En la trasera de las obras de la exposición podemos ver las etiquetas y los sellos que nos informan de esos viajes, así como distintos bastidores, estructuras fundamentales que permiten mover las obras, que forman parte de esa vida propia. Encontramos también textos y dedicatorias e incluso nos detenemos ante los propios materiales que sujetan y posibilitan la obra y ante el polvo que en ellos se acumula. En algunas piezas descubrimos a los artistas ocultos en sus propias obras: autorretratos, esquemas, citas, todo aquello que forma parte de un proceso creativo y que nunca está a la vista. Bocetos, mensajes, borradores, composiciones que se descartaron, ideas desechadas. Así, recorremos distintos capítulos conceptualizados por el comisario y también artista Miguel Ángel Blanco, que ha bautizado estas partes con nombres tan evocadores como El lado oculto, Ornamentos y fantasmas o Naturaleza de fondo.
¿Qué valor otorgamos a lo oculto? ¿A, por ejemplo, las ideas descartadas? En su maravilloso ensayo El arte de encender las palabras, Berta García Faet menciona un lugar llamado “The Center for the Less Good Idea” (el Centro de la Idea Menos Buena), un espacio que pretende iluminar aquellos “descubrimientos accidentales” con los que los creadores se encuentran cuando transitan un proceso creativo. Lo fundaron los artistas William Kentridge y Bronwyn Lace en Johannesburgo y abrirá 2024 con una exposición llamada Cómo: mostrando el proceso, de la cineasta Naomi van Niekerk. En los últimos años es quizás cuando las instituciones artísticas han mostrado más interés por el reverso, la cara oculta y lo descartado.
Esta cara oculta nos invita a pensar más allá de lo visible. Nos asomamos a aquello a lo que no le habíamos prestado atención alguna. En El Prado, paradas ante lo que normalmente no se ve, es inevitable hacerse algunas preguntas que van más allá de la exposición: ¿Dónde solemos fijar la mirada y a qué concedemos valor? ¿Hay, acaso, valor en lo oculto, en lo que suele quedar en la sombra? ¿Puede ser el reverso de una obra una metáfora para pensarnos a nosotras mismas?
Reversos es una muestra que no marca un rumbo fijo a quien la visita. Nos permite decidir qué, cómo y cuándo mirar. Mientras paseamos por la exposición no podemos evitar preguntarnos por nuestro propio papel dentro de ella. Según los catedráticos de estética Manuel Hernández Belver y Juan Luis Martín Prada, esta es una de las características fundamentales del panorama artístico contemporáneo: no se entiende al público como un grupo de sujetos pasivos que recibe una obra cerrada y concluida, sino que actúa, la tiñe de significado y participa de su proceso creativo, a veces manipulando la obra, a veces formando parte de ella. En el caso de Reversos, al tiempo que recorremos el espacio también lo interpretamos, decidimos dónde depositamos nuestro mirar.
Nos llama la atención la colocación de las obras, que no solo se cuelgan en la pared, sino que también se sitúan en medio de las salas. Somos nosotras las que giramos, recorriendo los múltiples significados y pliegues que se pueden encontrar. Es una manera de romper con la función que tradicionalmente se otorgaba a los espectadores: al mirar al frente, mostramos nuestro propio reverso. Podemos ver un ejemplo de este fenómeno en la propia exposición; la instantánea que tomó en El Prado el recientemente fallecido fotógrafo Elliott Erwitt en la que se muestra un grupo de hombres observando La maja desnuda, mientras que ante La maja vestida solo hay una espectadora: una mujer. Para el fotógrafo, el propio museo es un espacio artístico en el que lo estético y lo social interactúan constantemente: hay muchas formas de aproximarse al arte, de mirar y de ocupar el espacio artístico. En el caso de Reversos el público es protagonista e incluso él mismo queda convertido en un asunto artístico.
Entonces, ¿cuál es nuestro papel en relación a los dispositivos artísticos que consumimos? Más allá del arte pictórico, podríamos preguntarnos por la función que juega aquel que recibe las distintas manifestaciones artísticas: el lector, el espectador, el visitante. Pensadores como Roland Barthes o Wolfgang Iser han reflexionado sobre el acto de leer para preguntarse por la jerarquía entre el autor y el lector: ¿Qué figura nos parece más relevante? ¿Quién ocupa la parte visible? Ambos consideran que, pese a la invisibilización a la que ha estado siempre sometida, la figura del lector es fundamental: actualiza las obras, las completa, las hace suyas.
Quizás es esta la forma más interesante de aproximarse a las representaciones artísticas: entendiéndolas no como mensajes cerrados, sino abiertos a una multiplicidad de significados, interpretaciones y posibilidades. Para nosotras, Reversos despierta el interés de ir mucho más allá de las obras expuestas, planteando infinitos horizontes de posibilidades. Por ejemplo, ¿cómo decidimos colectivamente a qué concedemos valor? ¿Qué se incluye en los grandes relatos oficiales y qué escondemos detrás, en las zonas de sombra? ¿Por qué deciden las instituciones, pese a su fingida neutralidad, arrojar luz sobre ciertos lugares y no sobre otros?
También podemos llevar estas reflexiones a nuestras relaciones personales e íntimas, pensando qué decidimos enseñar de nosotras mismas al mundo. En Reversos se invitó al artista contemporáneo Vik Muniz a replicar la parte de atrás de Las meninas. ¿Qué nos quedaría a nosotras si hiciéramos una réplica de nuestro reverso, de lo que normalmente escondemos? ¿Qué pasaría si decidiéramos sacar a la luz nuestros propios fracasos y sombras? ¿Debemos dejar a los demás entrar en las zonas de oscuridad? Al igual que estos artistas, las personas también albergamos lados más o menos oscuros, también tenemos cajones de sastre interiores donde depositamos todo aquello que descartamos: lo que no llegamos a hacer, los caminos que no escogemos, las cosas de las que nos avergonzamos y que no queremos compartir. Y, por supuesto, nuestros fracasos. Los errores, las historias que no llegan a término, las versiones de nosotras mismas que desechamos. Todas estas cosas permanecen en la sombra. En la sombra quedan las costuras, las grietas, aquello que nos atraviesa y elegimos no mostrar.
¿Qué enseñamos de nosotras mismas a los demás? ¿Desde dónde queremos que nos miren, que nos reconozcan? Si pensamos en las redes sociales, es indudable la construcción de ciertas identidades a través de una realidad completamente artificial, controlada y luminosa: posamos, construimos escaparates y lugares donde no mostramos la suciedad ni los borradores. En nuestras vidas online, el reverso del cuadro siempre queda oculto.
Para pensar en estas cosas es interesante atender al concepto de sombra, casi siempre marcado por una concepción peyorativa. Sin embargo, es quizás en la sombra donde aguarda lo interesante y lo verdadero. Como escribía Junichiro Tanizaki en su famoso Elogio de la sombra, en la penumbra, en esa “espesura de silencio” podemos encontrar también lo bello, “una serenidad eternamente inalterable”. Al hablar de lo molestos que pueden resultar a veces los medios de iluminación modernos y occidentales, con sus luces estridentes y demasiado pulcras, dice: “La oscuridad es la condición indispensable para apreciar la belleza”.
En la oscuridad habitan todas aquellas artistas que han sido marginadas de la Historia, de los cánones, de los museos, de las grandes narraciones, del centro. Allí habitan también las partes de nosotras mismas que nos constituyen, las que nos hacen vulnerables y confiamos solo a unos pocos. En la sombra está todo aquello que algunos han decidido que no debe ser visto, escuchado, tenido en cuenta. Parece entonces que puede ser revolucionario fijarnos en ella e incluso intentar deshacerla y comprenderla.
En el prólogo del libro Bajo la tierra, sobre la sombra, de Leire Milikua, la escritora María Sánchez diferencia entre dos tipos de sombras distintas: la “sombra hermana”, que cobija y sirve como lugar de refugio y la “sombra obligada y enemiga”, que silencia y oculta todo aquello que no interesa que sea visto. Quizás nuestra tarea sea entonces arrojar luz sobre esas zonas injustamente ensombrecidas; aprender a mirar, alumbrar lo que está más allá del frente. Esto es justamente lo que ha conseguido Miguel Ángel Blanco en Reversos: voltear las obras para obligarnos a decidir cómo queremos abordarlas, para insertar en el museo “experiencias contemplativas que reivindican ese lado de la pintura al que no llega la luz”.
Es evidente que nuestra mirada como espectadores está mediada por las normas de lo que debe ser visto e iluminado y lo que no. Esa “sombra obligada” nos persigue en casi todos los ámbitos de nuestra realidad. De hecho, parece casi imposible vivir sin desear mostrar nuestro “lado bueno”, iluminado por los focos de la aceptación, la normatividad y lo considerado correcto. Queremos que nos vean de determinada manera y para ello seleccionamos, ordenamos y promocionamos nuestra propia exposición. Sin embargo, escapar del haz de luz que proporcionan los faros oficiales puede ayudarnos a descubrir todo aquello que se esconde en el reverso de las cosas: apreciar nuestras propias sombras, abrirlas hacia la luz e incluso aceptar los pliegues de la oscuridad que conforman nuestra existencia.