A menudo se cita, por rocambolesco, el envío de edificios medievales completos (o casi), artesonados, tapicerías o marfiles. Los nuevos propietarios veían en estos bienes el fulgor de un fascinante pasado, protagonizado por cristianos, musulmanes y judíos, por el que todavía hoy sienten devoción. Pero, ¿qué ocurrió en el caso de la pintura? ¿Se comportaron con la misma pasión desenfrenada?

La posible respuesta (o una de ellas) puede encontrarse estos días en el Museo del Prado, en cuya sala 16 A se exponen nueve obras de pintores españoles que uno de aquellos potentados, Henry Clay Frick (1849-1919), adquirió para su vivienda en la Quinta Avenida de Nueva York. Allí, meses antes de morir, recibió Frick la visita de un coleccionista francés, de nombre René Gimpel. Deseoso de sorprenderlo, el industrial de Pittsburgh lo condujo al ala oeste de su residencia, en cuya “gran galería” se encontraba lo más selecto de sus obras maestras, sus preferidas. Enseguida Gimpel se dejó maravillar por el autorretrato de Rembrandt o por la pintura El jinete polaco, que el genio barroco realizó en 1655. Un exclusivo recorrido en el que igualmente le llamaron la atención las obras del también neerlandés Johannes Vermeer o del flamenco Anton Van Dyck. Sin embargo, en la crónica del crítico francés recogida por la historiadora Esmée Quodbach, ni una sola mención a las pinturas españolas.

Y no es que no las hubiera. Ni mucho menos. En 1911, Frick pagó la suma más importante hasta la fecha por una obra maestra: 475.000 dólares. Se trataba de una pintura del mejor de los artistas españoles. Pero al “rey del coque” —el apodo lo ganó haciendo fortuna con este combustible— le pareció que adquirir Retrato de Felipe IV en Fraga era una buena inversión. Al fin y al cabo, el monarca español había pagado el equivalente a 600.000 dólares a Diego Velázquez, su autor. No, el amor efímero de los norteamericanos por la pintura española no se explicaba porque no conocieran o no valoraran lo suficiente a los autores hispanos.

Las pinturas adquiridas en Estados Unidos suponen “una visión reductora de la pintura española, que tiene que ver con los intereses temáticos, pues una proporción muy alta de la creación en la Edad Moderna era de carácter religioso”, explica Javier Portús, comisario de la muestra temporal sobre The Frick Collection. Si Bartolomé Esteban Murillo, que trabajó principalmente para iglesias y conventos con la imagen de la Inmaculada Concepción como icono, se había convertido en uno de los autores más admirados por los norteamericanos a lo largo del siglo XIX, los patrones comienzan a cambiar. “En general, por razones de gusto y hasta religiosas, los coleccionistas de principios del siglo XX prefieren otro tipo de temática, en la que la pintura española no era muy rica”, argumenta Portús. De hecho, la única obra de Murillo que figura en la muestra del Prado es un autorretrato —magnífico, eso sí—, que ni siquiera formaba parte del legado fundacional del industrial de Pittsburgh.

Así pues, el interés desde el otro lado del Atlántico se limitó a un grupo muy reducido de autores. A excepción de Archer Milton Huntington, que optó por reunir una colección artística exclusivamente española en la Hispanic Society, el resto de coleccionistas se limitaron a adquirir obras de Velázquez, Goya y El Greco, quien había sido prácticamente invisible a lo largo del siglo XIX. Los tres maestros se ganaron el derecho a formar parte de una de las colecciones más depuradas en Estados Unidos. Henry Clay Frick escogía cada obra, no por un criterio económico, sino solo cuando estaba seguro del disfrute que le iba a reportar. De hecho, el empresario llegó a “probar” algunas de sus adquisiciones en su casa durante un tiempo, para estar seguro de formalizar la compra.

Porque el objetivo real de Frick —y en eso se diferenciaba de los coleccionistas más voraces— era convivir con sus nuevas propiedades. “A menudo, a altas horas de la noche, al final de un día complicado, cuando reinaba un perfecto sosiego, se escurría con sigilo, casi de manera furtiva, en la oscura galería, encendía las luces y se sentaba durante una hora o más, primero en un diván y luego en otro, absorbiendo la calma y la felicidad a través de los espejos de su corazón, antes de encontrar la relajación y el sueño profundo”. Así explicaba el autor George Harvey, en una biografía publicada en el año 1928, el poder de atracción que las pinturas que decoraban su residencia ejercían para Frick.

La pintura y el arte en general fueron solo una forma de vacunar la enfermedad que se fue incubando en la Norteamérica que asomaba al siglo XX: la “fiebre americana” por el patrimonio español. El escritor norteamericano Samuel Schreiner analizó los célebres casos de los magnates William Randolph Hearst y J. P. Morgan, cuya afición por el coleccionismo llegaba a comparar con la dependencia por las drogas. “Las salvajes compras eclécticas de Hearst desbordaron su palacio en San Simeón, guardadas en almacenes donde ni él ni nadie podían disfrutar de ellas; Morgan almacenaba manuscritos raros y primeras ediciones de libros que devoraba en la habitación del sótano de su casa en Nueva York, de la que solo él tenía la llave”, refleja en una biografía de Henry Clay Frick publicada en los años noventa.

La obsesión por acaparar obras de arte a principios del siglo XX —patrimonio europeo en general y español en particular— fue tan evidente que no escapó al análisis de los expertos. A modo de explicación, unos propusieron que esta “fiebre” respondía a la necesidad de blanquear el origen de sus fortunas, éticamente cuestionable. Para otros, la razón era mucho más simple: acostumbrados a los negocios y a los números, los compradores sabían que invertir en piezas únicas, cuyo valor principal era su creatividad humana, era lo más rentable. Pero en el caso de Frick, Schreiner defiende que el interés surgió antes que el capital económico. “Es probable que tuviera una reacción emocional al arte visual como quienes la experimentan por la música; sucediera o no realmente, debió de existir un momento en que Frick pensó que su afición personal también podría ser un activo financiero”, escribe el autor norteamericano, quien apunta además que el industrial del coque “nunca llegaría a regatear el precio de una obra maestra, una vez que estuviera satisfecho con lo que obtendría de ella a cambio”.

Efectivamente, ese momento eureka de descubrimiento del placer por el arte al que se refería Schreiner existió. Tuvo lugar recién cumplidos los 30 años. Henry Clay Frick se fue de viaje a Europa, donde decidió visitar los museos más importantes de Italia, Francia o Irlanda. Aunque fue en Londres, tras conocer la Colección Wallace —hoy un museo estatal de origen privado que alberga obras de Velázquez, Tiziano o Rembrandt— donde quedó tan profundamente impresionado, que decidió reunir su propia colección artística, si el éxito en los negocios le seguía acompañando.

Y no solo reuniría una de las mejores colecciones de arte de Estados Unidos, sino que su interés desde el principio sería compartirla, legarla a quien quisiera admirar la belleza con la que él mismo compartiría su vida hasta su muerte en 1919. Y así fue como The Frick Collection, la residencia de la Quinta Avenida de Nueva York, abrió sus puertas al público en 1935. “Las obras que pertenecen al legado fundacional están sujetas a fuertes restricciones de préstamo”, valora el comisario de la actual exposición en El Prado, Javier Portús. Solo el cierre del edificio por obras ha posibilitado el préstamo de nueve pinturas cuyos autores conciertan con los pilares del museo español: Velázquez, Goya, El Greco.

En el Museo del Prado tenían claro que las obras prestadas se entenderían mejor si, justo al lado, se situaban pinturas de la colección permanente de esos mismos autores. Al ingresar en la sala 16 A del edificio Villanueva, el visitante lo entenderá enseguida cuando observe el preciado Retrato de Felipe IV en Fraga de Frick junto a la pintura El primo, ambas de Velázquez. “Juntas, las dos pinturas se entienden mejor”, sostiene Javier Portús y lo argumenta: “El tipo de representación de los bufones se aleja de cualquier convención vinculada a la idea de retrato: El primo está en el suelo, lo primero que vemos son las suelas de sus zapatos, nos enfrentamos a un personaje que nos interpela; el del rey, sin embargo, es un retrato formalizado que entendemos mejor comparándolo con la pintura de uno de sus servidores”.

De ahí que las pinturas llegadas desde Nueva York estén emparejadas con otras tantas de El Prado, aunque no todas. El cuadro situado en la parte más visible de la sala —y que llama la atención por sus proporciones y fuerza expresiva— se expone solo. Acompañar La fragua de Francisco de Goya de La fragua de Vulcano de Velázquez, además de demasiado obvio, habría supuesto un problema de espacio. “Frick formó su colección para rodearse de ella, para convivir con ella; de ahí que apenas haya obras en las que se plantee el conflicto, pero La fragua es la excepción”, asevera el comisario de la muestra. Javier Portús no ha localizado ninguna opinión directa de Frick sobre esta obra, pero sí una anécdota reveladora sobre su potencia. “Cuando el artista suizo Alberto Giacometti visitó la Colección Frick, en lugar de quedarse pasmado con el autorretrato de Rembrandt, fue La fragua lo que más le llamó la atención”.

Pero, ¿qué opinión tenía el propio industrial norteamericano de sus adquisiciones españolas? Cuenta Javier Portús que, cuando a Frick se le hizo un retrato póstumo en los años veinte, lo que aparece en segundo término son, precisamente, los cuadros españoles, que han ocupado un lugar importante en el edificio. “Las obras españolas han sido siempre muy bien tratadas y son parte fundamental de la identidad de una colección que cuenta con uno de los mejores autorretratos de Rembrandt o con tres obras de Vermeer”, subraya el comisario de la muestra temporal, que se podrá visitar hasta el próximo 2 de julio. En ella queda impresa esa visión reduccionista de los coleccionistas norteamericanos, ese amor efímero por la pintura española, pero al mismo tiempo, intenso y verdadero.