Este es el quinto título y cuarta novela de Otero. Con Simón, la anterior, ganó el Premio Ojo Crítico 2020 y también el rango de narrador de Barcelona, como un sucesor involuntario de otros como Juan Marsé o Eduardo Mendoza. Pero estar siempre en el mismo lugar puede llegar a ser aburrido, así que irse de vacaciones a otro sitio es una solución lógica. Tampoco hace falta viajar a un lugar exótico o desconocido, el pueblo de tu familia donde pasaste los veranos de tu infancia puede ser igual o más estimulante que nadar entre tiburones en Hawái. El del escritor está en Galicia, así que trasladó la trama al valle verde en el que pasa de todo aunque desde fuera parezca que nunca pasa nada. Como en todos los sitios en los que vive gente.
Esa es una de las razones íntimas, además de que justo se cumplen 50 años desde que sus padres emigraron de Galicia, que le llevaron a cambiar de escenario. Pero más allá de lo personal, tenía ganas de plantear una novela coral, un cambio radical en su estilo ya que sus obras anteriores partían de un protagonista en un contexto de iniciación. “Así me permitía a mí mismo explorar los conflictos y los problemas de las personas”, dice a elDiario.es. “Hay dos formas de hacerlo: desde la literatura del yo, desde la negación de una posibilidad de estar juntos o desde una visión superconciliadora de la idea de un posible nosotros, de gente que no tiene nada que ver y, de repente, sí que tiene algo que ver”.
Una fiesta de pueblo es el lugar ideal para plantearlo porque allí se igualan todos los asistentes, están ligados a ese territorio de alguna forma. Bien sea porque viven en él desde siempre, porque se fueron en busca de otras cosas y han vuelto o porque pueden ir de visita a casa de sus familiares. Y ese conjunto de voces diferentes pero relacionadas entre sí le ha permitido hacer una novela en la que, entre otras cosas, la denuncia de las desigualdades sociales está muy presente aunque sin caer en el manifiesto. “Para mí la literatura tiene que ir a buscar ese espacio que está entre las proclamas. Y no es una equidistancia, después de cinco libros todo el mundo sabe de qué pie cojeo”, afirma. “Trato siempre todo tema que tenga que ver con un choque de clases o entre los privilegios y la humillación o la sumisión, entre las precariedades y las miserias, etcétera. Pero cada vez me interesa hacerlo más de una forma no frontal y mostrarlo sin necesidad de señalarlo demasiado”.
Una de las cosas que inquietaba e incluso molestaba a Otero de montar su Orquesta fuera de Barcelona era la sensación de ser el escritor modernito y urbanita que llega, tarde pero siguiendo la tendencia, con su “novelita rural”. Romantizar la vida en el campo es ofrecer una visión distorsionada de la realidad fuera de las ciudades como también lo es denostar la cotidianeidad urbana, un error en el que muchas veces ha caído el neorruralismo y que el escritor se ha esforzado por evitar. “Mi manera de hacerlo, entre otras cosas, es creando todos estos personajes que opinan de forma distinta sobre lo mismo, que se meten conmigo y con el libro en sí, con la ambición de los que idealizan el pueblo y quedan en ridículo, con los otros que lo condenan y también quedan en ridículo”, desarrolla. “Sentenciar que el pueblo es un territorio sin conflictos o decir lo contrario para mí es absurdo. El pueblo es como la ciudad, un sitio donde hay vida y donde hay vida hay conflicto y hay problemas”.
En la novela, el resto de territorios que no son Valdeplata no tienen nombre aunque sean reconocibles. La Ciudad puede ser cualquier urbe gallega, la Capital es Madrid y la Ciudad Grande es Barcelona y hay referencias claras a hechos históricos rompedores, como el paseo de Ocaña en las Ramblas o La Movida madrileña, que tienen su reflejo en sucesos del pueblo. “No me interesaba poner nombres, pero sí que se arrastraran historias de las ciudades como lugar de libertad para muchísima gente, sobre todo para la disidente”, afirma.
Si evitar caer en el bucolismo es complicado a día de hoy, tanto o más lo es trabajar con la nostalgia. Aquellos a quienes les interesa que el pasado se vea en tecnicolor y el futuro fundido en negro han pervertido ese sentimiento que ahora es un asunto espinoso. Pero el escritor se ha tirado al charco para defenderla o, al menos, quitarle un poco de fango. “Esto también pasaba en Simón y en otras novelas. Soy una persona muy prudente, que habla bien, que no va al choque pero que cuando escribo no me da miedo meterme en fregados”, comenta. Para él: “Es igual de pernicioso sentenciar cualquier mirada al pasado como algo malo que bendecirla como algo necesariamente bueno. Sí que hay una mirada nostálgica al pasado gentrificado, liberado de lo que molesta, que es muy perniciosa a nivel político. Pero decir que no hay que mirar al pasado porque es absolutamente reaccionario, es ser imbécil”.
En este sentido, ha planteado un libro que reúne todos los clichés de la nostalgia de verano vendida como objeto de consumo –la bicicleta roja a la que hay que poner 3-en-uno o el jersey heredado de la prima– para después sabotearla. En ese recuerdo bonito se cuelan las realidades de los personajes que se juntan en esa verbena vintage para avisar de que no hay que olvidar. “Si no miras al pasado te estás perdiendo el sufrimiento real; la disidencia realmente castigada, sea política, de género o de cualquier tipo; te estás perdiendo un montón de pequeñas valentías de las que no se habla”, defiende. “Para mí la mirada al pasado sirve para interpretar de una manera más o menos lúcida el presente, incluso para tramar hacia dónde coño quieres ir”.
Si bien en sus libros anteriores se apreciaban ciertos detalles autobiográficos –el diastema de Fidel en Rayos, el lunar del protagonista de Simón–, en Orquesta el escritor aparece directamente como uno más de la trama: el cuarentón que va a la fiesta con sus dos hijos pequeños, que es escritor y observa sin tregua a los demás para detectar historias. Su pareja le dice (en la vida real y en la ficción) que un día le van a dar “una hostia” por quedarse embobado con la gente, pero no lo puede evitar. Sin embargo, es él y no es él, no es Miqui, es Miguel. “Yo no soy igual en mi pueblo que en Barcelona, estoy más contaminado de cómo es mi familia, estoy más contaminado de prudencia”, desarrolla. “Aparezco allí pero sin dar detalles de mi vida, solo que tengo dos hijos. Dejo más o menos claro por qué he sentido la necesidad de contar esa novela y, de paso, me meto un poco conmigo mismo, con el tipo de novela que estoy haciendo y doy una serie de claves de lectura, porque creo que se puede leer de muchas maneras”.
Pero pese a estar presente y relacionarse con el resto, la suya no es la voz que dirige la trama. La narradora de todo el tinglado es la música, que introduce versos que corresponden a canciones de diferentes estilos y épocas. Un pasodoble que evoca a la juventud, un estribillo de Extremoduro que reaviva un deseo latente o Rosalía despechá en busca de venganza. “Lo trenza todo porque tenían que hablar una lengua común y para mí es la música popular, la música de verbena”, explica Otero. “Llevo sintiendo toda la vida que cuando prueban sonido, el bombo suena como el latido de mi corazón. Es cursi de cojones, pero la música se puede meter dentro de cada personaje, explicar cada giro de emociones que tenga pero, a la vez, como la música es algo gaseoso se irá fuera y empezará a husmear en todas las escenas de la fiesta. Está dentro y fuera de ti, es la idea”, concluye.