Con este logro, ¿qué importaba haber traicionado un legado?

Las primeras Dos policías rebeldes suponen una exigente inmersión en las constantes autorales de Bay: dos monumentos al exceso —en especial la segunda— que navegan plácidamente entre la pirotecnia, la ambivalencia política y un machismo rutilante. Bad Boys for Life, por su parte, reencontraba a Martin Lawrence y Will Smith en el crepúsculo, replanteándose su propensión a la violencia y aceptando el relevo generacional: un nuevo equipo de reclutas con mucho que enseñarles sobre un presente donde el “bad” de la canción de Bob Marley que titulaba las películas no tenía por qué ser algo de lo que enorgullecerse.

Bad Boys for Life proponía un vaciado manejable del Bayhem —así se conoce popularmente el inconfundible estilo de Michael Bay— que, más allá de discursos redentores, afectaba a sus imágenes. La grandeza era sustituida por la cercanía en un ejercicio fallido de mímesis a cargo de Fallah y El Arbi, creyendo que por emular los típicos 'planos Bay' podrían igualar su impronta. Bad Boys for Life fue, en fin, un ensayo de lo que ha sido Transformers: El despertar de las bestias. Un ensayo que, al menos, hacía gala de una reflexividad que en la nueva aventura de los Autobots ni está ni se la espera.

Michael Bay rodó cinco Transformers en diez años. Cualquiera hubiera pensado que así, con este compromiso a la franquicia y a los cheques de Paramount, desafiaba su creciente consideración crítica: aquella que le ha erigido como autor con todas las de la ley en el seno de Hollywood. Lo habría hecho si entre medias no hubiera rodado Dolor y dinero o 13 horas, y si posteriormente a dirigir Transformers: El último caballero no hubiera aclarado el porqué de su fidelidad a los robots. Varias amistades le habían sugerido que dejara de hacer películas de Transformers, pero para Bay simplemente eran “demasiado divertidas de hacer”.

¿Qué nos dice esta actitud? Que, efectivamente, las cinco primeras Transformers pertenecen por entero a las pulsiones de Bay, al hecho de que él disfrute rodando sin que sea del todo prioritario que el público disfrute con ello también. Lo que ha pasado tras la etapa Bay es que Paramount ha querido incrustar Transformers en un plan más pulido, sin cineastas díscolos: un plan que primero se parecía bastante al concepto original de Steven Spielberg cuando Bumblebee se estrenó en 2018. Spielberg, como productor, quería contar la historia de “un chico y su coche” a partir de los juguetes de Hasbro, pero Bay había variado sustancialmente este esbozo. Bumblebee, con Hailee Steinfeld, devolvería las aguas a su cauce.

¿Qué pretende El despertar de las bestias, articulada nuevamente como una precuela de lo que comenzó en 2007 con Shia LaBeouf? Pues, como hacía Bad Boys for Life, reajustar el estilo del director de La roca para alumbrar un producto más digerible, empleando a un director manejable —Steven Caple Jr., que se puso tras las cámaras de Creed II— y limando todos los elementos conflictivos que pudiéramos hallar en la etapa Bay. Elementos que bien podríamos resumir con una iconografía concreta. O, incluso, una patología. La de la petromasculinidad, que la profesora Cara Daggett acuñó en 2018. 

La petromasculinidad, resume Arnau Horta, es una variante de la hipermasculinidad que se nutre de la convergencia de tres factores: la emergencia climática, un sistema económico dependiente de los combustibles fósiles y una comprensión hegemónica del sujeto“hombre” que acusa fragilidad. En una época donde se imponen nuevos modelos de masculinidad junto a la preocupación por la huella ecológica de los vehículos, el hombre reacciona acelerando y expulsando todo el humo posible por su tubo (fálico) de escape. 

Paul B. Preciado, en Dysphoria mundi, señala que “la masculinidad moderna no está hecha de testosterona, sino de petróleo y pólvora”. Y, por supuesto, esta visión afecta a la codificación de la imagen de las mujeres, como comparsa de esos vehículos que cobijan el secreto para que los hombres sigan siendo hombres. ¿Cuál es esa imagen? Pues, básicamente, es la tremendamente sexualizada de Megan Fox en las dos primeras Transformers, con su top y sus pantalones cortos en el taller, arreglando las entrañas de un coche.

Los coches de Transformers son seres alienígenas —Optimus Prime y compañía—, pero también pueden ser vehículos ruidosos que amplifiquen la virilidad de sus ocupantes. Shia LaBeouf, en la primera Transformers, aprende a ser hombre y a conquistar al personaje de Megan Fox a raíz de conocer a Bumblebee. Toda la iconografía de la etapa Bay se ajusta a rotundos motivos petromasculinos: explosiones, cámara lenta, herrumbre. En La venganza de los caídos incluso dos bolas de demolición pasan a ser los testículos de un robot. 

Así es el imaginario de Bay, y tal es el responsable de que lo que deberían haber sido inocentes películas para niños, protagonizadas por juguetes, se hayan convertido en algunos de los blockbusters más antipáticos (incluso abstractos) de los que se tiene memoria en Hollywood. Sustituir a LaBeouf por Mark Wahlberg en la cuarta película fue la enésima declaración de intenciones, pero el asunto llegó a tales extremos de regodeo onanista que puede que fueran los mismos líderes de Paramount quienes le pidieran a Bay que parara.

La petromasculinidad es, también, una aliada insoslayable del heteropatriarcado y el capitalismo global, subyaciendo igualmente en las películas de Transformers según las preocupaciones corporativas —el idilio con el mercado chino que se produjo a partir de La era de la extinción— y la imagen de marca. Tras el fenómeno de Transformers, por mucho Bay desmelenado que haya marcado su identidad, se encuentra la cordial asociación de Hasbro y Paramount, que también ha dado pie a varias películas de G.I. Joe.

Este condicionante es el que se ha mantenido con mayor solidez tras la marcha de Bay, perdiendo la petromasculinidad cualquier aplomo entre Bumblebee y El despertar de las bestias —todo mientras una saga aledaña como Fast & Furious ha conseguido, desde presupuestos parecidos, adaptarse y mantener su propia coherencia narrativa— para capitular ante la necesidad de que Transformers sea rentable y no provoque sobresaltos. El despertar de las bestias no los provoca, en efecto. Es una obra depurada, aséptica, que ha dejado el sello Bay a la mínima expresión para devolver la mirada al entretenimiento infantil.

Es algo que se percibe en la incorporación de los Maximals. Transformers con aspecto de animales salvajes —un águila, un tigre, un gorila llamado Optimus Primal— que se popularizaron en los años 90 a través de la televisión y los susodichos juguetes. Los Maximals son Transformers ajenos a la arrogancia de un Filippo Marinetti —padre (fascista) del futurismo que, por despreciar a los ciclistas y considerar un coche veloz como “más bello que la Victoria de Samotracia”, resulta ser asimismo padre de la petromasculinidad—: Transformers en armonía con el medio ambiente. Inofensivos, dóciles. Asexuales.

Los Maximals respaldan el intento de Paramount de volver sobre una producción destinada al público familiar, con mayores opciones de extenderse en el tiempo que si dependiera del febril temperamento de un Bay. Como lo respaldan una acción meramente funcional —no exenta de algún momento inspirado, sobre todo en el clímax— y un dibujo de personajes humanos más contemporáneo. Tanto por la bonhomía que transmiten —abocando a que el humor gane amabilidad, y por tanto aburrimiento— como por su cásting y circunstancias.

Tanto Anthony Ramos como Dominique Fishback son intérpretes racializados. En el caso de Ramos, nos encontramos además a un joven neoyorquino con problemas económicos —en curiosa concomitancia con el musical de En un barrio de Nueva York que Ramos protagonizó recientemente—, y sin ningún tipo de conflicto con su expresión de género. No es un Shia LaBeouf con las hormonas revolucionadas, tampoco un Mark Wahlberg seguro de sí mismo. Simplemente es un chaval normal, agradable, que se preocupa por su hermano enfermo.

Ramos y Fishback representan la cara visible de la cuidadosa labor desproblematizadora de El despertar de las bestias. Añadiendo a la mezcla un lecho cultural noventero en materia de temas de rap y referencias a Sonic, la nueva Transformers da la espalda a la etapa Bay quedándose con lo que le interesa. El resultado es una producción más correcta, acaso más soportable, que los mastodontes de tres horas con olor a grasa de motor y Brummel que se estrenaron entre 2007 y 2017. Pero también una producción mucho más vacía, más parecida a cualquier otra película de gran estudio que vaya a estrenarse la semana que viene.