El entrecomillado con el que arranca este relato pertenece a la carta que el 25 de noviembre de 1942 le escribió desde Ciempozuelos (Madrid) la abadesa del convento de las religiosas Franciscanas Clarisas al comisario de patrimonio. Desde la Comisaría General también crearon un patrón para responder a las decenas de cartas que recibían. Se les comunicaba a las religiosas que se pasaran por allí cualquier día laborable, “a fin de recoger unos cuantos objetos que por esta Comisaría General le han sido asignados”. La abadesa de las Franciscanas Clarisas se acercó por las oficinas, en la calle Duque de Medinaceli, dos veces en mayo de 1943. Y cargó con rosarios, crucifijos, relicarios, medallas de plata, seis copas de cristal, 30 cubiertos de metal, cuatro bandejas y dos fruteros.
Los párrocos, priores y abadesas conocían que los objetos que no se retiraban quedaban “a la libre disposición del Ministerio de Educación Nacional”, como el propio Ministerio reconocía. Las peticiones llegaron en aluvión. No cesaron los viajes de las religiosas y religiosos a los depósitos a llevarse lo que necesitan y lo que les apetecía. Conventos, monasterios o parroquias escribían y reclamaban una cruz gótica, un copón, alguna custodia, pero también enseres civiles que usaban para su vida cotidiana. Las Carmelitas de Bohadilla del Monte (Madrid) se llevaron 20 cuadros de los incautados y expuestos en las salas del Museo del Prado, con el permiso del comisario del Patrimonio Artístico Nacional que reconocía que no eran propiedad de las monjas.
El aluvión de robos
La madre superiora del Monasterio de benedictinas de la Santísima Trinidad de El Tiemblo (Ávila) pidió que le entregaran 23 cuadros, aunque no fueran de su propiedad. Se le concedió. Fray José de Lopera, prior general de los monjes del Real Monasterio de Santa María del Parral, de Segovia, retiró centenares de bienes artísticos y objetos de culto que no les pertenecían, con el permiso del Ministerio de Educación, en varias expediciones a la Comisaría General.
“La abadesa de la comunidad de Franciscanas Clarisas de Chinchón, compuesta por veinte religiosas, cuyo convento fue totalmente expoliado y medio derruido por los rojos, se ha enterado que ese comisariado está procediendo a la liquidación de cuantos objetos tiene que no han sido reclamados por sus dueños, y por esta razón se dirige a usted exponiéndole que dicha comunidad carece casi en absoluto de objetos de culto, vajillas, cristalería, cubiertos, etc. y espera por lo tanto que su bondadoso corazón se acuerde de ella en la distribución que esté haciendo de dichos objetos”, escriben al comisario, en octubre de 1942.
En este caso, el comisario no debió de quedar muy convencido porque le entregó seis copas de cristal, 30 cubiertos de metal, cinco bandejas y una jarrita de metal. En el albarán aparece tachada la frase modelo impresa que dice que son de su propiedad y que para demostrarlo el nuevo propietario lo jura por Dios y por su honor. El expolio sucedía como una cadena de montaje: el robo de los miles de bienes a los represaliados estaba previsto y pactado.
Después de tres años de persecución contra los opositores a los sublevados, los almacenes del franquismo estaban abarrotados de bienes. Había que repartirlos a sus nuevos dueños. Los agentes del Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional (SDPAN) se dedicaban a acosar a las familias republicanas, a visitar sus casas en busca de bienes de valor, a requisarlos y a almacenarlos hasta que viniera a reclamarlos un nuevo propietario. Fue un acoso sistemático.
El 24 de junio de 1939 se presentaron dos agentes en la casa de la madre del excoronel de la República Segismundo Casado, golpista que derrocó a Juan Negrín y que había muerto el 9 de marzo de 1939. El domicilio de la madre estaba situado en el número 90 de Claudio Coello y los funcionarios del SDPAN subrayaron en su informe que el mobiliario que encontraron no tenía ninguna importancia artística. “Declara que no existe en la casa cuadro ni objeto artístico alguno, de metal precioso, etc. Y que por orden de la Junta de Recuperación Mobiliaria fueron entregados algunos muebles a dos señores, que además se llevaron un reloj de mesa de bronce”, se lee. No se interesaban por el mobiliario que consideraban sin valor artístico.
Los agentes se comportaron como depredadores de los bienes más atractivos y podían hacer hasta seis o siete visitas diarias a hogares en los que decomisaban todo lo que no pudiera defenderse con una factura de compra. Uno de ellos escribió en su informe diario que paró en el número 41 del Paseo de la Castellana porque buscaba “unas copas de plata y bandeja en unión de vajilla”, pero le dijeron que no habían visto ninguno de esos objetos “reseñados”. En el número 1 de la calle Amor de Dios no pudieron recoger los cuadros, porcelanas y libros, entre otras cosas, “por falta de camión”.
Otro día se presentan en el domicilio de Valentín Benavente, en el número 14 de la Ribera de Curtidores. Alguien le había denunciado y fue interrogado en su casa: “Nos dice que en efecto posee cinco bandejas conteniendo aproximadamente de 80 a 100 abanicos, de los que unos son de su plena propiedad y otros le han sido confiados para su venta por doña Vicenta Martín, viuda de Montal”. El hombre mostró los abanicos y los metieron en una arqueta que precintaron.
El primer agente del SDPAN que entró en la casa del escritor Juan Ramón Jiménez descubrió que el sobrino del autor de Platero y yo vivía ahora en el hogar del escritor. Ese día —20 de abril de 1939— no se llevaron nada, pero avisó a la comisaría de la importante biblioteca particular que allí se conservaba. El escritor y su pareja, Zenobia Camprubí, habían marchado al exilio en agosto de 1936, rumbo a Nueva York. Nunca más regresaron.
El 3 de julio de 1939 volvieron los funcionarios de la rapiña al número 38 de la calle Padilla y realizaron el inventario de lo que quedó en casa. Recorren y escriben con todo detalle los muebles, los cuadros, las vitrinas, la loza, las ropas, un piano, las lámparas, las fotos, las camas... Y avisan de que Florence E. Conard ya había sido autorizada a quedarse a vivir en la casa, utilizando los efectos y el mobiliario de los propietarios originales a salvo en el extranjero.
“Habiéndonos sido arrebatado todo lo existente en el convento durante el dominio rojo, habiendo recuperado poquísimo y careciendo de muchas cosas necesarias, ruego nos tenga presente en el reparto de objetos de recuperación, haciéndonos participantes de lo más necesario”. La carta enviada al comisario del Servicio del Patrimonio Artístico Nacional la firmó la abadesa María Purificación, el 18 de agosto de 1942, desde Alcalá de Henares, en el convento de religiosas franciscanas de san Juan de la Penitencia. Así sucedía el reparto. Las religiosas enviaban una petición al SDPAN y otra al ministro de Educación, que a su vez enviaba una orden al comisario: “Este Ministerio ha tenido a bien acceder a lo solicitado y que se entreguen a las religiosas, en calidad de depósito, los objetos que se reseñan”.
El 29 de diciembre sor Purificación se acercó a la Comisaría General del Patrimonio Artístico Nacional y retiró “lo más necesario” para la vida religiosa de su comunidad: un reloj de mesa de cristal, 15 bandejas de metal, cinco “objetos” de cristal, seis floreros de diferentes tamaños, cinco “platitos”, “un aparato de luz deteriorado”, una concha de plata, un busto de bronce del Papa Pio IX, 20 objetos de metal para floreros y 30 cubiertos.
Cinco meses después de esta entrega, la abadesa volvió a pedir más objetos y, tal y como consta, las necesidades de las religiosas se habían multiplicado: 100 cubiertos de metal de diferentes clases, cuatro cepillos de diferentes tamaños, una escribanía de metal, dos farolillos de hoja de lata, 23 floreros de metal, 30 bandejas de metal, dos espejos de metal (ovalados), un tintero, 52 copas de cristal de diferentes tamaños, nueve botellas de cristal… y 15 cuadros. Todos ellos de escenas religiosas como la adoración de los pastores, la anunciación y santos y santas. Ninguno propiedad del convento de las religiosas y ninguno con la procedencia señalada. Eran obras sin propietarios, huérfanas y disponibles al saqueo.
“El que suscribe, Abad de Santo Domingo de Silos, solicita con el mayor respeto el debido permiso para retirar del local destinado a objetos de recuperación artística unos cuadros de propiedad absolutamente desconocido”. Luciano Serrano, el abad del famoso monasterio, cuna del Románico, escribe al comisario general en junio de 1944. Sin ningún reparo, los benedictinos son premiados con cuatro tapices y cinco lienzos “en calidad de depósito”. Los recoge en Madrid el monje de Montserrat —también benedictinos— en la capital, Albino Ortega. Dos años antes, el abad había repetido la jugada y el Ministerio de Educación le había concedido un cáliz de plata del siglo XV, gótico, “necesario para el uso del monasterio”. Pero también dos cruces procesionales de bronce del siglo XIV.
Las justificaciones de reparación por destrucción quedaban invalidadas en el caso de Silos, porque los sublevados contra la República controlaron Burgos de inmediato. La ciudad se convirtió en la capital de la zona sublevada durante la guerra, Francisco Franco fue declarado Jefe Superior de los Ejércitos de España el 1 de octubre de 1936 en el Palacio de la Capitanía General, en Burgos. Y el último parte de la Guerra Civil, el 1 de abril de 1939, se emitió desde Burgos.
A pesar de ello, el abad reclama como propias 22 pinturas que están decomisadas y expuestas en el Museo del Prado. Y jura por Dios y por su honor que son propiedad del monasterio benedictino. Las investigaciones de Arturo Colorado han encontrado que al menos cuatro de estas pinturas proceden de propietarios conocidos. Por ejemplo, el retrato de Alfonso Núñez de Haro, arzobispo de México, era un cuadro del marqués de Chiloeches, según los datos de la Junta del Tesoro Artístico republicana. Un Tránsito de la Virgen, de finales del siglo XVI, pertenecía a un propietario de la calle Dos Amigos. Una talla de escuela flamenca del siglo XV de San Juan Bautista pertenecía al marqués de Almenara. La propiedad de estas obras había quedado recogida en los informes, pero a la Comisaría General de Patrimonio no pareció importarle este dato para entregárselas a los monjes de Silos.
Las religiosas Pasionistas de Chamartín de la Rosa (Madrid) tuvieron más suerte. Les fueron entregados, en abril de 1942, 52 enseres, entre ellos un cristo románico, varios relicarios, un par de casullas, un mantel de altar de encaje, un cubre copón, tres cuadros y un piano. Los enseres para la celebración de los oficios y el culto los perdían unas parroquias en beneficio de otras.
Así pasó en la pequeña localidad de Fuentelviejo (Guadalajara), donde el cura Francisco González Alba escribió a la Comisaría General para reclamar objetos que habían sido retirados por la República y estaban depositados y expuestos en el Museo Arqueológico Nacional (MAN), a la espera de la restitución con la finalización de la Guerra Civil. En junio de 1938 los agentes de la República incautaron dos cálices de plata, un copón de plata liso, siete casullas, tres dalmáticas, un estandarte, dos corpiños, un paño de púlpito y varias ropas de culto. Y en octubre de 1939 la parroquia lo recuperó todo y se llevaron de vuelta los enseres.
Pero no era suficiente. A por las piezas se había trasladado hasta el MAN el entonces alcalde, Alejandro Navarro, que debió ver aquellos almacenes repletos de miles y miles de bienes sin dueños y autorizó a un vecino de Fuentelviejo a que hiciera varios viajes más para apropiarse de otros bienes que no pertenecían a la parroquia, pero que aseguraron ser suyos. Desde septiembre de 1940 hasta julio de 1942 los viajes no cesaron. Unas veces se llevaban un cuadro de santa Marta, otras un busto de san Nicolás, del siglo XVII, alojado en el Museo del Prado... el 29 de mayo de 1942 cometen el gran golpe y se quedan con 40 objetos litúrgicos y seis cuadros.
El nuevo cura, Apolinar Pérez y Torrego, continúa la tradición y se lleva otros objetos de culto. Logran el visto bueno del Ministerio de Educación “para ornamentar la iglesia” y se llevan otras tantas piezas. La última camioneta la llenan con 25 objetos, entre los que hay una talla de madera de san Marcos, una santa Rita de pasta o una escultura de san Miguel. Ninguno de ellos pertenece a la pequeña iglesia del pueblo de casi 50 habitantes.
Ni en el archivo diocesano de Guadalajara ni en el de la Diócesis de Toledo conservan “casi nada”, explican. El archivero denuncia que los libros parroquiales que pertenecían a la parroquia fueron incautados durante la desamortización de Mendizábal —sucedida entre 1835 y 1844— y se encuentran en el Archivo Histórico Nacional. “Supongo que a esto también se le puede calificar de expolio”, asegura Pedro Simón, archivero de la Diócesis de Guadalajara. Desde el archivo diocesano de Toledo tampoco tienen constancia documental del hecho, aunque todos los albaranes que dan testimonio al expolio se conservan en el Instituto del Patrimonio Cultural de España (IPCE).
El caso de la parroquia de Yuncos, en Toledo, es muy llamativo. El párroco se presentó en el MAN, en la exposición de orfebrería y ropas de culto incautadas, organizada por el SDPAN para entregar los objetos a los que se presentaran como dueños de los objetos. Francisco Duet, el párroco, se llevó un cáliz de plata y una concha de plata, del siglo XVIII ambas piezas. Habían sido incautadas en octubre de 1936. Y el 10 de diciembre de 1940 se las apropia. Pero en abril de 1942 el subcomisario general y director de la exposición escribió al párroco para que en 48 horas demostrara que los dos bienes que se había llevado eran propiedad de la parroquia. Al parecer, el cáliz lo reclamaba la parroquia de Huelma (Jaén). Sin embargo, Huelma tampoco aportó documentación alguna. Eran dos iglesias reclamando la propiedad de un mismo objeto y no les pertenecía a ninguna. Ante la falta de pruebas de ambos reclamantes, el comisario decidió que se lo entregaría a Jaén.
Romualdo Amigó Ferrer fue el vicario general del Obispado de Segorbe (Comunidad Valenciana) y aportó una nueva excusa para reclamar al Director General de Bellas Artes el robo de los bienes que se exponían en Madrid. “Durante el Glorioso Movimiento Nacional fue esta ciudad de Segorbe destruida y devastada en gran parte por los revolucionarios marxistas, hasta el extremo de que para su reconstrucción hubo de ser generosamente adoptada por el Caudillo”, le explica por carta el religioso, en diciembre de 1942. En ese momento estaban reconstruyendo el seminario y la catedral.
Y suplica “que con el fin de decorar las habitaciones principales de dichos edificios, se digne destinar para los mismos un lote de cuadros de los que ha venido exponiendo esa Dirección General de su digno cargo, recuperados después del Glorioso Movimiento Nacional y no reclamados por sus dueños, o de los que sin duda tendrá que, por su mérito artístico, no son dignos de figurar en los museos, los cuales recibiría este Obispado en depósito”. Y se despide alabando su “bondad”: “Guarde Dios su preciosa vida muchos años para bien de España y del arte”.
A los pocos días, el Director General de Bellas Artes cumple con su bondad y generosidad y da la orden a la Comisaría General del SDPAN de entregar “un lote de cuadros de los existentes en este servicio”. El 26 de enero de 1943, Romualdo Amigó firma el albarán de entrega de 48 cuadros que no son de su propiedad. No debió de importar al vicario del Obispado que en el lote solo hubiera una escena bíblica y una santa entre los bodegones, los retratos de niños y de señoras y caballeros, las marinas, los paisajes de ciudades y de ríos, las escenas mitológicas, un aldeano bebiendo agua en un botijo, los pescadores en barcas, un joven con un pato... Así lo manda el refrán que recomienda aceptar los regalos de buen grado.