se encargaría de su epitafio, en el que el autor de Campos de Castilla acaba con rotundidad: “Era tan gran escultor, que hasta su muerte nos dejó esculpida en un gesto inmortal”.