Nuestra relación diaria con la realidad de Gaza a través del algoritmo llama a una reflexión sobre los relatos de guerra y las reacciones de quienes terminan convertidos en espectadores de crímenes contra la Humanidad.
Puede que Virginia Woolf fuera la primera persona en analizar de manera crítica las fotografías de guerra. La tecnología era muy nueva y su impacto todavía naciente. “Las fotografías, desde luego, no son argumentos dirigidos a la razón; son una simple exposición de los hechos dirigida al ojo”. Las imágenes en cuestión eran capturas de la destrucción causada por la Guerra Civil en España. “El Gobierno español las manda con paciente obstinación aproximadamente dos veces por semana. No son agradables a la vista. Casi todas muestran cadáveres”. Para cuando publicó el libro que contenía sus ideas sobre la guerra, sus símbolos y sus encarnaciones —'Tres guineas'—, el conflicto español ya había finalizado y la República había perdido. La amenaza del fascismo se extendía por Europa, en apariencia imparable. Woolf acabó abandonando toda esperanza.
Ochenta años después, Susan Sontag se apoyó en 'Tres guineas' para pensar sobre imágenes de la guerra, sus causas y consecuencias, en un ensayo titulado 'Ante el dolor de los demás'. Sontag ya había hecho de la fotografía una de sus especialidades retóricas, y después de las escenas que dejaron los atentados del 11 de septiembre de 2001 se focalizó en el mensaje, no tanto el medio, de las imágenes que brindan conmoción, condolencia, espanto. El dolor es una experiencia hincada en las carnes, y el dolor vicario —el dolor de los demás— es una experiencia tan similar como distinta.
Woolf asumió en su día que una fotografía de guerra, con su representación de truculencia y ruina, provoca la misma sensación en ella y en cualquier persona que se le ponga delante: una sensación violenta y urgente que empuja a actuar por la paz. Sontag rebate escribiendo: “No debería suponerse un ”nosotros“ cuando el tema es el dolor de los demás”. Las fotografías dieron paso a las cámaras de televisión, que introdujeron “la teleintimidad de la muerte y la destrucción” en las salas de estar de la población civil lejana al conflicto. Quien solo sabe lo que es la guerra a través de una pantalla no puede concebir la vivencia de una zona de combate, por mucho que crea conocerla. ¿Cómo desentrañar algo que solo entra por los ojos?
Susan Sontag falleció en 2004; Steve Jobs debutó el iPhone en 2007. La teleintimidad mutó y se convirtió en otra cosa. La televisión ya no era solo un mueble hacia el que orientar el salón, sino un dispositivo móvil que engendra una dependencia múltiple de la que es difícil escapar. También es un dispositivo que registra. Sontag no contaba con una documentación sin fotógrafos, en la que cualquiera puede apuntar una cámara y grabar, transmitir, difundir. En 'Ante el dolor de los demás' supone un intermediario, un profesional que carga con la cámara y los carretes y acude a la escena desde fuera, enviado especial. Esa figura clásica implica, además de cierta imparcialidad, que el fotógrafo o videógrafo puede retirarse del conflicto, ya que no está envuelto en él sino actuando como testigo. Difundiendo un testimonio. “La noción misma de atrocidad, de crimen de guerra, está relacionada con la expectativa de los indicios fotográficos. Tales indicios, por lo general, son de algo póstumo”, escribió Sontag.
Todo ha cambiado, salvo que seguimos sin saber muy bien qué hacer con el dolor de los demás.
En Gaza, nadie puede entrar ni salir salvo contadas excepciones. Las fotografías, los vídeos, los testimonios provienen de las propias víctimas de un genocidio. El ejército de la ocupación israelí asesina a periodistas y fotoperiodistas locales, ensañándose también con sus familias, e impide el paso de periodistas extranjeros, que se concentran en Tel Aviv a la espera de noticias sancionadas por el gabinete de guerra. La abogada irlandesa Blinne Ní Ghrálaigh dijo ante la Corte Internacional de Justicia: “Este es el primer genocidio de la historia en el que las propias víctimas están dando testimonio de la violencia en directo”. Estos testimonios de violencia se acumulan, y su poder reside no solo en el choque que provocan sino en su número: no hay una sola imagen de un padre intentando rescatar a sus niños de debajo de los escombros con sus propias manos, sino cientas. No hay una sola imagen de una madre abrazando el cuerpo inerte de su hija, sino cientas. Su número es inconcebible, abrumador.
No obstante, los medios de difusión que alcanzan a un porcentaje mayoritario de la población occidental han desaparecido o encogido inmensamente: las redes sociales, por omnipresentes que puedan parecer, no sustituyen la labor documental de periódicos, revistas y otros medios de comunicación. En ellas media el algoritmo, además de la pantalla. El efecto es atomizante y descorazonador: las personas predispuestas a prestar atención al sufrimiento ajeno se ven anegadas de imágenes e historias atroces, y las que no, no cuentan ni siquiera con la oportunidad de hacerlo. No hay una situación común de espectadores, atentos o desatentos. Tan solo un mirar aislado que individualiza.
Mirar no nos hace útiles, por mucho que no podamos hacer otra cosa. Ver, ser testigos, tampoco supone una gran diferencia. “La vergüenza y la conmoción se dan por igual al ver el acercamiento de un horror real” —afirma Sontag—. “Quizá las únicas personas con derecho a ver imágenes de semejante sufrimiento extremado son las que pueden hacer algo para aliviarlo… Los demás somos mirones, tengamos o no la intención de serlo”.
A través de una pequeña pantalla he visto a una mujer golpearse la cabeza con ambas manos, aullando desde las entrañas mientras sacaban a su primogénito de entre los escombros cubierto de polvo gris y sin vida. “¡Dime que no está muerto!” gritaba. “¡Dime que no han matado a mi hijo!”. “Cálmate, por favor” —le pedía uno de los rescatadores, él también cubierto de polvo— “No podemos perderte a ti también. Reza. ¡Reza!”.
Quizá las únicas personas con derecho a ver imágenes de semejante sufrimiento extremado son las que pueden hacer algo para aliviarlo… Los demás somos mirones, tengamos o no la intención de serlo.
He visto los restos humanos de niños descuartizados y a padres recogiéndolos en bolsas de plástico, conmocionados. He visto cuerpos aplastados por tanques. Las ejecuciones son brutales. El ejército de ocupación se recrea en la crueldad. Usan armas químicas y bombas equipadas con cuchillas. Emplean francotiradores alrededor de hospitales y escuelas. Atormentan a sus víctimas. Algunas de esas víctimas alcanzan a grabarlo. A veces son los propios verdugos los que graban sus crímenes y los suben a internet para compartirlo con sus familiares y amigos, motivo de orgullo.
He visto a niños muy pequeños conteniendo las lágrimas mientras explicaban que son huérfanos de padre y de madre, que todos sus tíos y tías han muerto. “Son mártires”. Shaheed. Han muerto asesinados. Algunos de esos niños, imposiblemente pequeños, quedan al cuidado de sus hermanos más pequeños todavía, alguno de ellos bebés lactantes, en una zona rodeada por tanques y francotiradores, sin acceso a comida, ni leche, ni agua.
Shaheed شهيد se traduce como “mártir”. Viene de la misma raíz que shaid شاهد : testigo. Un shaheed es una persona que presencia una gran injusticia en los últimos momentos de su vida por ser víctima de ella; es difícil concebir en una traducción como “mártir” su significado completo. Estos mártires no tienen que profesar ninguna fe ni ideal para sufrir esa injusticia y morir en consecuencia. Un bebé de seis meses puede ser un shaheed, morir sin causa propia, sin vida vivida apenas.
Los refugiados gazatíes usan su teléfono para pedir ayuda al mundo exterior, en árabe y en inglés, solicitando donaciones para pagar las cifras exorbitadas que exigen en la frontera de Egipto y poder huir de la zona asediada. A medida que pasan los días y la situación se va volviendo más desesperada, con el 100% de la población de la franja en riesgo de inanición, los vídeos se convierten en algo espeluznante no solo por el sufrimiento que transmiten sino, paradójicamente, por su aparente cotidianidad.
Para que los vídeos tengan difusión utilizan canciones de moda, los formatos de las tendencias de esa semana, superpuestos a imágenes de desolación y necesidad absolutas y ruegos por sus vidas. Porque esos vídeos tienen mayor audiencia que los que suben llorando, y cada minuto cuenta cuando es cuestión de vida o muerte y ni cargar una batería ni la conexión a internet están garantizadas. Además, es humillante llorar. Llorar de desesperación delante de quienes están provocando una situación inadmisible, insoportable, tan extrema que no es posible adaptarse ni responder a ella. Y lo único que queda es el llanto, lágrimas pesadas de alta concentración salina, y más desesperante es aún cuando no hay agua potable. Y además les apuntan con una cámara. Y a saber quién está mirando al otro lado.
Un padre palestino llora el cuerpo cubierto de su hija en el hospital Al Aqsa en Deir al Balah, fallecida tras un ataque aéreo israelí EFE/ Mohammed SaberLos espectadores se dicen, boca a boca, cómo hay que comentar para que la promoción interna de un vídeo funcione: incluir símbolos de puntuación, mayúsculas y minúsculas, más de cinco palabras. También utilizan subterfugios, comentando sobre viajes, restaurantes y maquillaje en vídeos que muestran la destrucción completa de una cultura. Adivinando mediante imaginación cómo engañar al algoritmo para ganar el juego de la atención. “Ocho palabras para el algoritmo”. “Comentando en español para que llegue a más gente”… En cada vídeo en directo desde Gaza, el ruido del zananeh vibra en las tripas. Así llaman los palestinos a los drones israelíes que sobrevuelan constantemente la franja, aeronaves no tripuladas cuya función es hacer ruido continuo y violento, ocupar el cielo con la posibilidad de más bombas. Dron, préstamo del inglés que significa zángano. Zángano, zananeh: onomatopeyas convertidas en un ruido con el objetivo de generar una amenaza y presión psíquica permanentes. Pasan los días y a cada vídeo que consiguen grabar y subir se les ve más delgados, más deteriorados.
A veces también se graban llorando. Lloran y se tapan la cara porque lloran, porque tienen hambre, porque no recuerdan qué es dormir, porque conocen el sonido de las bombas y los edificios derrumbándose y los gritos sofocados de sus vecinos entre los escombros. Lloran porque conocen el olor de la carne quemada de sus seres queridos. Lloran porque no pueden enterrar a sus muertos. Lloran porque han perdido la cuenta de sus muertos. Lloran y se tapan la cara porque es humillante llorar, y sobrevivir en esas condiciones, y pedir ayuda en el idioma de quienes firman las partidas de las bombas que arrasan su territorio.
El último día del año 2023, tras 85 días de campaña de exterminio contra su pueblo, el fotoperiodista gazatí Motaz Azaiza publicó un mensaje en inglés para su audiencia internacional, texto blanco sobre fondo negro, declarando: “Sois inútiles. Miráis sin ningún tipo de pudor cómo nos matan uno a uno. Llegará mi turno de ser asesinado por Israel. Y sé que vosotros no vais a hacer nada al respecto”. Muchos de sus espectadores occidentales manifestaron su disgusto ante semejante mensaje, sintiéndose señalados. Eso no cambia el hecho de que Azaiza tiene razón. No hacemos nada, o muy poco. Manifestarnos, tal vez. Boicotear, tal vez. Guardar un modesto registro de las atrocidades cometidas al otro lado del Mediterráneo. Donar dinero para que algunas familias puedan escapar. Nuestra impotencia es manifiesta. Solo somos espectadores, testigos, mirones. Y siempre podemos permitirnos mirar hacia otro lado: “La gente tiene medios” apostilla Susan Sontag, “para defenderse de lo que la perturba”.
Es la propia población civil gazatí la que está haciendo todo el esfuerzo de documentar y evidenciar su propio genocidio, además de intentar sobrevivir en condiciones infrahumanas fabricadas por un plan de exterminio diseñado hace más de medio siglo. La poeta y pintora Etel Adnan dejó escrito en 1973: Palestina está sembrada por ojos que se niegan a ser cerrados. Los gazatíes llevan décadas nombrando a sus hijas como poblaciones palestinas ocupadas en la Nakba de 1948: Bisan, Eilabun, Yafa... Casándose entre descendientes de las mismas ciudades, haciendo esfuerzos por conservar sus tradiciones como si nunca hubieran tenido que irse. Llevando a cuestas las pesadas llaves de hierro de las casas de sus antepasados, muchas ya sin puerta. Son memoria viva. Parte del proyecto colonial consiste en aniquilar esa memoria, la historia entera de un pueblo. Las víctimas lo saben, y se niegan a colaborar. Ante la imposibilidad de huir, algunas gentes emiten su última voluntad, diciendo: “Si tengo que morir será en mi casa, dejo mi destino en manos de Alá y rezo para que mi muerte sea rápida”. Utilizan cualquier medio a su disposición para refutar las condiciones impuestas por el invasor; para demostrar lo que realmente está pasando. No les queda nada para compartir salvo su dolor.
Toda la evidencia recogida en directo y desde la primera persona debería ser suficiente para condenar sin ambages las acciones del Estado de Israel. Desgraciadamente, no se puede suponer un “nosotros” ante el dolor de los demás. Las imágenes siempre están sujetas a la interpretación de la comunidad que interacciona con ellas. Algunos sectores solo reconocen un genocidio como algo póstumo, una etiqueta histórica con la que es de mal gusto designar el momento presente. Otros sectores promueven esas imágenes como una victoria, la culminación de setenta años —tres generaciones— de agresiones y ejecuciones. Y mientras tanto, ciudades enteras son arrasadas y campos de refugiados reventados por bombas. La inmensa mayoría de las víctimas son niños y niñas. Millones de personas pasan el invierno a la intemperie, y ahora el sofocante verano. El tiempo pasa, viscoso como melaza, espeso en sufrimiento.