Matilde Martínez, de 75 años, es una mujer enérgica y tiene ese brillo en los ojos natural que no se puede conseguir con operaciones, como decía Lola Flores. Es generosa en sus respuestas y no tiene reparos a la hora de hablar de sus experiencias. Las primeras preguntas son acerca de su editorial Godall, que este año cumple su décimo aniversario. El nombre viene de la pequeña localidad de la comarca del Montsià en la que tiene una casa. “Mi marido y yo la encontramos por casualidad hace años, porque no somos de allí. La compramos, la arreglamos y nos integramos relativamente en el pueblo. Digamos que somos los forasteros adoptados”, dice a elDiario.es en la terraza interior de la librería Laie de Barcelona. Es uno de los centros de reunión de una parte del mundillo literario de la ciudad y no es raro ver a algún autor concediendo una entrevista o tomando algo con un compañero del gremio. “Mira, ahí está Sergi Pamiés”, señala la editora en voz baja.
El Montsià es la última comarca del sur de Cataluña, que ya toca con Castellón. El logo de la empresa es un olivo, un árbol muy presente en esa tierra en la que hay algunos que ostentan el título de ‘milenarios’. Martínez decidió vincular la identidad de su editorial con el pueblo porque así lo pondría “en el mapa literario del mundo”, asevera. “Me pareció que era importante porque, ¿ves?, esto nos ha hecho hablar ahora de estos pueblos, de esta comarca que es agrícola, básicamente vive del cultivo del olivo. La película El olivo de Iciar Bollaín está rodada a 10 kilómetros de Godall, ya en la parte de Castellón da igual, porque la comarca física, lingüística y culturalmente es la misma”, comenta.
Su realidad actual está llena de contrastes. Si las obligaciones laborales no le exigen viajar, puede trabajar semanas desde esa vivienda –“que no es un chalet, ni una finca, sino una casa de pueblo que hace esquina con un patio y ya”, aclara– y cuando es necesario se traslada a Barcelona, donde está la sede de la editorial. Nada menos que en la calle Hospital, en pleno corazón del barrio del Raval, donde el ajetreo es constante. “Cuando estoy en Godall, saber que puedo ir al Raval y cuando estoy en el Raval, saber que puedo ir a la célula de descompresión de Godall, me gusta”, asegura. Matilde Martínez está acostumbrada a los cambios de residencia: nació en Terrassa, vivió con su familia en el barrio barcelonés de Turó de la Peira y cerca de La Sagrada Familia durante sus estudios universitarios. Más tarde, se fue a vivir a La Garriga, un municipio de la comarca del Vallés Oriental, donde estuvo 21 años antes de pasar poco más de un lustro en Bruselas y acabar, por fin, en El Raval.
“Cuando me casé, fui a vivir a La Garriga y allí tuve a mis hijos. Cuando tienes niños está muy bien, pero cuando ya son mayores te puedes mover. Yo quería anonimato, asfalto y todo eso”, explica. La relación con su marido no terminó bien y se separó cuando el divorcio aún no era legal. “Aún había aquella ley franquista horrorosa de que si te ibas de casa te quedabas sin hijos y sin nada y te podían meter en la cárcel”, recuerda. A ella no le pasó nada de eso y cuando el divorcio se legalizó, dos o tres años después, firmó los papeles y se libró de esa atadura. Afortunadamente, tenía independencia económica porque era profesora de francés y castellano en un instituto de Granollers.
“Terminé mis estudios en el año 71 y luego hice oposiciones a francés. Había estado mucho en Francia, lo hablaba bien y había más plazas de francés y menos personas que supieran hablar el idioma para dar clase. Y yo lo que quería era tener trabajo fijo”, explica. Consiguió el puesto y además de impartir esa lengua, cuando quedaban horas de castellano sin profesor daba ella la clase. “Era lo que yo había estudiado y lo que me gustaba. Esta doble formación me sirvió mucho”, sostiene.
Pero Martínez, como en el resto de aspectos de su vida, no era una docente conformista. Sus clases no seguían los patrones establecidos a rajatabla e intentaba dar dinamismo a sus lecciones, hacer que los alumnos participasen y se interesasen activamente en la materia. Además, sus estudios no terminaron con su licenciatura en la universidad, sino que continuaron con cursos en el Instituto Francés, donde se preparó como profesora para enseñar lengua extranjera. “Eran formaciones muy activas para que los chavales empezaran a hablar en clase. Esto ahora es fácil decirlo, pero te estoy hablando de hace 50 años”, afirma. “Era bastante novedoso y, con el tiempo, me hice una pequeña especialista en enseñar lengua extranjera, así que empecé a hacer intercambios con Francia para dar clases de español allí. Me acuerdo que les ponía canciones de Mecano a los alumnos y alucinaban”, rememora entre risas.
Una cosa llevó a la otra y, después de colaborar en másteres y posgrados en la Universidad Autónoma de Barcelona, llegó el Instituto Cervantes con un puesto en Bruselas. “Me fui a trabajar como divulgadora del español como lengua extranjera para Bélgica, Luxemburgo, Dinamarca, Noruega y Holanda”, recuerda. Tenía bastante responsabilidad pero también mucha autonomía, lo que le dio la posibilidad de experimentar con su profesión y ganar un bagaje muy importante. “Cogí carrera sin saberlo. Yo le decía al consejero ‘podríamos hacer una revista’ y se hacía. Yo no había hecho nunca una revista así que preguntaba a otros: 'Cómo habéis hecho una revista? ¿Por dónde se empieza?'. O 'podríamos hacer unas jornadas no sé qué" y se hacían. Esto me dio la posibilidad de desarrollarme'.
Cuando regresó a España, seis años después, volvió a su puesto en el instituto y empezó a trabajar como freelance para Difusión. “Era una editorial muy buena, muy moderna. Me encargaron, junto a otras dos autoras, libros con un método de enseñanza de español para adolescentes”, relata. Esos ‘manuales’ fueron todo un éxito, se vendieron y se siguen vendiendo muchísimo, posiblemente porque estaban basados en sus propias experiencias. “Cuando redactaba un ejercicio, yo veía las caras de mis alumnos y eso se nota. También es que los editores eran muy buenos y pusieron a unos dibujantes preciosos”, destaca. Después llegaron más encargos que también se vendieron muy bien y, cuando se jubiló del instituto, se encontró con que, además de recibir una pensión decente, cobraba unos derechos de autor considerables.
“Mis hijos son mayores, tienen sus proyectos y sus trabajos. Yo tengo ya incluso una segunda residencia en un pueblo. Si quiero viajar, puedo viajar. Así que decidí invertir ese dinero en algo que me hiciese mucha ilusión”, desarrolla. Por su trabajo en Difusión ya tenía algo de experiencia en el sector editorial, aunque solo fuese en el apartado de los libros de texto, así que se lanzó a montar una “de literatura”, recuerda. “Pero no de novelas, que es lo que más hay. Pensé en cuentos, que me gustan mucho como género y los defiendo porque cuántas novelas habrás leído en la vida y cuántas recuerdas enteras. Sin embargo, cuando un cuento es bueno, es memorable”, comenta. Además, en su catálogo también tiene poesía y cómic en tres idiomas: castellano, catalán e inglés.
El primer título que publicaron ?ya no está disponible? fue El español en la maleta, una antología de experiencias de profesores de castellano en el extranjero, a la que siguió otra similar pero protagonizada por docentes de catalán. “Para ese hice un concurso con premio monetario y publicación”, explica. “Después, una amiga del instituto de mi marido me dijo que tenía publicados tres volúmenes de poesía y que tenía un cuarto pero no las ganas de ir por las editoriales pidiendo que lo publicaran. Me lo envió y decidí editar poesía”, relata. Además de los que ha ido a buscar ella misma, los libros que ha sacado hasta el momento han llegado a ella por diferentes vías: conocidos con criterio, traductores y por correo, aunque reconoce que recibe tantos que no da abasto. Tiene lectores externos a los que recurre cuando duda de la viabilidad de alguna obra. “Nuestras opiniones suelen coincidir y a veces me hacen ver cuestiones relacionadas con la calidad que se me habían pasado”, explica.
Godall comenzó con libros en catalán y después se abrió al castellano, aunque publicar en dicha lengua es un problema por el precio de los derechos, que suele ser mucho más elevado. “Cuando oyen ‘español’ te piden un montón de dinero porque piensan en un montón de libros que se pueden vender en el mundo, pero no es verdad. Yo no tengo distribución en América porque sale muy caro”, cuenta, “no me hacen rebaja, así que cuando me gusta mucho un autor o una autora, juego fuerte y pago, aunque luego tengo que ir a todos los periodistas y a las librerías a presentarlo”.
Una de sus apuestas más arriesgadas ha sido la autora coreana Kim Ae-ran, a la que llegó por un amigo que había trabajado de profesor en el país. “Me dijo que allí vendía muchísimo porque fue la primera que habló de la vida cotidiana para los jóvenes coreanos. Leí su libro ¡Corre, papá, corre! en francés y me encantó. Me pidieron mucho dinero para los derechos en castellano, para los de catalán un poco menos y compré los dos”, afirma. Las ventas en la traducción al catalán fueron “normales” y en castellano muy bajas. Pero Martínez nunca se rinde a la primera. “Hay una beca para que vengan autoras coreanas a España, así que la pedí y la traje con intérprete y todo. En Barcelona se interesó mucha prensa, lástima que no quiso ir a la tele. Hasta hubo un encuentro en el CCCB”, recuerda. Sin embargo, en Madrid no tuvo apenas repercusión.
Otras veces es la actualidad la que consigue captar el interés de prescriptores y lectores, aunque sea por desgracia. “Con Victoria Lomasko tristemente nos hicieron caso por la guerra de Ucrania. Su libro Otras rusias, que salió en catalán y castellano, pasó sin pena ni gloria. Pero en la pandemia, The Guardian hizo una lista de los cinco mejores libros para conocer la Rusia de Putin y uno de ellos era este”, recuerda. De esos títulos escogidos por el diario británico, el único traducido era el de esta autora, así que Martínez “sacó pecho”, dice, y se apresuró a ponerlo en las redes sociales. “Luego le compré un segundo libro que estaba escribiendo sobre las repúblicas soviéticas y a finales de febrero me mandó los PDF en ruso para pasárselos a los traductores. El cinco de marzo se tuvo que ir de Rusia porque está en contra de la guerra y además, por su libro anterior le podían caer hasta 15 años de cárcel porque las leyes son retroactivas”, asegura. Con todo este drama, despertó interés y ahora está previsto que venga a España en cuanto solucione unos temas de su visado en Alemania.
Pese a los inicios lentos y a los inconvenientes que se ha encontrado en el camino, a día de hoy Godall es sostenible. “Yo la editorial la he hecho por gusto, pero quiero que funcione, no quiero perder el dinero que he invertido. Los diez años han servido para hacer una reflexión y he decidido publicar menos libros al año y poner más énfasis y más recursos en que se conozcan más”, dice. Además, intenta que su producción sea lo más kilómetro cero posible, hacer tiradas cortas con posibilidad de reimpresiones y tarifas justas para todos sus colaboradores: “Para los asalariados y para los freelance. Y si va un músico a tocar a una presentación, también cobra. Yo he sido trabajadora muchos años, he reivindicado mis derechos y he hecho huelgas que nos costaron mucho y ahora no voy a ir explotando a la gente. Si esto funciona, bien y si no, se cierra”.
Matilde Martínez no viene de una familia acomodada y sabe lo que cuesta ganarse la vida. Su madre, que habría cumplido cien años el agosto pasado, era la responsable de que aquella casa de su infancia tuviese una librería bien nutrida, pero los libros no se traducían en dinero. “Para la época, mi madre era una adelantada, licenciada en latín y griego y muy potente intelectualmente. Se casó con mi padre, que era un obrero sin cualificar pero que, aunque parece raro, se entendieron bien, así que yo viví una situación que culturalmente era una pero económicamente era otra”, destaca. Su progenitora, que en vez de Caperucita le leía la Ilíada, estuvo muchos años dando clases en “unas monjas sin estar asegurada ni nada” o en academias precarias hasta que ella y sus cinco hermanos se hicieron mayores.
“Primero, hizo oposiciones a bibliotecaria porque estaba perdiendo la voz y las ganas de dar clase. Le dieron Girona y luego estuvo en el archivo de la Corona de Aragón. Y después presentó su tesis doctoral, que era de una cosa rarísima: la influencia del latín helenísitico sobre el griego”. Finalmente, acabó impartiendo dos clases en la universidad, una de latín medieval y otra de historia del libro. Con motivo de su centenario, Matilde le dedicó un post en Internet para recordarla: “Ella transmitía toda la cultura que tenía, que es lo que hacen los verdaderos sabios”.
Entre los últimos lanzamientos de Godall está el ensayo de poesía Dios palpitando entre las tomateras sobre la obra de la uruguaya Marosa di Giorgio escrito por Emilia Conejo, que tiene otros dos libros en la editorial. También han lanzado otro volumen de poesía firmado por Jaime Rodríguez Z., titulado The Basement Tapes. Además, ha traducido el cómic En tren. Autobiografía de la vergüenza de Erin Williams, una autobiografía gráfica que habla sobre los límites del consentimiento. En paralelo, Martínez seguirá luchando por dar a conocer el resto del catálogo, fiel al lema que dirige su labor: “Un libro es novedad hasta que no lo has leído”.