La familia de su mujer lo había condenado a muerte por abandono del hogar. Manzanita se había ido con otra y se montó un lío gordo. Estas son las cosas que cuenta Javier en unas memorias que vienen a ser lo más parecido a un repaso histórico desde los tiempos del desarrollismo y de las bases americanas, hasta finales de los ochenta donde acaba esta primera parte.
Me ha divertido, es más, lo he leído con gusto, pues, en buena medida yo he crecido escuchando a los artistas que Javier García-Pelayo ha movido. La lista es larga, Moncho Alpuente con el Piera y con Las madres del cordero que fueron nuestra versión hispana de las Mothers of Invention de Zappa, pero en bajo presupuesto, seguido de los tripis, el vino de Jerez que abre los esfínteres, los canutos que vendían ya liados en Sevilla -a 15 pesetas- y la gena que le colaron en su viaje al moro;
Merece un aparte la historia del grupo Triana, que se llamó así porque son de Triana, al igual que los Chicago se llaman así por ser de Chicago. Bien mirado, no se comieron mucho el coco que digamos. Pero lo más estimulante es que hubo un intento de incorporar a Manuel Molina -de Lole y Manuel- al grupo, aunque no cuajó. Lo que si salió de allí fue una canción que se tituló Todo es de color que la firmaron ambos y que formaría parte del primer disco de cada uno. Una canción hippie que define muy bien aquellos tiempos. Imagino lo que hubiese sido aquello de haber conectado Manuel Molina con los Triana; una juerga de guitarras de palo y teclado psicodélico con el rajo gitano de la voz de Manuel.
Por todo esto, las memorias de Javier García-Pelayo son un no parar de correrías, lances y aventuras; una vida plena, vivida a tope, bien jugada a veces, y otras tantas veces bienvenida; la historia de Javier y de su numerosa familia, los García-Pelayo, es una historia de risas y de mucha caña, tanto que a mí se me ponen los dientes largos con sus divertidos episodios. Quiero que los Pelayo me adopten. A ver si, dicho así, públicamente, lo consigo.