Loriga es un hombre muy amable que mira a los ojos a los desconocidos y habla lo justo. No es que diga poco, sino que calla cuando acaba su frase. Esto, en los tiempos del monólogo, es extraordinario.
El escritor luce un parche negro en el ojo derecho que lleva con tanta elegancia como su barba recortada y sus camisetas negras lisas. No le da una importancia excesiva a las secuelas de la operación que le extrajo un tumor cerebral en 2019. “No es tan grave”, dice. Su estancia en el hospital tenía que ser, inevitablemente, material narrativo. De ahí surge Cualquier verano es un final (Alfaguara, 2023) que no es un libro de autoficción, ni confesional ni testimonial ni unas memorias al borde de la muerte. Al borde de la muerte transcurre la narración, eso sí, pero no de esa manera.
Loriga ha escrito de manera fina sobre la amistad enamorada y el discurrir en la vida.
Los jóvenes con querencia al malditismo, como usted fue, como todos fuimos, tienen un tipo de relación de coqueteo con la muerte.
Sí, porque la vida vulgar, de éxitos y de triunfos, te parece banal, y en cambio la muerte es algo mórbido e interesante. Es seductor. De eso quería hablar en este libro, de esa imagen de Narciso negro. De un carnaval en el que le persigue la muerte a Eurídice y quiere bailar con la muerte y le atrae esa figura. Ese paso a dos.
Pero claro, a su edad, la manera en la que usted habla ahora de la muerte tiene una naturalidad despojada del artificio que uno tiene cuando es joven.
Y la ve uno muy lejano, en el fondo.
¿Qué piensa hoy del Ray Loriga que veía la muerte de otra manera? ¿Qué le diría, en esta distancia?
No le digo nada porque no me haría ni caso [ríe] y porque no pienso tanto en mí mismo, yo pienso en mi trabajo. No lo sé. Me gustaba esa película que hizo Coppola hace años, que no era su mejor película pero me parece encantadora, Peggy Sue se casó, con Kathleen Turner, que es una mujer divorciada que se desmaya y vuelve a aparecer en el instituto. Ella piensa, en un sueño cliché: si volviera para atrás, sabiendo lo que sé, haría las cosas de otra manera. Y vuelve atrás y metida en todo el ajetreo de la vida normal, vuelve a meter la pata, como siempre. Me gustaría pensar que es inevitable.
¿Qué le tiene que transformar en la vida para poder hablar de la muerte con naturalidad, humor y serenidad?
Me imagino que tienes que tenerla en la cama de al lado o en tu propia cama. Y ya no es esa figura atractiva, medio aterradora, medio seductora de la juventud, sino que está en la cama de al lado, como literalmente está en los hospitales. Y puede que en tu cama. Y entonces ya colegueas con la muerte. Ya no es esa imagen difusa y lejana, sino tu vecino de al lado. Y curiosamente, le pierdes mucho miedo y también mucho atractivo. Se banaliza.
¿Se banaliza?
La muerte de un imbécil tampoco es la desgracia del mundo.
Le pasa a todo el mundo, entiendo que es algo un poco vulgar.
Sí, en un hospital el que no está como tú, está peor. Da igual que seas presidente, Balón de Oro, primer ministro, aeronáutico, panadero, fontanero… es exactamente igual. Es tabula rasa.
¿En qué momento, después de su operación, comienza a pensar en escribir sobre la muerte?
Tenía claro que no quería hacer una novela sobre el proceso que había vivido. No me parecía un tema tan particular: yo estoy enfermo y mi madre y el otro y una amiga mía se murió el otro día de cáncer y… Y tantos que hemos perdido. Pero al pasar tantos meses en un hospital me pareció que era un buen trabajo de campo investigar eso por dentro. No había estado nunca muy enfermo. Desde el pediatra, yo había ido al médico tres veces en mi vida, y por chorradas. No tenía una relación muy directa con todo ese pequeño microcosmos que son las instituciones hospitalarias. Y me pareció que ya que estaba ahí, podía aprovecharlo para algo, para que no sean meses perdidos. Y para contar otra historia. No la mía, sino la de unos personajes que me inventaría.
Me ha hecho recordar la serie The Kingdom de Lars Von Trier.
Sí, me encanta. La verdad es que me gusta mucho Lars Von Trier, me gusta tanto como me irrita, lo cual siempre es bueno.
¿En el hospital se acordó de ella?
No, aunque a lo mejor tuve alguna pequeña sensación. Me acordé de todas las películas de cárceles, de manicomios, de instituciones cerradas. Y ese extraño compañerismo que se desarrolla ahí donde se comparte la misma desgracia o desgracias similares.
Su novela también me hizo recordar Quédate un día y una noche conmigo, de Belén Gopegui.
Sí. Leo siempre a Belén Gopegui, me parece una escritora maravillosa.
En ese libro también hay una relación serena con la muerte y, como en el suyo, un personaje que quiere ir a morir a Suiza, un país donde puede ejercer una muerte legal voluntaria.
Muerte por el libre albedrío, la llamaría yo, que queda más mono.
Ese interés por esa manera de morir, ¿de dónde le viene? ¿Cómo ha reflexionado sobre ella?
Descubrí que existía creo que en Suiza. Después lo volví a ver en un artículo muy interesante en la prensa inglesa sobre el turismo de la muerte. Son instituciones en las que hay que pagar bastante dinero porque conlleva un proceso legal. No es fácil y solo hay dos en Suiza y una en Canadá, que son los únicos países que lo tienen regulado. Y hablaba de la obscenidad de hacer turismo de dinero con este tipo de negocio. Estas instituciones son non profit, gastan todo el dinero que ganan en salud, curiosamente. Admiten a personas que desean morirse y que tienen el dinero suficiente para pagarse este proceso. Con ese dinero curan a los que de verdad quieren vivir y no tienen ni siquiera derecho a opción. Me pareció un tema muy interesante para contar otra cosa, que era, en el fondo, una historia de amistad y de amor.
La relación entre los protagonistas [un editor llamado Yorick con poco interés por el trabajo y Luiz, un dandi adinerado y despreocupado] es una historia de amor.
Es una historia de amor. Es una historia de amor a la que me niego a ponerle un nombre. Parece que como el morbo es tan grande en estas tonterías, en casi todas las entrevistas me preguntan si es una historia de… Y me niego a ponerle nombre. No se lo he puesto en todo el libro porque no quiero ponérselo, porque cuando uno siente no le pone nombres a las cosas que siente y solo le incumben a uno. Toda esta sociedad de nomenclaturas constriñe las emociones y, desgraciadamente, a veces hay que utilizarlas para salvaguarda de derechos negados, no de las emociones naturales.
A no ser que se quiera hacer militancia sobre ello.
Sí, pero la militancia es necesaria cuando los derechos han sido arrebatados y entonces hay que reclamarlos con nombres concretos porque la sociedad si no, no los entiende. Pero cuando se siente, no se tiene la necesidad de ninguna nomenclatura.
Son personajes bisexuales y en ningún momento se definen de esa manera por esa huida de la definición.
Es que la orientación sexual tampoco me parece la cúspide de una identidad. Una identidad conlleva un abanico de mil cosas y la orientación sexual es una, y además puede ser cambiante. Pertenece, una vez más, al libre albedrío. Todos esos términos para que los otros comprendan al uno, a mí... este uno no los necesita. Ni mis personajes, que son amigos míos, tampoco.
Leí que el suicidio asistido en Suiza es siempre legal mientras no se haga “por motivos egoístas”. Los motivos de Luiz, que es el personaje que quiere acabar allí con su vida, ¿no lo son? ¿No lo son todos?
Bueno, eso es lo que está intentando indagar un poco el personaje [Yorick], ¿no? Y de ahí su extraña actitud detectivesca, así como intentando perseguir, ver y aprender, porque le cuesta entender que tenga simplemente unas ganas de abandonar, probablemente por miedo a la decrepitud o a lo que pueda venir luego. Digamos que es como si alguien está escribiendo la novela de su vida y quiere acabar un día feliz. No quiere acabar cuando quieren otros que acabe de otra manera. A otros me refiero a las circunstancias, a la vida, a la enfermedad, a la vejez, a los seis meses, a todo lo que nos puede pasar, como cacharros rotos que vamos llegando a ser con la edad y la pérdida y una merma virulenta de capacidades tanto intelectuales como físicas y, por ende, de las dignidades.
Puede haber mil rincones escondidos de las razones por las que uno se quiere morir. Hay que establecer que simplemente son las ganas, sin ningún motivo económico detrás o de cualquier índole. Es un proceso interesante.
A mí me parece que los motivos de Luiz, en el fondo, sí son motivos egoístas. No sé qué motivos para morirse no lo son.
Yo me imagino que por motivos egoístas se refieren a resultados concretos, a que no afecte a unos terceros, que no tenga un impacto directo en las situaciones de vida de unos terceros. Es decir, yo tengo una madre dependiente que no la voy a matar, pero me está arruinando la vida y ya no quiero seguir porque mi vida no me lleva a ningún lado y prefiero morirme antes que dejarla a ella sola y que se muera cuando pueda o que la cuide otro. Eso sería un motivo egoísta con impacto en un segundo.
Le escuché decir que su abuela decía que vivir es ver morir.
Sí, porque vivió casi 100 años y claro, a partir de los 60 no paraba de tener amigas muertas. Y se ha muerto Pepita, se ha muerto Juanito y se ha muerto el perro de Juanito... Vivir mucho más es ver morir mucho. Y cuanto más vives, más ves morir. Es inevitable.
¿Y a usted esa visión de la vida le ha influido? ¿Sabía que tenía razón desde el principio?
Sabía que tenía razón desde el principio. Mi abuela era aragonesa, de Jaca, más dura que el pedernal y cuando te decía algo te dabas cuenta en un segundo [ríe] y si no, lo remarcaba con una torta para que entendieras el punto.
¿Le incomoda en algún momento toda esta reflexión posterior a la publicación de la novela alrededor de la muerte?
No me ha incomodado nada a la hora de escribirlo. Pero reconozco que me incomoda a la hora de hacer promoción, pero era un poco inevitable que me pregunten por ello, porque es de lo que va la novela. Lo que yo quería decir al respecto está en el libro, no en los titulares de prensa, ni en las entrevistas. Pero qué vas a hacer, ¿no dar entrevistas?
¿Habría hecho eso, no dar entrevistas?
Sí, me habría gustado, si le digo la verdad. Pero es imposible a no ser que seas Salinger. De alguna manera alguien, subrepticiamente o directamente, te recuerda que si no luchas tú por tu propio libro, no lucha nadie.
Otra cosa que creo que usted suele hacer es acotar sus lecturas o sus alimentos literarios o cinematográficos mientras está escribiendo. Blindarse, de alguna manera.
Sí, me someto a una dieta concreta. Los libros son los elementos que creo que me vienen bien para lo que estoy intentando encontrar, y mantener todo lo demás alejado.
¿Podemos hablar de cuál es la dieta alrededor de este libro?
Muchos de ellos son los libros que el propio editor [protagonista del libro] está publicando. La poesía de Elizabeth Bishop, que no sé porqué pero hay algo del rumor de su voz que intento que me acompañe. Flann O’Brien, por ejemplo, cuyo Nadar dos pájaros no tiene absolutamente nada que ver con mi novela pero sí quería llevar algo de ese rumor en la cabeza. No sé, son una serie de cosas que ya no sé si son efectivas de verdad o son fetiches que me pongo como ángeles guardianes.
Eso que dice sobre “el rumor”, que es una palabra muy exacta, se entiende bien, creo que es lo que otro autor al que he escuchado hablar de esto define “como escuchando la musiquita”.
Sí, es eso. Yo soy un escritor de ese tipo. De hecho, antes incluso del tema o de por dónde va a ir la trama, lo que tardo más tiempo en encontrar es esa musiquita, ese rumor. Cuando creo que tengo el tono, me lanzo más a por la historia. Y ese rumor cuando lees y te dedicas a escribir, es inevitable que según vas leyendo a alguien, de pronto dices: este tono me gustaría… Y no es coger frases completas, es como quedarte con una cadencia, con un ritmo, con una percusión… es casi más musical que otra cosa. La literatura tiene una parte musical, las letras son importantes pero es más cómo te suena a ti. Vas buscando un sonido concreto.
Sé que es un poco difícil ahondar en ello, porque es inasible y un poco abstracto pero quisiera profundizar en cómo va persiguiendo ese rumor, cómo lo va cómo moldeando. Si se va escribiendo y se da marcha atrás o primero se va generando en la cabeza antes de escribir.
Pues lo haces a la vez, creo. Es tan difícil de explicar porque es una intuición que no podrías ni describir muy claramente cómo es. Pero luego cuando te estás releyendo y tienes que meter algo en un texto que has escrito hace un mes, porque hay algo que si no no se va a entender, y quieres meterlo en una página que ya tenía el ritmo hecho es complicadísimo, porque rompes todo ese equilibrio y tienes que volver a calibrar toda la página. Es como meter piezas de fuera a dentro.
Y cada libro suyo tiene un tono diferente.
Sí. Para mí eso es también parte de lo que me mantiene escribiendo. Buscar a cada uno un tono distinto.
¿Y puede ser que ahora, en su escritura, ese tono sea más sutil y al principio fuera más evidente?
Sí, eso es verdad. Probablemente el pasar del staccato a una cosa más… [entona una melodía suave]. Sí, es muy probable.
Le he leído decir que usted pensó que tras tu operación de extracción del tumor había creído que saldría mejor persona, que es lo mismo que se ha dicho socialmente o colectivamente de la pandemia: de esta saldremos mejor.
Sí, más fuerte, más noble.
Los niños pintaban eso en folios que pegaban en los cristales de las ventanas de las casas y todo el mundo lo decía. Ese “seremos mejores”.
Y no. Pensé, por un lado, riéndome, que saldría mejor, aunque sabía que no. Y pensé, en otro momento, también riéndome, de que iba a ser como Homer Simpson cuando le quitaron el crayon del cerebro que se había metido por la nariz y se vuelve un genio.
O como a Patricio de Bob Esponja se le enchufa el cerebro.
Ese tipo de cosas. Dije yo, si más o menos he pensado bien teniendo este tumor durante tantos años en mi cabeza, ahora que me lo quitan va a ser una lucidez espectacular. El imbécil que entró fue el imbécil que salió, pero un poco más torpe, físicamente. Pero en cuanto a capacidades intelectuales no hubo ningún avance.
Pero lo pensaba porque creía que una cosa a la que uno se enfrenta contra sí mismo en situación límite le hace cambiar.
Soy bastante pesimista. Creo que la gente, a partir de una cierta edad, no cambia, solo empeora. Tenía la idea de que si eso me serviría para salir más lúcido… pero no. El mismo que entra es el que sale.
Ni más amor por la vida, ni más generosidad, ni solidaridad. Yo qué sé.
No, en absoluto.
No le ha cambiado nada.
Imagino que todo sedimenta, que es como ver crecer a un cactus. Supongo que algo.
Esta idea de que saldremos mejores… ¿por qué este empeño del mundo en cierta redención laica?
Es curioso que las sociedades occidentales, desde que han ido arrinconando la fe como asunto vital, han ido creando una fe paralela que tiene más arbitrariedades y tonterías que la otra. Solo que sin tradiciones manifiestas, porque la otra, por lo menos, tenía una cierta tradición, unos ritos, que también nos han formado. Pero sin la neocursilada: hay una catástrofe y en seguida hay que buscarle un héroe y una intrahistoria heroica, un positivismo. Los telediarios van siempre por el mismo camino, aquí, en Norteamérica y en casi todos los países. Cae un edificio y luego hay que buscar las pequeñas historias conmovedoras y la luz al final del túnel donde vemos lo mejor del ser humano. Sinceramente, cuando se estrella un coche, no vemos lo mejor del ser humano. Lo que vemos es un montón de gente que se ha esmazao. Y cuando se derrumba Almacenes Arias lo que vemos es un montón de escombros y un montón de gente que iba a comprarse un sujetador y ha perdido la vida. No tiene ninguna lección positiva que contar. Esa es mi opinión, no juzgo nada, pero veo a mi alrededor un cursilismo de querer buscarle la maravilla a todo y hay muchas cosas que no la tienen. Se llaman desgracias.
Creo que JG Ballard opinaba igual que usted.
Me encanta Ballard y no me extraña que opinara lo mismo.
Y sobre los amigos, dice su personaje Yorick o Luiz o usted, no sé, que elegimos a nuestros amigos porque los idealizamos.
Los elegimos, en realidad, como una especie de vaso donde metemos el líquido de nuestra devoción. Casi como envases. Les vemos unas ciertas posibilidades de servirnos como continente para nuestro contenido. Y en todas las relaciones de amor, y la amistad lo es, decimos: es que me ha defraudado. ¿Y qué expectativas te habías creado tú? Claro, porque el castillo que se te ha caído, la mitad eran tus cimientos. Eres tú el que ha puesto en el otro una serie de sueños locos que el otro o la otra te puede decir: yo no tengo la culpa, no soy el Capitán América. A no ser que el otro sea tan fraudulento de convencerte de que lo es, que es diferente. Pero en el caso de un ser inocente que va por la calle y decides amarlo, como amigo o como pareja, y te caigas de un guindo es asunto tuyo, no es culpa del otro, pobre inocente que tampoco te ha prometido que iba a ser el objeto perfecto de tu devoción.
Igual este es el origen de prácticamente todos los conflictos personales que tenemos en nuestras relaciones.
De muchos, sí. Es mejor intentar asumir a la gente como es y no encerrarles en una proyección desmesurada.
A partir de la escritura de este libro, ¿hay algún aprendizaje nuevo sobre cómo relacionarse con los demás?
A mí lo que más me interesa es la literatura. Me interesa cómo suena, básicamente. A veces pienso en el tema casi como una excusa para ponerme en movimiento y buscar algo que tiene más que ver con el estilo, con la narración, con la carpintería, con la estructura interna del libro y de la frase. Pero mientras vas diciendo cosas que dicen los personajes, decía Von Kleist, filósofo y autor teatral y ensayista maravilloso del siglo XIX, que al hablar se nos ocurre una idea. Y es verdad que, a veces, mientras estás poniendo cosas te das cuenta de que no las habías pensado del todo. Y algunas de esas citas son prácticas para ti también. No sé si, sinceramente, se me va a ocurrir algo tan inteligente como para que me sirva para algo, así como me sirve Jünger, por ejemplo. No sé si voy a dar con algo tan inteligente como para que me sirva vitalmente para algo. Pero me gustaría.