«Triste, bella, dramática y extraña la vida de Gustavo Durán», escribió su amigo Alberti en La arboleda perdida, aunando en una sola frase los dos poemas que le había dedicado: el vital «Pirata» de Marinero en Tierra («Si no robé la aurora de los mares,/ si no la robé,/ ya la robaré») y el doloroso «Monte de El Pardo» del Madrid sitiado («donde la soledad retumba y el sol se descompone»). Para no ser poeta en origen, Durán se había ganado la amistad de muchos, y no hay duda de que alguna relación hubo entre los Alberti, Altolaguirre, Lorca, Cernuda o Prados y el hecho de que, al final de sus días, los que rozó Gil de Biedma, tradujera a Constantino Cavafis (Días finales en Grecia) al sentir la necesidad de expresarse «en lenguaje poético», como confesó a su hija Cheli en una carta, incluida en la edición de Duque Amusco. Se sentía muy cerca de la «sonrisa finalmente escéptica» del heleno; tal vez, porque militaba en la «levemente cínica» y «marcadamente irónica» a la que se había referido Antonio Machado en Madrid, baluarte de nuestra guerra de independencia e inicio —añado yo— de la leyenda de Gustavo Durán.
André Malraux describió ese inicio en L’espoir (La esperanza). Durán, pianista, director de doblaje, colaborador de Buñuel, compositor de El corazón de Hafiz (dedicado a Lorca), de la música de «El salinero» de Alberti, de El fandango del candil de la Argentina (con libreto de Cipriano Rivas Cherif y escenografía de Néstor Martín Fernández de la Torre) y de Al alba venid y Zarza florida, entre otras canciones, se subió al tren blindado de la Estación del Norte para combatir en la Sierra y empezó dos vidas nuevas: queriendo, la de uno de los más brillantes oficiales del EPR, el Ejército Popular de la República y, sin quererlo, la de protagonista de novelas. Él es —eso también es Historia— el Manuel de la obra citada de Malraux, el Victoriano Terrazas de Aub en La Calle de Valverde y, naturalmente, el Durán que Ernest Hemingway pone como ejemplo de talento militar en Por quién doblan las campanas.
De hablar sobre «Prokófiev y Shostakovich» con Ilya Ehrenburg, quien se lo encontró en Toledo, había pasado a organizar «una brigada motorizada» (el Batallón de Hierro) y detener «al enemigo cerca de Maqueda» (Corresponsal en España). Miembro del Quinto Regimiento, se convirtió en intérprete y jefe de Estado Mayor del general Kléber en la XI Brigada Internacional, dirigió la 69 Brigada Mixta y la 47 División y llegó al mando del XX Cuerpo del Ejército tras haber luchado en las batallas de la Defensa de Madrid, el Jarama, la Ofensiva de Segovia, Brunete, Teruel y la Línea XYZ, por mencionar sólo algunas; siempre, con valentía y acierto; siempre, con sentido crítico, como demuestran sus notas de campaña (recogidas en Una enseñanza de la guerra española) y siempre, desde una lealtad que determinados políticos intentaron manchar por el procedimiento de relacionarlo con los golpistas encabezados por Casado que entregaron España a los socios de Hitler y Mussolini. La derrota de la República y el exilio de tantos, que separó vidas, rompió afectos y alimentó una inevitable búsqueda de culpables, no facilitó que la verdad se impusiera.
Parafraseando lo que dijo la escritora y periodista Martha Gellhorn, tercera esposa de Hemingway, el mundo se había vuelto cada vez más pequeño para los ejércitos y más grande para los amigos, con quienes se perdía el contacto (carta a Gustavo Durán, 1940. Residencia de estudiantes); pero, estando en Londres, el mítico y por entonces decepcionado combatiente —sabía lo que decían de él— se enamoró de una mujer de familia aristocrática y se casó con ella: Bonté Romilly Crompton (la «bella muchacha» de las memorias de Alberti), hermana de quien sería compañera de Graham Greene durante diez años y de la mujer del millonario Michael Straight, relacionado con el espía por excelencia, Kim Philby. Gracias a su larga experiencia artística y los contactos de Crompton, Durán acabó trabajando para la división musical de la Unión Panamericana (bajo cuyo sello publicó un libro no editado en España, Traditional Spanish Songs from Texas, 1942) y el MoMA de Nueva York, donde se reencontró con Luis Buñuel.
Aquel reencuentro tampoco contribuyó a mejorar su maltrecha imagen, porque Buñuel tenía tendencia a zaherir y hablar por hablar («eres muy bruto», le solía decir García Lorca en su juventud, cosa que él reconocía) y, cuando Max Aub lo entrevistó para la magnífica Luis Buñuel, novela, el cineasta le citó un comentario obviamente irónico de Gustavo Durán y le hizo creer que lo había delatado a la CIA. En realidad, era cierto que Durán había trabajado para el Departamento de Estado durante la II Guerra Mundial, pero a petición de Hemingway y para desenmascarar a los nazis que se ocultaban en Cuba.
Por mucho que tuviera fama de espía, es posible que lo más parecido al espionaje real que hizo en los EEUU fuera prestar su apartamento de la Dorchester House a Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez cuando Bonté y él se mudaron a La Habana y, por si los hechos no hablaran por sí mismos, su siguiente aventura puso o debería haber puesto las cosas en su sitio: el 14 de marzo de 1950, el senador Joseph McCarthy lo acusó de trabajar para el servicio de inteligencia soviético a partir de una investigación previa del FBI de Edgar Hoover, unas declaraciones de Indalecio Prieto —que luego se desdijo— y una información del diario falangista Arriba (State Department Employee Loyalty Investigation. Edición de la U.S. Government Publishing Office).
Por supuesto, la acusación quedó en nada; en parte, por insostenible y, en parte, porque Gustavo Durán acababa de añadir otra profesión a su currículum: la de alto funcionario de la ONU, que lo llevó a Chile, Congo, Suiza y Grecia, donde falleció. La diplomacia era una vieja conocida suya, hasta en ámbitos sorprendentemente íntimos; por ejemplo, fue él quien en 1933 logró que una de sus grandes amigas en Francia, Anaïs Nin, precursora de la narrativa erótica femenina y autora de una de las obras más censuradas del siglo XX (sus Diarios), se reconciliara con su padre (él no tuvo tanta suerte con el suyo: se suicidó después de que los franquistas le dijeran que su hijo había muerto). A Nin, que acabó desilusionada con Durán porque, en su opinión, se parecía demasiado a ella antes de conocer a Henry Miller, debemos una de sus mejores descripciones vitales, la recogida en Incesto: «Gustavo es resuelto, activo, apasionado, voluptuoso y terrenal». Desde luego, ya no era el adolescente que, según Lorca, no se apartaba de él «ni un minuto» (carta a Chacón, julio de 1923) y, como cualquiera puede descubrir si esta pincelada sobre su vida lo anima a investigar un poco, la escritora francesa no se equivocaba.
El «español de leyenda» que dijo Juan Ramón vivió desde una insólita combinación de pasión, inteligencia, capacidad resolutiva e idealismo bien entendido, y no es de extrañar que, puesto a elegir entre sus logros, eligiera lo que afirma su hija Jane (autora de Silencios desde la guerra civil española): sus días en el EPR, que no fueron sólo de carácter militar. Gustavo Durán creía en un mundo mejor, y era consciente de que no lo habría sin un intenso trabajo cultural, que potenció en las unidades a su cargo; combatía, sí, y se emocionaba cuando sus hombres y él ayudaban a salvar «breviarios del siglo XV, primeras ediciones de santa Teresa, de Garcilaso y de san Juan de la Cruz, de Lope de Vega, etc.» (discurso ante II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura). En Alones, la localidad de Creta donde está enterrado «bajo los olivos» (Alberti), casi nadie lo ha olvidado; en España, casi todos.