Para tratar de entender los porqués de una decisión semejante, conviene conocer la evolución del propio Coetzee empezando por el principio: sus orígenes.
Nacido en Ciudad del Cabo en 1940, Coetzee creció en una familia culturalmente afrikáner pero anglófila. De las que mezclaban ambas lenguas, vaya. Y si bien es cierto que recibió su educación en inglés, no es menos cierto que los responsables de la misma no dominaban el idioma. Todo ello, junto a las tensiones de un país partido en mil pedazos a causa de los contenciosos identitarios, hizo que durante su infancia cosechara una sensación de arraigo bastante relativa.
Sin embargo, a pesar de toda aquella confusión, Coetzee abrazó la juventud teniendo muy claro que la lengua de Shakespeare suponía una liberación frente al opresivo y limitado afrikáans. Por eso estudió Inglés (y Matemáticas) en la Universidad del Cabo y por eso, al graduarse, no tardó en hacer las maletas y emigrar primero a Londres y después a Texas, donde realizó un doctorado sobre el escritor Samuel Beckett. Fue al terminar la tesis, mientras impartía clases en Búfalo, cuando se sentó a escribir su primera novela. En inglés, claro.
Tierras de Poniente llegó a las librerías de Sudáfrica en 1973, con Coetzee ya de vuelta en casa. Al haber aparecido en la lengua ‘neutral’ del país, logró vender varios miles de copias y ganar unos cuantos premios literarios locales. Sin embargo, a nuestro protagonista lo conseguido le supo a poco. Recibir aplausos en los círculos culturales sudafricanos estaba muy bien, pero él lo que quería era llegar al ‘mundo real’. Un mundo al que solo se podía acceder, le decía su cabeza, siendo leído en dos lugares: Londres y Nueva York.
Sus siguientes trabajos —entre los que destacan Esperando a los bárbaros (1980), El maestro de San Petersburgo (1994) y Desgracia (1999)— le llevaron al lugar que deseaba y todavía un poquito más allá: hasta el Nobel de Literatura. Lo consiguió en 2003, convirtiéndose así en el escritor más importante de Sudáfrica.
Paradójicamente, Coetzee recibió la noticia del Nobel en Australia, el país al que se había mudado un año antes, fruto del cansancio que le generaba su propia tierra. Aunque citó razones mundanas, como la tasa de criminalidad, la crítica literaria Jennifer Wilson señala que el escritor llevaba tiempo quejándose de la presión recibida por parte de unas élites culturales locales que buscaban a un novelista que se pudiese asociar abiertamente a Sudáfrica; que escribiese “abierta y directamente” sobre la realidad sudafricana. Y a Coetzee, añade Wilson, esa insistencia le agotaba. No quería convertirse en el representante de ningún lugar concreto.
Fue en ese momento, parece, cuando su relación con el inglés empezó a deteriorarse y no suele percibirse como una casualidad que en Desgracia, un libro de esa época, pusiese en boca de su protagonista que el inglés no siempre es la mejor opción a la hora de explicar según qué realidades. Sin embargo, no fue hasta el final de la primera década del nuevo siglo cuando el deterioro se hizo evidente al agradecer públicamente la lectura de sus traducciones, en lugar de los originales. Coetzee, viendo las caras de interrogación que despertaron sus declaraciones, aclaró que la esencia de lo que quería contar se transmitía mejor en otros idiomas y que de ahí su comentario.
Lejos de remitir, tal deterioro fue in crescendo hasta alcanzar su cénit en 2018, cuando decidió publicar antes en español que en inglés una colección de cuentos titulada, precisamente, Siete cuentos morales. Es decir: tradujo el manuscrito antes de su publicación, cediendo al español el honor de estrenar mercado. Coetzee explicó aquella decisión ese mismo año, en un festival literario celebrado en Colombia, al presentarse como alguien dispuesto a “resistir la hegemonía del inglés”. “No me gusta la forma que tiene de ahogar a las lenguas menores que se cruzan en su camino; no me gustan sus pretensiones universalistas —me refiero a la manera en la que el mundo es entendido como un espejo del inglés— y no me gusta la arrogancia que todo ello despierta entre quienes lo tienen como lengua materna”, dijo.
Su intervención en aquel festival de Colombia explica por qué Coetzee ha dejado de publicar en inglés. Busca, según dice, combatir la hegemonía de la lengua más hablada del planeta. O —según otros— darle un portazo a su yo del pasado, en línea con varias de sus referencias literarias; escritores caracterizados por su naturaleza huidiza. Lo que no explica es por qué hacerlo en español. Un idioma que, como ya han señalado varios de sus críticos, no es precisamente menor. Es entonces, al presentar la cuestión, cuando entra en juego un lugar llamado Argentina.
Dicen quienes han seguido de cerca su trayectoria que Coetzee se enamoró de la tierra de Borges, Cortázar y Victoria Ocampo hace unos diez años y que la clave de dicho enamoramiento no es otra que el público que encontró allá. Un público que, según expuso en una conferencia ofrecida en 2015, “se toma en serio la literatura y lee con inteligencia”. Algo que, por lo visto, no ve con frecuencia. A partir de ese momento decidió invertir parte de sus energías en colaborar con los círculos culturales del país. Impartió seminarios en universidades locales y entró a formar parte del equipo de una pequeña editorial llamada El hilo de Ariadna, con la que sigue colaborando hoy en día, ya no solo como el responsable de una de sus colecciones, su labor inicial, sino también como autor.
Así es: fue El hilo de Ariadna quien llevó hasta las librerías, durante el segundo verano después de la pandemia, la obra que mucho después aparecería como The Pole en los escaparates de su antaño admirada Nueva York. La obra con la que Coetzee se ha consolidado, tras dar prioridad al español en aquella colección de cuentos y en el último volumen de la trilogía de Jesús, como el único nobel vivo, junto a Vargas Llosa, que se presenta ante el mundo en nuestro idioma.