Nacida en 1979, Molinos es investigadora y artista visual. Dos de sus obras acaban de ser adquiridas por dos instituciones públicas durante la pasada edición de ARCO: el Ministerio de Cultura para el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, y el Ayuntamiento de Madrid para el Museo de Arte Contemporáneo (que expone solo una pequeña parte de su colección en Conde Duque y en la Serrería Belga). Una coincidencia poco habitual.

Su trabajo pone el foco en el campesinado contemporáneo y se asienta en los propios orígenes de la artista. "Siempre, en todas las historias familiares y en todas las conversaciones se habla de esos tiempos en los que había mucha más gente, esos tiempos en los que en el pueblo había vida, había dos bares, había un baile, había esto, había lo otro, y que eso se había extinguido. Enseguida entendí que era un fenómeno imparable. Tener esa conciencia tan temprana de pertenecer a una cultura en vías de extinción, hizo que me preocupara muy pronto por qué va a pasar con las formas de hacer que nosotros tenemos”, dice.

Asunción Molinos Gordo explica que en su pueblo la diversidad de cultivos ha menguado enormemente y solo se cultivan semillas homologadas y estandarizadas. En España, los agricultores que quieren salir de esa situación se enfrentan a muchas trampas burocráticas en la política agrícola de ayudas de la Unión Europea. Ella se llevó a los tres agricultores jóvenes que quedan en Guzmán a la XIII Bienal de La Habana (en 2019), muestra de arte a la que acudió en representación de España, para compartir experiencias con los agricultores cubanos y cómo se enfrentaron a las dificultades del período especial, la crisis económica que sufrió la isla durante los años 90. La artista identifica la forma de vida de su pueblo con la que muestra la película Alcarràs en el rural catalán.

Molinos utiliza cerámica, video, fotografía o instalación para hablar de los pequeños agricultores y agricultoras en países de las orillas del Mediterráneo. “En mi obra siempre he dado un tratamiento a los agricultores como intelectuales, como productores de conocimiento, no solo como productores de patatas, de cereal o de legumbre, sino como productores de ideas. Lo que yo tenía claro era que siempre va a haber formas de producir la comida, pero las formas de vida y toda la producción de conocimiento asociada a eso están en peligro. Las formas en las que nos relacionamos con el paisaje, con el territorio, con nuestros propios vecinos y con la economía, la forma en la que se entiende el dinero en los pueblos, o una cosa bastante particular: la idea de familia, que es distinta en los pueblos que en las ciudades. Enseguida me di cuenta de que todo eso tiene mucho valor y que está infravalorado y estigmatizado”, sostiene.

Con 16 años se fue a vivir a Madrid y allí se convirtió en “la pueblerina”: “De pronto era la que nadie toma en serio porque tengo un acento en concreto o porque hablo utilizando ciertos localismos o modismos, y tenía que estar en lucha. Pensé que nosotros tenemos un tesoro a nivel cultural pero el mundo de fuera piensa que lo nuestro es inútil, obsoleto, caduco y que lo mejor que puede ocurrir con las culturas del agro es que se extingan, para que realmente pasemos a esa superavanzada modernidad donde todo está basado en la tecnología y en la digitalización”, analiza Molinos.

Con el deseo de compartir la riqueza de la cultura campesina, y sacarla de un lugar marginal, la artista ha creado obras que reflexionan sobre el uso de la tierra, la arquitectura nómada, las huelgas de los campesinos, la transformación del trabajo rural, la biotecnología o el comercio internacional de alimentos.

En su proceso de indagación, la artista se fue a vivir a Egipto en 2010, a conocer a una de las sociedades agrícolas más antiguas del mundo. “Los egipcios llevan 5.000 años de agricultura, si no más. Ahí encontré un montón de formas de trabajar y de pensar que eran de alguna manera similares a la forma de hacer de Guzmán, salvando las diferencias. No compartíamos ni religión ni idioma ni modos de producción ni formas de economía, éramos todos de orígenes mixtos, pero lo que sí que se compartía era una identidad vinculada a la actividad agraria. El hecho de ser labradores traía una identidad asociada a eso”.

Molinos se llevó a su padre a Egipto, como parte de una investigación. “Estuvimos reunidos con unos agricultores de un pueblito de Luxor. Mi padre y ellos se entendieron enseguida, muy bien, a pesar de que él no hablara árabe ni ellos castellano. Lo hacían con gestos, tocando la tierra, yendo a sitios, señalando cosas. Se entendieron a un nivel superior, creo que cualquier antropólogo estaría celoso de la complicidad que se estableció entre ellos”, explica Molinos, que se considera más investigadora que artista y utiliza en su trabajo herramientas de la antropología, la sociología o los estudios culturales.

Siguió viviendo en El Cairo hasta el estallido de la Primavera Árabe en 2012. Después viajó a Palestina, Jordania, Turquía, Ecuador y México, y volvió a ver esas conexiones. “A partir de ahí empecé a trabajar esta idea del pensamiento campesino, que es el eje principal de mi práctica. Esa producción de ideas que se da vinculada a las comunidades campesinas y que de alguna manera es común, al margen de que nos separen océanos, montañas, deudas del FMI o barreras geográficas y políticas”. Y es en la cultura rural donde Molinos encuentra rupturas con un "capitalismo feroz": "Hay una forma de habitar el mundo que es muy responsable y que tiene que ver con la idea de perpetuar la vida, de asegurarse de que las prácticas que se llevan a cabo la garantizan. Por ejemplo, hay agricultores que están plantando árboles y no van a cosechar nunca sus frutos ni su madera, sino que los están dejando para la siguiente generación. Es una responsabilidad intergeneracional con respecto al territorio”.

La obra que ha adquirido el Ayuntamiento de Madrid lleva por título Quorum Sensing, una pequeña escultura de vidrio soplado que forma parte de una investigación que la artista hizo sobre las aguas fecales de la ciudad de Dubái. Junto a la bióloga Ruqaiyyah Siddiqui, analizó cómo es la vida social de las bacterias cuando abandonan los cuerpos humanos y llegan a una planta de tratamiento de aguas residuales. “Las bacterias que salen de nuestros cuerpos son altamente diversas, quería ver cómo se las arreglan para sobrevivir. Vimos que el patrón de comportamiento más común era el del mutualismo: gracias a proveerse de ayuda mutua, las bacterias conseguían perpetuar su vida. Lo fascinante del proyecto era ver cómo esas formas de vida tan primitivas habían llegado a ese tipo de conclusión hace mucho tiempo. Y nosotros, que nos autoadjudicamos el nombre de evolucionados y del ser inteligente de la creación, todavía no hemos sacado esa conclusión”, reflexiona.

Esta obra está vinculada a otro proyecto más grande, En transito (Botánica de un viaje), que combina arte, ciencia y ecología, y con el que Molinos ha creado un huerto a partir de semillas que sobreviven al tránsito intestinal humano, como el tomate o la berenjena, que no pueden ser descompuestas por las enzimas digestivas, por lo que se excretan intactas y siguen siendo capaces de germinar. “Recolecté, junto con el equipo de la planta de tratamiento de aguas residuales de Dubái, dos metros cúbicos de heces fecales humanas. Las llevamos a un invernadero y empezamos a echar agua. Germinaron muchísimas plantas que venían contenidas en las heces. Una locura. Apareció amaranto, muchos tipos de chiles, tomates, calabazas, mostaza… infinidad de cultivos. Hicimos una selección de las plantas y las llevamos a exponer al Art Jameel de Dubái, un centro de arte que me invitó a hacer el jardín".

La elección de Dubái no fue casualidad. En ese momento, antes de la pandemia, el aeropuerto de la ciudad era el más transitado del mundo, un lugar puente entre el Este y el Oeste del planeta. Además, el 85% de su población es internacional, con lo que en la ciudad está representada una parte importante de los hábitos culinarios a nivel global, y todos esos alimentos hacen el mismo viaje del plato a las plantas de tratamiento de aguas grises de la ciudad, con lo que la diversidad está asegurada.

“Todos los pasajeros internacionales que venían de todo el globo en aquel momento y tenían la necesidad de usar el baño, dejaban depositadas en sus heces una colección muy diversa de su geografía. Del lugar más sórdido sale ese tipo de belleza sublime. Por eso era importante que la pieza Quorum Semsing fuese extremadamente bella. Necesitaba crear cosas que fuesen cercanas a la joyería, las piezas están hechas con vidrio soplado en un taller de El Cairo con Yasser, un soplador tradicional que recicla las botellas de la ciudad para trabajar con vidrio. La escultura es una especie de joya, tesoro o piedra preciosa, porque ahora la microbiota intestinal está en auge. Hay gente que son ya donantes de heces porque tienen unos intestinos supersanos con unas colonias microbacterianas importantes y se pueden regenerar otros intestinos a través de la introducción, por ejemplo, de un supositorio de heces fecales de esta otra persona”, explica Molinos.

Por su parte, la pieza que ha comprado el Museo Reina Sofía es una escultura-tótem de cerámica que forma parte de un proyecto llamado ¡Cuánto río allá arriba!, en torno a la cerámica de la alfarería del agua y que pudo verse expuesta en la galería Travesía Cuatro de Madrid, en 2021. “Empezó con una investigación en la huerta valenciana sobre los sistemas de riego de acequias, en la que vi cómo las comunidades campesinas musulmanas que se asentaron en la Vega del Turia en aquella época tenían muy claro que no podían pegarse por el agua, no podían perder recursos y crearon un sistema de reparto de aguas superequitativo", explica la artista.

Cuando comenzó a investigar sobre la alfarería del agua, descubrió que tanto las comunidades ceramistas como las campesinas estaban obsesionadas en ser eficientes en el reparto equitativo del agua. "Todas las canteras, alcantarillas, jarras o botijos de novia que crean, son altamente eficientes en que el agua llegue a todos los sitios”, explica. Molinos estudia y compara los periodos del X y XI con el final del XX, cuando el agua entra a cotizar en bolsa. "Para mí eso es un shock a muchos niveles, pero especialmente a nivel tecnológico. En el siglo XI una parte de la tecnología en las comunidades campesinas se está poniendo al servicio de garantizar el acceso continuo y seguro, hay una idea muy fuerte de justicia del agua, mientras que ahora, en la época en la que nos encontramos, con toda esa tecnología tan sofisticada que tenemos, los mercados financieros se ponen precisamente en contra del acceso y a favor de la privatización, la regulación y el control desproporcionado y nada equitativo del agua”, señala.