Otra de las tendencias que se ha visto en el cine reciente es la sátira anticapitalista. Una sátira que suele venir realizada por los mismos, directores burgueses que lavan su conciencia y se ríen de una clase a la que pertenecen. Muchas veces, y aquí el ejemplo de Ruben Östlund es perfecto, son cineastas cínicos y cercanos al nihilismo los que las hacen. En ellas el poso siempre es el mismo: la sociedad es una mierda y los ricos son terribles, pero si los pobres tuvieran dinero serían igual de malos. Un 'malos unos, malos otros', que muestra un mensaje ambiguo. No es de extrañar, cuando un cineasta concibe sus películas como elementos políticos en una dirección clara se le acusa de maniqueo y cosas peores (lean las críticas de Cannes de las últimas películas de Ken Loach de muchos periódicos).
En ese barrizal hay poco hueco para un cine de clase obrera. Un cine que muestre la vida de los trabajadores sin miserabilizarles, sin regodearse en su pobreza. Que no se centre en el drama. ¿Se puede hacer un cine de clase obrera que les represente y en el que sientan que hay un espacio para soñar y vivir? Es un hueco pequeño, casi enano, pero es un hueco en donde hay un maestro que ha demostrado que sí se puede. Es Aki Kaurismäki, cuyas películas beben del cine de Chaplin y Tati para contar historias donde esas personas viven historias de cine. Sus personajes se enamoran en un mundo duro, pero al que él mira con esperanza, con ilusión.
La mirada humanista de Kaurismäki vuelve a hacerse carne en otro peliculón. Se trata de Fallen Leaves, cuyo título viene de una canción de Yves Montand (Les feuilles mortes), una de las mejores películas del año que llega justo antes de que acabe. Es curioso que en esta ocasión Kaurismäki vuelva a contar una historia de esos mil veces llamados perdedores, pero que también incluya una carta de amor al cine. El finlandés demuestra que se puede defender las salas, clamar a los cuatro vientos su pasión por las películas, sin tener que contar historias burguesas o hacerlo desde su propio privilegio. Aquí es una historia de amor entre un trabajador de la construcción, borracho y poco hablador que se enamora de una mujer de la que no sabe ni el nombre.
En sus encuentros, casi surrealistas, hay música, cine, humor, ternura y esa distancia exacta que siempre tiene el cine de Kaurismäki. La distancia perfecta para dignificar a sus personajes sin descontextualizarlos. Pocos cineastas son capaces de mostrar la dureza del trabajo del barrio sin convertir su historia en una tragedia. Ellos beben para olvidar, pero también tienen derecho a la felicidad. Una felicidad que la sociedad (y normalmente el cine) les han negado.
Si las películas no construyen un imaginario en el que la clase obrera vea una posibilidad de ser felices, el discurso negativo y pesimista que siempre recae sobre ellos se perpetúa. Kaurismäki les entrega un mundo mejor. Les dice que si se unen, si los obreros actúan juntos, hay una posibilidad para el amor. Pasaba lo mismo en otra de sus obras maestras, Le Havre, donde el tema de la inmigración tenía un final feliz gracias a la colectividad del barrio.
Un cine que huye de los tópicos de representación de los márgenes también desde lo visual. No hay cámara en mano, fotografía sucia y con grano y música triste como el cine supuestamente realista insiste en usar. Aquí hay color, música, y humor. Y todo en 80 minutos. Es imposible lograr más en menos tiempo en una película que consiguió el tercer premio en el Festival de Cannes. Lo hizo en una edición donde el presidente del jurado era, precisamente, Ruben Östlund, quien en muchas entrevistas previas había dicho de forma explícita que el cine de Kaurismäki le parece la mirada de “un idealista completo”, una postura “inútil” para el sueco. Ahí está la diferencia entre sus películas. La pena es que el nihilismo de Östlund tenga dos Palmas de Oro y el humanismo de Kaurismäki se siga conformando con las migajas.