Lleva su acción a la Francia de entreguerras para contar las historia de Juliette, una niña que creció sin su madre, pero rodeado de las mujeres de una comunidad en los márgenes del pueblo y en la que también estaba su padre, Raphaël, un veterano de la Primera Guerra Mundial. Como en el cuento, un mago le hará la profecía de las velas rojas que la salvarán, pero aquí la historia será la de la realización personal y la autoafirmación de ella a través del arte (ella canta y recita poesía) y el trabajo manual. Raphaël es un maestro artesano con la madera, y esculpe rostros, figuras y barcos de una forma magistral.
La frase con la que abre la película adquiere un significado mayor al ver la forma en la que Pietro Marcello capta las manos del carpintero, su forma de trabajar con ellas. También se convierte en una metáfora del propio cine, un milagro hecho con las manos. Marcello explica que todo su cine siempre es “una reivindicación de la clase obrera". “No es algo intencionado, pero es intrínseco, me sale de forma natural. Para mí, las películas tienen que ser imperfectas, que nos dejen algo, que tengan alma”, explica el director, que se detiene en su película en los rostros imperfectos de sus protagonistas, a los que saca una belleza que el cine normalmente no muestra. En el cine del italiano hay arrugas, surcos. El paso del tiempo se nota y es hermoso.
Lo normal en el mundo del cine es que después de una película exitosa, siempre se piense en un proyecto más grande. Esas reglas no van con Marcello, una rara avis dentro del cine europeo que tras una producción tan grande como la de Martin Eden decidió lanzarse a dos documentales personales y ahora a una película mucho más modesta desde el punto de partida, al elegir un cuento en vez de una de las grandes novelas de un autor tan conocido como London. “No soy una persona particularmente competitiva y no tengo una programación particular para las películas que hago. He pasado de la gran novela, Martin Eden, a la novela pequeña. No he sentido la necesidad de experimentar y hacer algo más grande. Martin Eden fue un trabajo muy complejo, también porque fui productor de la película y es muy complicado ser productor y director al mismo tiempo, además de en algunas escenas ser el director de fotografía”, asegura.
Tras aquella experiencia acabó “muy cansado” y llegó la pandemia, una época que define como un “momento histórico dramático” y que une con esa posguerra en la que ambientó su adaptación. Su productor francés le propuso leer novelas, cuentos y escritos para encontrar algo que le apeteciera contar y llegó de casualidad a este cuento del que se enamoró inmediatamente. Define este proyecto como “un momento de transición”, pero destaca que al ser el primero que rueda fuera de Italia y en otro idioma ha sido también “bastante arriesgado”, aunque a él, como al artesano de Scarlet, lo que le gusta es “hacer películas”. “No pienso en los riesgos. Pensé sencillamente que me había enamorado de esta historia y quería adaptarla”, explica.
Junto a sus dos coguionistas (Maurizio Braucci y Maud Ameline), tuvo claro que el objetivo de esta versión era “hacerla más moderna que la historia original”. Hacer un cuento de hadas donde la princesa no tuviera sangre real, donde el príncipe azul fuera un secundario sin importancia y donde fueran las mujeres de los márgenes las que solucionaban los entuertos. “En primer lugar, queríamos que fuera más moderna la relación entre padre e hija. Quería una relación sana entre padre e hija y esa ‘familia ampliada’ me hizo pensar en Milagro en Milán, la película de Vittorio De Sica donde se crea una comunidad de personas que no han sido aceptadas, una corte de los milagros que no son aceptados por el resto de habitantes del pueblo”, cuenta.
En la novela sí que “hay un príncipe azul que llega y reemplaza al padre”, pero Pietro Marcello no quería que su película fuera así. “Yo no me imaginaba a Juliette pasando de un hombre a otro. La figura más solida en su vida es la del padre, pero cuando fallece y llega Jean él no puede representar ni sustituir a Raphaël. Ella necesita tener su camino autónomo, emanciparse como mujer, realizarse como individuo dentro de la sociedad. Mantener a ese príncipe azul que arreglaba todo no me gustaba, me interesaba más la relación entre las mujeres de esa comunidad, que probablemente sea un discurso más cercano al matriarcado. En pocas palabras, Juliette no necesita un príncipe azul”, zanja con contundencia.
Esto también es un cambio radical desde Martin Eden, que el propio director reconoce como “un filme muy masculino” a Scarlet, donde presenta a esa corte de mujeres maravillosas que acogen a Raphael, al que describe como “un padre moderno que no pertenece a una sociedad patriarcal como la que conocemos tan bien en España o Italia”.
Su cine es un cine artesano, casi obrero, y hecho con las manos, con esas con las que según su propia película se hacen milagros. Él sí cree en ese poder del hombre a través del arte. “Creo que cada persona, como dice un escritor italiano, solo puede hacer daño, si no cuida de sí mismo, o crear obras de arte. El arte tiene un poder de salvación. Es una práctica salvífica, de redención. Raphaël representa al hombre que a través de la creatividad enseña a Juliette un trabajo. El momento que más me gusta de la película es cuando fallece Raphaël y vemos a Juliette trabajando en una lutería. Ha aprendido un trabajo. Scarlet no se transforma en una estrella, en una cantante, como ocurriría en el cine americano, sino que aprende un trabajo a través de su padre y eso la convierte en una persona autónoma dentro de una sociedad autosuficiente. Es es lo que me gustaba, verla alcanzar su autonomía”, dice y vuelve a remarcar por segunda vez en pocos minutos lo más importante: “Ella no necesita al príncipe azul”.